Su inútil resistencia fue amainando poco a poco y sus vanos intentos de gritar se convirtieron en sollozos ahogados. De las comisuras de sus ojos brotaban lágrimas que se mezclaban con su pelo tras atravesarle las sienes. No soportaba mirarlo, no soportaría ver su cara aunque el torrente de lágrimas se lo hubiese permitido, así que apretó los ojos con todas sus fuerzas.
En ese primer momento de tranquilidad oyó el murmullo profundo de su voz.
– No voy a hacerte daño -dijo él rozándole la oreja con sus labios-. Drea, cálmate. No te haré daño. Nunca lo haría.
Al principio sus palabras eran tan incomprensibles como lo habían sido antes, y aunque al final consiguió entenderlas no comprendía su significado. ¿Que no le haría daño? ¿Quería decir que la iba a matar sin que sintiese dolor? ¿Que no sufriría?
Muy noble por su parte.
Una oleada de ira, una ira de supervivencia, surgió en medio del dolor y del terror y volvió a arremeter contra él retorciendo la cabeza hacia un lado y clavándole los dientes donde pudo, que resultó ser su antebrazo, justo al lado de su gruesa muñeca. El sabor cálido y metálico de la sangre le invadió la boca, como si hubiese mordido una moneda. Él dijo «¡Joder!» con tono tenso, pronunciando la palabra con los dientes apretados, y con la otra mano le volvió a presionar la mandíbula en los mismos puntos que antes. Pese a resistirse, aflojó la mandíbula y él pudo sacar el brazo de entre sus dientes.
– Hazme un favor -murmuró él-. Si ves que sientes la necesidad de hacerme daño, es mejor que me des un puñetazo en un ojo en lugar de morderme. Por lo menos así no necesitaré ponerme la vacuna del tétanos.
De repente abrió los ojos y lo miró indignada. Él le devolvió la mirada desde una distancia de unos veinte centímetros, lo suficiente para que no pudiese darle un cabezazo, al menos no con su reducido campo de movilidad. A pesar de su primera impresión de profunda oscuridad, la cocina no estaba totalmente a oscuras; la luz de la sala de estar formaba una tenue y apacible franja sobre el suelo de linóleo y le permitía ver los ensombrecidos planos de su rostro y el brillo de sus ojos misteriosamente brillantes.
El silencio se instaló entre ambos, un silencio tenso y acalorado. Después de un rato inspiró, controlando la respiración y espiró del mismo modo.
– ¿Ya puedes escucharme? -le preguntó él por fin-. ¿O tengo que atarte y amordazarte?
Aquello le sorprendió y lo miró fijamente, confusa. Si iba a matarla podría haberlo hecho sin más, no tenía que atarla ni amordazarla. Él había ganado, dependía de su misericordia… si es que tenía alguna.
¿Querría decir que… había alguna posibilidad de que no la fuese a matar, y punto?
No tenía por qué haberse abalanzado sobre ella, pensó. Si su propósito hubiese sido matarla podría haberle disparado en cualquier momento. Había actuado tanto tiempo asumiendo que lo que quería hacer era precisamente eso, que sentía que el suelo se había hundido bajo sus pies. Si lo que creía que era real no lo era, entonces, ¿qué demonios ocurría?
De no haber tenido la boca cubierta se la habría abierto de par en par. Lenta y cuidadosamente, con dificultades porque él todavía la tenía agarrada, primero asintió una vez con la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, y luego la sacudió negando igual de despacio.
Tomando sus movimientos exactamente por lo que eran, las respuestas por orden a sus preguntas, le dijo:
– Entonces presta atención. No voy a hacerte daño, ningún daño. ¿Está claro? ¿Lo entiendes?
Ella volvió a asentir con movimientos tan limitados como la primera vez. Él no se había relajado ni un ápice.
– De acuerdo. Voy a dejar que te levantes. ¿Necesitas ayuda?
Ella sacudió la cabeza, aunque realmente no lo sabía. La soltó lentamente mientras masajeaba los puntos de presión en su mandíbula haciendo menos doloroso lo que hubiera sido una auténtica agonía.
