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Dio una curva demasiado rápido y la parte trasera del coche derrapó ligeramente; el paisaje, tan claro con ese calor, con la tenue luz de la puesta de sol, se volvió borroso de repente. Sus ojos se llenaron de lágrimas que ella se negaba a derramar. Ya había llorado demasiado por él. Había aprendido a no mirar nunca atrás, a no dar nunca al destino una segunda oportunidad para darle una patada en los dientes.

«Que te den», dijo al reflejo del retrovisor, al inexpresivo hombre oculto tras las gafas de sol.

La carretera giró sobre ella, una curva en forma de «s» tan pronunciada que antes de darse cuenta de lo cerrada que era ya estaba dentro de ella. Pisó el freno a la vez que notaba cómo los neumáticos traseros derrapaban de nuevo, llevándola hacia la derecha, donde el asfalto caía hacia la nada.

– Reduce la velocidad -dijo él bruscamente, consciente de que ella no podía oírlo, mientras observaba la parte trasera del coche derrapando. Levantó el pie del acelerador dejando que la furgoneta redujera la velocidad mientras entraba en la serie de curvas detrás de ella. Tal vez si él aminoraba un poco ella no tomaría las curvas tan bruscamente; la furgoneta no tomaba las curvas tan bien como un coche, de todos modos.

Las ruedas traseras del coche derraparon sobre el asfalto, levantando una nube de grava. Él observó inútilmente enfadado, sabiendo que no había nada que pudiera hacer.

Los latidos del corazón de Drea se aceleraron salvajemente mientras el coche se deslizaba hacia el borde, una debilitadora sensación de impotencia la invadía porque las leyes de la física la tenían en sus manos y no había nada que ella pudiera hacer para zafarse.

Estaba en la parte más cerrada de la curva, con el vacío delante de ella y a la derecha. El tiempo se congeló un instante, después pasó a la siguiente imagen, luego a la siguiente, era como ver una serie de diapositivas con alguien controlando el mando. En cada imagen, ella sabía exactamente lo que estaba sucediendo, sus pensamientos volaban mucho más rápido de lo que avanzaban las imágenes.

Primera imagen: en ese instante se dio cuenta de que, si daba un volantazo mientras derrapaba, se saldría directamente de la carretera y se caería en la concavidad tachonada de árboles situada entre las dos mitades de la curva en forma de «s». Aunque sobreviviera, cualquier accidente sería su muerte, porque él estaba justo detrás de ella y podría dispararle cuando quisiera.

Segunda imagen: en la fracción de segundo en que las ruedas traseras derrapaban cada vez más hacia el borde, el coche empezó a inclinarse hacia atrás y el estómago le dio un vuelco, como si estuviera en una montaña rusa. A través del espejo retrovisor alcanzó a ver una imagen de la gran furgoneta detrás de ella y del hombre dentro, y una oleada de dolor la golpeó tan fuerte que los evidentes latidos de su corazón flaquearon con el impacto. Él no la había querido. Si al menos lo hubiera hecho. Si al menos le hubiera tendido la mano cuando le pidió: «Llévame contigo». Pero no lo había hecho, y nunca lo haría.

Tercera imagen: las ruedas traseras, de repente, encontraron adherencia, hundiéndose en el borde que se venía abajo y dirigiendo grandes abanicos de suciedad y grava en forma de parábola hacia el exterior. El volante dio un tirón hacia un lado, girando con vida propia y librándose de su aterrorizado agarre. El coche se lanzó hacia delante y la llevó más allá del borde. Tal vez gritase; podría haber estado gritando todo el tiempo, pero ella sólo era consciente de un silencio absoluto.

