Se detuvo antes de abrir la puerta y levantó un listón de la persiana para mirar al exterior. Se encontró ante sus narices a Simon, que estaba plantado delante de la puerta. Su presencia la impresionó tanto que se quedó sin respiración, como si al mirar se hubiese encontrado a un enorme lobo allí fuera. Sus ojos se encontraron a través del cristal y él levantó las cejas como diciendo: «¿Y bien?».
Consternada, dejó caer el listón de la persiana y permaneció de pie durante un minuto intentando decidir si abrir la puerta o no. Tenía la esperanza de que ya se hubiese ido de la ciudad. ¿Por qué andaba por ahí? ¿Qué más quedaba por decir?
– Puedes abrir la puerta -dijo él a través de la pared-. No me voy a ir.
– ¿Qué pasa ahora? -gruñó ella mientras giraba el pestillo y abría la puerta. Él entró con una sonrisa en los labios-. ¿Qué? -preguntó ella, apartándose de la cara la maraña de pelo de recién levantada. Ni siquiera se había pasado un cepillo y no le importaba.
– Venía a ver si te apetecía salir a comer. Supongo que no -dijo con un tonillo divertido.
Andie bostezó y volvió al sofá, subió las piernas y metió los pies descalzos debajo de los cojines. Todavía llevaba puesto el pantalón del pijama y la camiseta así que, no, no iba a salir, ni a comer ni a otra cosa.
– Supongo que no -repitió ella frunciendo el ceño-. Todavía no he desayunado. Gracias por la invitación. ¿Qué quieres?
Él levantó un hombro.
– Invitarte a comer. Nada más.
Ya, como si se lo fuese a tragar.
– Sí, ya. Probablemente ni siquiera respiras sin algún motivo oculto.
– Estar vivo lo es todo. -Entonces levantó la cabeza olisqueando-. ¿Está recién hecho el café?
– Más o menos -dijo ella. Miró la hora. La siesta había sido más larga de lo que pensaba-. Debe de llevar hecho una hora, así que todavía debería de estar bueno.
Ella también quería más café, así que se levantó y se fue a la cocina llevándose su taza con ella.
– ¿Cómo lo quieres? -preguntó mientras abría la alacena y cogía otra taza, levantando la voz para que él la pudiese oír desde el salón.
– Solo -dijo él justo detrás de ella, sobresaltándola hasta tal punto que casi se le cayó la taza. Él alargó la mano y le cubrió la suya para ayudarla a sostener la taza. Ella se apartó de inmediato, cogió la cafetera y rellenó ambas tazas.
– Haz algo de ruido cuando camines -le dijo rotundamente.
– Podría silbar.
– Lo que sea. Pero no te me acerques a hurtadillas.
Estaba más nerviosa de lo que quería aparentar, porque ese momento le había recordado intensamente a cuando se le acercó por detrás en el ático y le hizo el amor allí mismo, sin ni siquiera darle la vuelta para besarla. En ese momento no había podido dejar más claro que ella no era más que un trozo de carne para él; pero aun así ella se había dejado seducir por el intenso placer, y durante el transcurso de la tarde se fue montando una película de tal calibre que incluso llegó a pensar que realmente la llevaría con él. Todavía estaba escaldada por la humillación que había sentido al ser rechazada.
Dejó la taza de café e inspiró lentamente.
– Creo que deberías marcharte -le dijo sin rodeos-. Necesito que te vayas.
– ¿Porque te besé anoche? -Su mirada era astuta mientras la examinaba.
– Porque tú eres quien eres y yo soy quien soy. Sé lo que era antes, pero estoy sola desde el accidente… -Demonios, él ya lo sabía, la había tenido controlada durante todo este tiempo-. Y creo que estar sola es lo mejor para mí. En lo que a hombres se refiere, nunca tomo buenas decisiones. Es triste, pero cierto.
– No te estoy pidiendo que tomes ninguna decisión. Tienes que comer, ¿no? Salgamos a comer. O a desayunar. Siempre podemos ir a una crepería. -Su tono era dulce y nada apremiante y, de no estar en guardia, podría haberle transmitido una falsa sensación de seguridad. ¿Qué podía tener de peligroso una crepería? El problema era que con este hombre no existía eso de estar a salvo, al menos no por su parte, y la razón estaba en el interior de ambos.