Rodó por el suelo con agilidad hasta ponerse en cuclillas y le pasó un brazo por los hombros para ayudarla a sentarse.
Andie permaneció sentada en silencio, aturdida. Después de sujetarla durante un rato le preguntó:
– ¿Estás bien?
Cuando ella asintió, se puso de pie con su elegancia y control característicos, fue hacia el fregadero, abrió el agua y metió el brazo debajo del chorro.
– Enciende la luz -le dijo sin mirarla.
Todavía en silencio por el shock, se puso en pie como pudo, fue hacia la puerta y pulsó el interruptor. Después de la relativa oscuridad anterior, la avalancha repentina de luz era tan cegadora que tuvo que parpadear mientras intentaba asimilar el increíble hecho de que el hombre que tanto la había aterrorizado durante meses estuviera tan tranquilo en su cocina limpiándose la sangre del brazo y de la mano.
Se acercó a él con indecisión y se detuvo a un par de metros de distancia para no estar a su alcance. Le miró la herida del brazo, las marcas púrpura donde sus dientes le habían perforado la piel. Se le iba la cabeza y tuvo que agarrarse al borde de la encimera para sujetarse. Ella había hecho eso, ella, que jamás había sido violenta.
Empezó a tiritar a medida que la adrenalina que había fluido por su cuerpo empezaba a disiparse. El temblor empezó en los tobillos y subió hasta las rodillas hasta invadirla tan rápidamente que hasta sus órganos internos parecían agitarse y temblar. Los dientes le castañeteaban como las canicas rebotando en un suelo de ladrillo. Él seguía echándose agua en el brazo sin mirarla, aunque tenía que estar escuchando el castañeteo de sus dientes. Helada por su reacción, se abrazó a sí misma y apretó los dientes en un intento por detener aquel movimiento y aquel ruido.
– ¿De… de verdad necesitas la vacuna del tétanos? -le preguntó finalmente en voz muy baja. Por qué preguntó esa de entre todas las estupideces que podría haber dicho era algo que se le escapaba.
– No -dijo él brevemente-. Estoy al día con las vacunas.
Ella lo miró fijamente mientras se hundía por tercera vez en el mar de la confusión. No podía estar refiriéndose a vacunas infantiles, como el sarampión o la varicela, y el único tipo de vacunas que se le ocurría eran las vacunas de la rabia para los animales. Nada tenía sentido, estuviese en estado de shock o en un universo paralelo. Ella apostaba por el universo paralelo porque era imposible que él estuviese allí de pie en su cocina. Los límites de la realidad se difuminaban cuando él estaba cerca; su presencia era tan intensa que parecía atraer toda su atención igual que un imán atraía a las cuchillas de afeitar, haciendo que todo lo demás se desdibujase y se desenfocase.
– ¿Va… vacunas? -Parecía una tonta tartamuda pero aún seguía tiritando y era todo lo que podía hacer para controlar sus dientes.
– Para salir del país.
Se sentía como una idiota porque, por supuesto, sabía que hacía muchos de sus «trabajos» fuera del país, y la gente inteligente que va a países del Tercer Mundo se asegura de ponerse las vacunas adecuadas. Entonces volvió a sentirse como una idiota por centrarse en cosas mundanas como si tenía al día o no sus vacunas; pero su realidad había cambiado de forma tan brusca y drástica que no podía asimilarlo todo al mismo tiempo y sólo se sentía capaz de asimilar las cosas más pequeñas.
Lo miró de arriba abajo perfilando su altura y sus enormes y musculosos hombros. Las mangas cortas de su polo verde oscuro revelaban la fuerza fibrosa de sus brazos, pero no necesitaba verle los músculos para saber lo fuerte que era. Era un hombre pulcro y bien vestido que llevaba la camisa por dentro y un cinturón fino negro rodeando su estilizada cintura. Llevaba pantalones negros con la raya bien marcada y sus zapatos de suela fina estaban limpios, a pesar de haber estado antes bajo la lluvia. Casi con avidez, miró su pelo negro, todavía corto, y la barba incipiente que le oscurecía la barbilla. Absorbió los detalles de su aspecto y al rememorar los recuerdos sintió dolor y alivio al mismo tiempo.