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El hecho de tomar buenas decisiones no significaba que uno fuese un santo. Tenía suerte, porque incluso con las cosas nuevas que sabía no creía que jamás pudiese llegar a ese nivel. De hecho, todo este asunto empezaba a irritarla. De acuerdo, lo intentaría. Lo intentaría, aunque para ello tuviese que ir hasta el infierno; quizá fuese una mala analogía, pero quería volver a aquel lugar, quería volver a ver a Alban. Allí no era su madre, eso lo entendía. Pero durante un pequeño instante habían compartido la conexión más íntima, su cuerpo dándole la vida, y quería volver a sentir el eco de ese amor.

El personal del hospital interrumpía sus pensamientos una y otra vez, cada vez más preocupados por su silencio. Las enfermeras le hacían preguntas constantemente, le hablaban, e incluso le dieron un bloc de notas y un lápiz para ver si podía escribir. Podía, pero no lo hizo. No tenía ganas de escribir nada, como tampoco le apetecía hablar. Se limitaba a mirar fijamente el lápiz que le ponían en la mano hasta que se rendían y se lo quitaban.

El cirujano, al que todavía guardaba rencor, le examinaba los ojos con una luz brillante y le hacía preguntas a las que no obtenía respuesta alguna. Ni siquiera le dio un puñetazo cuando lo tuvo así de cerca, aunque se le pasó por la cabeza.

El cirujano llamó a un neurólogo. Le hicieron un encefalograma y descubrieron que sus sinapsis, o lo que fuesen, presentaban una fuerte actividad. Le hicieron un escáner cerebral en busca de daños que pudieran explicar su falta de habla. Hablaron sobre ella, justo al pie de su cubículo, como si la puerta deslizante de cristal no estuviese abierta y no pudiese escuchar todo lo que decían.

– Los médicos cometieron un error -dijo rotundamente el neurólogo-. No pudo haber muerto. Si se hubiera quedado sin oxígeno todo ese tiempo tendría, como mínimo, un importante daño cerebral. Aun teniendo en cuenta las variables más extremas, y ambos hemos visto casos así, si no hubo actividad cardiaca ni oxígeno durante una hora aproximadamente, por el amor de Dios, no puede ser que no haya sufrido ningún daño cerebral. No veo nada que explique la falta de habla. Quizá ya no pudiese hablar antes; quizá sea sorda. ¿Habéis probado con el lenguaje de signos?

– Si estuviese sorda ella misma utilizaría el lenguaje de signos para intentar comunicarse -dijo el cirujano secamente-. No lo está. No utiliza ninguna otra lengua, no intenta escribir, hacer un dibujo o siquiera indicar que nos oye. Si tuviese que compararlo con algo, diría que esta falta total de comunicación es un síntoma de autismo, lo cual no creo que tenga, porque mantiene el contacto visual casi todo el tiempo y hace todo lo que las enfermeras le dicen que haga. Coopera. Simplemente, no se comunica. Tiene que haber una razón.

– No, que yo vea -oyó suspirar al neurólogo-. Por la forma en que mira a la gente… es casi como si fuésemos otra forma de vida y nos estuviese estudiando. No intentamos comunicarnos con las bacterias. Es así.

– Correcto. Cree que somos bacterias.

– No sería la primera paciente que piensa así. Mira, lo que recomiendo es que llames a un psicólogo. Lo que le ha ocurrido es algo traumático, incluso según nuestras pautas. Puede que necesite ayuda para superarlo.

¿Traumático? ¿Lo había sido? Lo que había ocurrido antes sí que había sido traumático, pero la muerte… no. No recordaba haber sido atravesada. Sabía que había ocurrido, tenía el recuerdo confuso de verse a sí misma, pero aun así se alegraba de haber muerto porque si no nunca habría visto a Alban, nunca habría sabido que existía ese lugar tan hermoso, que había algo más esperando allí afuera. Esta vida no era lo único; había más, mucho más, y cuando la gente hablaba de «pasar a otra vida» estaba en lo cierto, porque el espíritu pasaba a ese otro nivel de existencia. Saber eso fue lo más reconfortante que podría haber imaginado.

