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La mayor parte del tiempo, Drea no aprovechaba la oportunidad y se comportaba de la misma manera que cuando la seguían. En realidad, sí se hacía la manicura e iba la peluquería con frecuencia y pasaba mucho tiempo haciendo compras, tanto en persona como por Internet. Tenía la televisión de su cuarto en un canal de compras y un cuaderno donde garabateaba los números de los artículos -números que a menudo tachaba o cambiaba por si Rafael los comprobaba-. También había números reales de ropa, por si sus investigaciones llegaban hasta ese punto. Pasaba mucho tiempo haciendo exactamente lo que Rafael esperaba que estuviera haciendo.

De vez en cuando, sin embargo, hacía algo completamente distinto. Rafael era implacable y espabilado, pero no creía que ella fuera lo suficientemente inteligente para engañarlo, así que ella se las arreglaba para engañarlo bastante a menudo.

Pero este hombre, este asesino que la tenía en sus brazos, era capaz de ver bajo su fachada construida con esmero, destruyendo sus defensas y exponiéndola con la misma facilidad con la que le había bajado los pantalones. Miró fijamente sus ojos entornados preguntándose qué más vería. ¿Estaría su secreto a salvo con él o para él sería como una carta que podría jugar cuando fuera útil estratégicamente? Tal vez pretendía que ella le diera información sobre Rafael. Cualquier cosa que él quisiera que hiciese tendría que hacerla, no tenía elección. En realidad era una decisión fácil de tomar, dado que este hombre era una de las pocas personas que ella sabía que estaba en contra de Rafael.

Sus pensamientos la habían abstraído del control de sus saturados sentidos y, a medida que la claridad regresaba, volvió a sentir la gélida punzada del pánico. Él no había acabado con ella. Que no le hubiese hecho daño -más bien todo lo contrario- no significaba que estuviera a salvo. Quizá sólo estaba jugando con ella, haciéndole bajar la guardia, haciendo que se relajara. Quizá le excitaban los golpes a traición.

– Estás pensando demasiado -murmuró él-. Te has vuelto a poner tensa.

¡Piensa!, se ordenó a sí misma, tratando de espantar el pánico. Tenía que pensar, tenía que controlarse. Dios, ¿cómo podía ser tan estúpida? En lugar de estar actuando como una imbécil que no sabía para qué servía su cuerpo debería estar usándolo, haciendo lo que mejor se le daba, que era hacer que un hombre se sintiera especial.

Se quedó mirando sus propias manos, sus dedos clavándose en los fuertes músculos de sus hombros, pegada a él, e intentó ponerlos en movimiento. Debería estar acariciándolo con las palabras y con los hechos. Debería chupársela, hacer que se corriera y entonces -Dios, por favor- él se iría y ella podría invertir el tiempo en decidir cuál era la mejor solución. Debería estar haciendo muchas cosas, pero todas ellas parecían estar justo ahora fuera de su alcance.

– ¿Dónde hay un dormitorio? -preguntó él, levantando la cabeza para echar un vistazo alrededor con su mirada alerta-. No donde duermes con Salinas. Algún otro sitio.

– Nosotros no… no dormimos juntos -masculló, sorprendida una vez más por estar diciendo la verdad. Los ojos de él se volvieron a clavar en ella y se entornaron todavía más y ella se estremeció por la amenaza que sentía acechar tras cada una de sus acciones-. Dormir. No dormimos juntos. Tengo mi propio cuarto.

Su corazón latió sordamente mientras él hacía una pausa antes de decir:

– Eres tú quien va a su cuarto.

Era una afirmación, no una pregunta, como si también hubiera sido capaz de interpretar a Rafael con extraordinaria exactitud. Aun así ella asintió, confirmándolo. De hecho ella iba al cuarto de Rafael cuando él quería sexo. Así era; la gente iba a Rafael, no él a ella. Después siempre regresaba a su propio cuarto, que había decorado deliberadamente de la manera más femenina y cursi posible, acorde con el personaje de muñeca Barbie que se había forjado.

– Tu cuarto -se apresuró a decir.

Drea miró hacia la derecha.

– Al fondo del pasillo.

Él se inclinó hacia abajo y le quitó los pantalones de los tobillos.

– Anda -dijo, y ella lo hizo, sacando sus pies de los charcos de finísimo tejido blanco.

No tuvo tiempo de sentirse incómoda por llevar puestos sólo una blusa y un par de tacones de diez centímetros porque él la levantó sin esfuerzo, ella tuvo que anclar sus piernas alrededor de sus muslos para sujetarse, y la llevó escaleras abajo.

Su erección dura como una roca rozaba su vagina, cada paso que daba lo hacía mecerse contra su carne inflamada. Drea apretó la parte superior de sus muslos y se frotó contra su grueso pene, esparciendo su propia humedad sobre él, intentando hacerle perder el control. Una caliente oleada de sensaciones se reunió en el punto de contacto, propagándose dentro de ella rápidamente, cogiéndola por sorpresa. Ya había llegado al orgasmo, así que no esperaba volver a excitarse de nuevo. Joder, no lo esperaba en absoluto. Nada en esa situación era lo que esperaba y, aunque se esforzaba por controlarse y no meter la pata, la cosa cada vez iba a peor.

Él llegó hasta su puerta y ella fue capaz de decir «aquí» con un tono ahogado, pero no consiguió separarse de él para girar la manilla. Lo hizo él mismo, atrayéndola todavía más hacia él y poniendo un brazo bajo sus nalgas, mientras abría la puerta con la otra mano. El movimiento ajustó sus posiciones lo suficiente para que su erección se introdujera bruscamente dentro de ella; un hormigueo caliente sacudió cada uno de sus nervios. La sensación era tan eléctrica que gimió, tensando cada músculo de su cuerpo. Inútilmente empezó a elevarse y a dejarse caer intentando obtener lo máximo posible de él, con su libertad de movimientos limitada por la forma en que él la estaba agarrando. En esa posición ella sólo podía tener seis o siete centímetros de su pene dentro de ella y, aunque la gruesa punta del miembro emitía miniexplosiones cada vez que ella se movía hacia adelante y hacia atrás, eso no era suficiente, quería más, lo quería todo, profundo y duro y rápido.

El ritmo de su respiración se aceleró un poco, el único signo que había dado, aparte de su erección, de que estaba mínimamente excitado. De repente, Drea ardió con la humillación de la evidencia de que, aunque realmente él quería sexo, no tenía un particular interés en ella; ella estaba allí, estaba disponible, y su interés por ella no pasaba de ahí. Se quedó helada y, muy a su pesar, volvió a sentir las lágrimas abrasándole los ojos. Parpadeó para tratar de enjugarlas por todos los medios.

¿Qué estaba pasando? Ella nunca perdía el control; utilizaba el sexo para controlar a los hombres, para conseguir de ellos lo que quería. ¿Qué le pasaba que dejaba que este hombre la asustara hasta el punto de que todas sus defensas se vinieran abajo? Vale, él era algo así como el rey de los tipos duros, pero ella había tratado con tipos duros toda su vida y si había aprendido algo era que, cuando la cabeza pequeña se levantaba y se hacía con el control, la cabeza grande dejaba de pensar.

Parecía que a él eso no le había pasado pero, si tuviera la oportunidad, ella podría hacerle perder el control; sabía que podía. Quería que él se sintiera tan indefenso como ella, quería verlo violento y excitado y temblando, que estuviera a su merced en lugar de estar ella a la suya, pero no tendría piedad con él, no más de la que él había tenido con ella.