Guardó toda la ropa. No tenía mucha; todo lo que poseía cabía en dos maletas, y eso incluía el maquillaje que había comprado, que no era mucho. Estaba encantada de no tener que maquillarse demasiado, de no tener que preocuparse de que alguien la viera sin ir perfectamente emperifollada y adornada. Los últimos resquicios de permanente habían desaparecido de su pelo hacía ya tiempo, y ahora se lo había dejado oscuro. No quería volver a ser rubia; Drea era rubia; Andie tenía un práctico pelo castaño.
Después de limpiar el apartamento y de hacer las maletas, se dispuso a hacer dos recados más. El primero era ir a un gran centro comercial, donde había una tienda de pelucas. Tendría que volver a ser Drea para llamar la atención de Rafael, pero quería poder quitarse la peluca y convertirse rápidamente en alguien que pudiese andar por ahí sin llamar la atención.
En la tienda no había pelucas que encajasen con el peinado que llevaba entonces. Eligió una que se parecía lo suficiente: un poco más larga, un poco más lisa y con las mechas más platino que doradas, pero serviría.
El último recado era más una artimaña, pero de distinto tipo. Por si acaso Simon todavía la estaba vigilando, fue a la tienda donde normalmente hacía la compra y compró cosas no perecederas. El hecho de que ella estuviese comprando cosas le haría pensar que pretendía quedarse donde estaba. Además, si al final volvía al dúplex, sería bueno tener algo de comida.
A la mañana siguiente condujo hasta el aeropuerto, aparcó el Explorer en el aparcamiento de periodos largos y emprendió su retorno a Nueva York. Al hacer la reserva a última hora, le tocó en el asiento del medio de la última fila. Se sentó medio estrujada entre un caballero más bien grande y su esposa, de dimensiones similares quienes, evidentemente, habían elegido sus asientos con la esperanza de que nadie se sentase en el medio y así poder estar más cómodos. No habían tenido suerte, y ella tampoco.
Después de haber esperado durante más de tres horas un vuelo de enlace, ya era más de media tarde cuando aterrizó en La Guardia. Recogió su equipaje, llevó las maletas hasta la zona de transporte terrestre y esperó en la acera a que llegase el transporte del hotel. Era un día de primavera frío, habría unos diez grados, y con el viento frío probablemente serían unos siete.
Cuando llegó su transporte, cuatro personas más se subieron con ella, pero ninguno de los pasajeros parecían viajar juntos, así que se dirigieron en silencio hacia los rascacielos de Manhattan.
Le encantaba esa ciudad, pensaba Andie mientras se acercaba a los edificios de Manhattan recortados en el horizonte. Le encantaba la gente y su paso apurado, el entorno, los sonidos y los olores. Kansas City no era una ciudad pequeña, en absoluto, pero no era ni la sombra de Nueva York. Quizá, si las cosas salían bien, podría regresar.
O quizá no. No podría conseguir un trabajo bien remunerado y Manhattan era caro. El dinero que tenía tras haber vendido las joyas no le duraría mucho allí. Tenía que ser práctica porque no tenía habilidades especiales ni formación, y querer más que lo que podía tener era lo que la había llevado a estar con hombres como Rafael. A partir de ahora se conformaría con lo que ella pudiese permitirse.
Se registró en el Holiday Inn y cuando estuvo en su habitación, pequeña y bastante lúgubre, cogió la gigantesca guía telefónica y empezó a buscar un número. «Gobierno de Estados Unidos», murmuró; luego encontró una serie de listados y empezó a repasar la columna con el dedo. Cuando llegó al número que quería, mantuvo el dedo sobre él durante un momento mientras con la otra mano encendía el móvil y esperaba a que tuviese cobertura. Cuando la tuvo, marcó el número.
Ahí estaba. La había encontrado. Por fin había encendido el móvil.
Los dedos de Simon volaron hacia el teclado del portátil y tecleó las órdenes. Se había mudado a San Francisco y llevaba allí más tiempo de lo que había estado en ningún lugar. Ahora que ya no estaba en activo no tenía necesidad de andar moviéndose por ahí. No había echado raíces exactamente, pero en cierto modo había modificado sus hábitos.