Así que una psicóloga, la doctora Beth Rhodes, vino varias veces a hablar con ella. Dijo que la llamase Beth. Era una mujer guapa, pero tenía problemas en su matrimonio y en realidad estaba más preocupada por eso que por sus pacientes. Drea/Andie -¿o era Andie/Drea? ¿Cuál iba ahora primero?- pensaba que la doctora Beth debía de tomarse algún tiempo libre y concentrarse en lo que era importante, porque amaba a su marido y ella la amaba a él, y tenían dos hijos en los que pensar; así que deberían lavar sus trapos sucios y arreglar las cosas, y luego la doctora Beth sería capaz de prestar toda su atención a sus pacientes.

Si hablase le diría eso. Pero no tenía ganas de responder a las preguntas de la doctora Beth, al menos no ahora. Todavía tenía que pensar.

Por ejemplo: nadie sabía quién era. Para el mundo, Drea Rousseau/Andie Butts estaba muerta. Estaba a salvo de Rafael, a salvo del asesino. Realmente podría empezar de nuevo como la persona que eligiese ser. Eso podría ser un problema, porque una de las personas que venía habitualmente a su cubículo era un poli, un detective, que no la estaba investigando por ningún crimen ni nada, sólo por conducir un coche con una matrícula que no pertenecía a ese coche y por no tener carné de conducir, nada de gran naturaleza criminal, pero aun así había cosas por resolver. Era oficialmente «Jane Doe» y él estaba tan interesado en averiguar quién era como el personal del hospital.

Llegó el día en el que la trasladaron de la UCI a una habitación normal. Cuando las enfermeras la preparaban para el traslado, quitándole tubos mientras le hablaban y le decían lo bien que lo estaba haciendo y que la echarían de menos, de repente se centró en una enfermera en particular. Se llamaba Dina y era la más callada de la unidad de enfermeras, pero siempre era amable y nunca tenía prisa, y su preocupación era evidente por su forma de tocarla.

Dina iba a caerse. Andie/Drea vio como ocurría. No estaba claro, los alrededores eran confusos, pero lo vio. Dina iba a caerse por unas escaleras… por unas escaleras grises de hormigón, como las escaleras de un hotel o de un… hospital. Sí, Dina iba a caerse por las escaleras del hospital. Se rompería el tobillo y eso sería una putada porque tenía un bebé de diez meses que gateaba a la velocidad de la luz.

Estiró un brazo y le cogió la mano a Dina. Era la primera vez que iniciaba cualquier tipo de interacción con alguna de ellas. Las enfermeras la miraron sorprendidas.

Se humedeció los labios, porque después de todo este tiempo casi había olvidado cómo formar las palabras, cómo activar la tenue conexión entre su cerebro y su boca. Pero tenía que advertir a Dina, así que lo intentó de nuevo y por fin le salieron las palabras.

– No… bajes… por… las… escaleras -dijo Andie.

Capítulo 19

– Me han dicho que has hablado. -La acusación procedía de los pies de su cama. Andie abrió los ojos y, por un instante, permaneció suspendida entre el sueño y el despertar, entre una realidad y… otra. Su percepción del tiempo, del espacio y de lo que era real había sido alterada radicalmente, las líneas que lo definían habían desaparecido. Quizá con el tiempo y una vez que ya no necesitase calmantes, recuperaría la agudeza del ahora, aunque no quería perder ese sentimiento de conexión con el otro lugar.

En el ahora tenía que tratar con el cirujano, el doctor Meecham, que estaba repanchingado en una silla cerca de los pies de su cama. Sus brazos, grandes, musculosos y peludos, asomaban por la manga corta de su bata, y los tenía cruzados sobre el pecho, indicándole que era testarudo y que esperaba respuestas.

Ella lo ignoró durante un rato y desvió la mirada hacia las ventanas. Los rayos de sol bañaban el cristal reflectante, dando la sensación de que en el cielo se estaba formando una tormenta eléctrica, pero que le daba tanto sol como intimidad.