Ella negó con la cabeza.
– No quiero ir a ningún sitio contigo.
– Si vienes, responderé a cualquier pregunta que me hagas.
Se quedó de piedra, furiosa consigo misma porque la oferta era demasiado tentadora para rechazarla, y él lo sabía. Su cabeza le decía que se mantuviese alejada, alejada de él, pero venía él y le ponía en bandeja la oportunidad de saber cualquier cosa que quisiera sobre él, y ella iba y se lanzaba sobre él como un halcón sobre un conejito. Él se divertía observándola, con los ojos brillantes y las comisuras de los labios arqueadas y estaba tan atractivo así, con la guardia baja y sin su típica expresión vacía, que realmente la hizo temblar. Aun así intentó seguir en su línea.
– No quiero saber nada de ti.
– Seguro que sí, como por ejemplo por qué me hice el tatuaje del culo.
– ¡No tienes ningún tatuaje en el culo! -le soltó ella mirándolo fijamente. Le había visto el culo y con lo bien que estaba se habría fijado; habría visto un tatuaje.
Él empezó a desabrocharse el cinturón.
– ¡No hagas eso! -le dijo alarmada-. No tienes por qué…
Sus dedos delgados agarraron el gancho de la cremallera y lo bajaron.
Andie perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Él se dio la vuelta, enganchó los pulgares en la cinturilla del pantalón y se lo bajó. La falda de la camisa cayó sobre sus curvas redondas y musculosas. Echó la mano hacia atrás para levantarse la camisa y allí estaba, en la parte superior de la nalga derecha, una especie de dibujo abstracto un tanto extraño, una especie de laberinto rizado. Sus dedos se contrajeron por la repentina e intensa necesidad de estirarse y tocarlo, no por el tatuaje, sino porque quería volver a sentir entre sus manos la silueta y el frescor de su trasero. Apretó los puños e intentó parecer impasible.
– Extraño dibujo. ¿Qué significa?
Él se subió los pantalones, se metió la camisa por dentro y se dio la vuelta para mirarla mientras se subía la cremallera y se abrochaba el cinturón, todo esto con una mirada pícara.
– Te lo diré durante la comida.
– Maldita sea -gruñó ella girando sobre sus talones mientras iba a la habitación a arreglarse.
Acabó en diez minutos y sólo se cepilló los dientes, el cabello y se cambió el pijama por un vaquero y una camisa; sólo llevaba un botón abierto en el cuello porque ya no se ponía nada escotado, porque la quemadura del pecho era un recordatorio constante de que las cosas habían cambiado. Ni siquiera se molestó en echarse un poco de maquillaje porque no intentaba impresionarlo ni a él ni a nadie. Se puso unas chanclas, se miró las uñas sin pintar y resopló. Su aspecto era totalmente opuesto al que tenía cuando Rafael se la entregó, pero si no le gustaba que le diesen y que se largase.
Él esbozó una sonrisa sincera al verla.
– Estás preciosa -dijo.
El cumplido era tan inesperado, tan opuesto a lo que ella pensaba, que se detuvo en seco y se quedó con la boca abierta de la impresión.
– Bueno… gracias. Pero… ¿estás ciego o qué?
– No, no lo estoy -respondió él tan serio como si la pregunta no hubiese sido retórica. Se acercó y le tocó el pelo-. Echo de menos un poco los rizos, pero me gusta el color. Ahora no llamas tanto la atención, no eres tan frágil. Eso es bueno. Tu boca sigue… bueno, déjalo.
– ¿Que deje qué? -Estaba jugando con ella como si fuese un pez en un anzuelo. Ella lo sabía, pero eso no cambiaba nada. ¿Qué pasaba con su boca? No se lo iba a preguntar porque la respuesta tenía que ser algo sexual, y no quería llegar a eso, pero… ¿qué pasaba con su boca?
– Te lo diré mientras comemos -le dijo.