Se había ido de Kansas City cuando le había dicho a Andie que se iba. No quería agobiarla; le había dado muchas cosas en que pensar y ella tenía que hacer algunos ajustes. Le había seguido la pista y se había quedado tranquilo al ver que sus movimientos parecían ser, en su mayoría, rutinarios, aunque le preocupaba que no hubiese vuelto a Glenn's; el hecho de que no lo hubiese alertado y que él vigilase tan inusualmente de cerca sus movimientos.
Su móvil había sonado antes del amanecer, aunque no se alarmó de inmediato. Kansas City estaba en una zona horaria diferente, por lo que allí ya había amanecido hacía tiempo. Pero se levantó y rastreó el Explorer y, cuando su movimiento se detuvo en el aeropuerto, empezó a tener sudores fríos. Se iba a subir a un maldito avión y él estaba a más de mil quinientos kilómetros de distancia, incapaz de hacer nada.
Hacía meses que no pirateaba un sistema, no lo había necesitado. No sabía qué compañía aérea utilizaría, lo cual era un obstáculo, pero empezó a buscar en todas sistemáticamente, por si acaso no había llevado el móvil con ella o no se había molestado en encenderlo hasta que necesitase utilizarlo.
Cuando se encendió el localizador del teléfono, tecleó de inmediato los comandos que le dirían exactamente dónde estaba y, cuando apareció el mapa del lugar donde estaba en la pantalla, sintió unas gotas de sudor frío surcándole la piel.
Estaba en Nueva York.
Capítulo 30
A la mañana siguiente, Andie se abrió camino entre las barricadas y los controles de seguridad del edificio Federal. Le dieron una identificación de visitante y le pusieron un escolta, le mostraron dónde esperar y por fin la llevaron a un pequeño despacho. El agente especial Rick Cotton se puso en pie cuando ella entró y le estrechó la mano que ella le tendió. Tenía un apretón de manos firme y agradable, ni demasiado fuerte ni demasiado debilucho, pero a primera vista no veía lo que tenía de especial.
Era de mediana edad y empezaba a tener canas, aunque iba muy acicalado y tenía una expresión dulce y tranquila. Por la forma en que se comportaba la gente que tenía a su alrededor, tenía la impresión de que lo apreciaban, pero no tuvo la sensación de que se tratase de alguien que moviese los hilos. Ella conocía esa sensación porque había estado en contacto directo con ella una tarde de verano el año pasado. La fuerza de la personalidad de Simon se imponía en cualquier habitación en la que estuviese, mientras que la de Rick Cotton apenas se apreciaba.
– Por favor, tome asiento, señorita Pearson -dijo el agente Cotton señalando una silla de respaldo recto medio destartalada-. Creo que su mensaje decía que tenía información sobre alguien llamado Rafael Salinas.
Si se acercaba más al pecho las cartas, pensó Andie, no podría verlas ni él mismo. Quería que ella mostrase primero su mano, y a ella no le importaba.
– No me apellido Pearson -dijo Andie-. Soy Andrea Butts. Solía utilizar el nombre de Drea Rousseau y viví con Rafael Salinas durante dos años. -Ella vio la sorpresa reflejada en su cara antes de que pudiese controlar su expresión. Pestañeó y la miró fijamente-. Entonces tenía el pelo largo, rubio y rizado -añadió amablemente.
Le dijo: «Un momento», cogió el teléfono y marcó una extensión. Entonces dijo: «Drea Rousseau está sentada en mi oficina», y volvió a colgar el auricular.
Permaneció sentado en silencio, igual que ella. Sinceramente, no tenía ni idea de si resultaría útil para el FBI, o ellos para ella, pero era el sitio más lógico por el que empezar. Ofrecerse como cebo sólo funcionaría si alguien vigilaba la trampa, si no, el cebo sencillamente se convertiría en una comida. Quizá no pudiese hacer nada respecto a Rafael; si no lo conseguía, al menos lo habría intentado.