Cuarta imagen: el coche pareció estar flotando en el aire durante unos largos y agónicos segundos. Miró a través del hueco donde la carretera se curvaba en la segunda parte de la «s», pensando tontamente que si eso fuera una película el coche saltaría y aterrizaría en el asfalto al otro lado, botando salvajemente y tal vez tras haber perdido un parachoques, pero milagrosamente ileso. Pero eso no era una película y el momento acabó. El peso del motor hizo caer la parte delantera hacia abajo, y ella pudo ver los árboles allá abajo acercándose a ella a todo correr, como disparos de un lanzamisiles.

Sólo fracciones de segundos, retazos de tiempo, su visión todavía era cristalina, sus pensamientos ordenados y detallados. Así que esto era el final. Había pensado en la muerte; al contrario que la mayoría de los jóvenes, había conocido la muerte cuando su placenta se había desprendido durante la vigésimo segunda semana de gestación. Casi se muere; su bebé se murió, se murió mientras todavía estaba dentro de su cuerpo, después le fue arrebatado tibio e inmóvil, llevándose todos sus sueños y su agonizantemente intenso amor con él. Era tan diminuto, tan frágil y débil y se estaba poniendo azulado incluso mientras ella sollozaba y le pedía a Dios o a quien fuera que le dejase vivir, que se la llevase a ella en su lugar porque él era inocente y ella no, porque él tenía todas las posibilidades del mundo ante él mientras que ella no valía nada, pero eso no debía de ser un buen negocio porque su bebé no había sobrevivido.

Ella sí, en cierto modo. Había continuado de forma mecánica. Había sobrevivido, porque ella era esencialmente una superviviente, incluso aunque no fuera a haber otro bebé para ella. Y nunca había vuelto a amar, nunca había vuelto a sentir nada por nadie hasta hace poco más de una semana, cuando él, el él sin nombre, había atravesado su caparazón y la había tocado.

Y ahora la había matado.

El primer impacto arrancó el parabrisas como si fuera una uña postiza. Si el coche había tenido airbag cuando era nuevo, ya no lo tenía, porque ninguna almohada grande y blanca se hinchó y le dio en la cara aún cuando la fuerza del impacto fue como un enorme golpe que apagó todos sus sentidos excepto un minúsculo sentido de conciencia que perduraba y resistía, porque resistir era una parte fundamental de ella.

No tener airbag no importaba, sin embargo, porque no fue el primer impacto lo que la mató. Fue el segundo.

«¡Mierda!», dijo Simon violentamente mientras clavaba el freno y obligaba a la furgoneta a detenerse tan bruscamente que los neumáticos echaron humo, a la vez que ponía el cambio de marchas en posición de punto muerto y saltaba de ella mientras la furgoneta todavía estaba balanceándose. «¡Joder!».

Se detuvo un instante en el borde de la carretera del que se estaban desprendiendo pequeños pedazos, para considerar cuál sería el mejor camino para tomar; a continuación bajó de lado y precipitadamente la empinada cuesta, medio arrodillado aquí, agarrándose a un arbusto allá, hundiendo sus talones cuando podía.

– ¡Drea! -gritó, aunque no esperaba respuesta. Se detuvo un momento para escuchar y no oyó nada más de lo que era casi una vibración en el aire, una sensación más que un ruido, como si la violencia del impacto todavía resonara.

El desnivel era demasiado grande y había demasiados árboles. Cuando un coche se enfrenta a un árbol, normalmente el árbol gana. Aún así, tal vez no estuviese muerta; tal vez estuviera inconsciente. La gente sobrevivía a accidentes de tráfico todos los días, incluso a aquellos de los que parecía imposible salir con vida, mientras que uno que parecía no mucho más que un accidente sin importancia podía romperle la columna a alguien y se acabó. Dependía de la posición, de la coordinación; demonios, dependía de la suerte.

No podía explicar por qué el corazón le latía tan aceleradamente y sentía el estómago como si lo tuviese lleno de hielo. Había visto la muerte muchas veces, de cerca y directamente. Y la mayor parte de las veces él había sido la causa. La transición era rápida, el guiño de un ojo, el vuelo de una bala, y listo: luces fuera. Nada del otro mundo.