Ambos la acribillaron a preguntas, sobre cualquier detalle que se les iba ocurriendo. Hablaron durante horas y Andie colaboró con cualquier detalle que pudiese recordar, pero empezaba a desesperarse porque nada parecía suficiente para echarle el lazo. Se lo había temido, había temido que tuviese que recurrir a medidas más desesperadas.
– Hay una opción que tengo que mencionar -dijo finalmente, cuando incluso los dos agentes parecían desanimados porque su oportunidad de oro para pillar a Salinas empezaba a parecer inútil-. No es un delito federal, pero la idea es sacar a Rafael del negocio y de las calles, ¿no? Si me ve se volverá loco. Se supone que estoy muerta. Cuando me fui, yo… me llevé algo que era muy importante para él. -Sí, podía decir sinceramente que dos millones de dólares eran importantes para él, pero para alguien como Rafael era igual de importante la ofensa que le había prodigado a su ego. En realidad, quizá su ego fuese más importante. Se había convencido a sí mismo de que la amaba y ella le había tirado a la cara ese amor-. Si puede me matará donde me encuentre. Así que, ¿cómo podemos utilizar eso contra él?
– No funcionará -dijo suavemente Jackson después de que Drea Rousseau se hubiese marchado… una Drea muy cambiada, pero definitivamente era ella-. Aunque utilizásemos a un civil como cebo, cosa que, de todas formas, el subdirector no permitiría, un intento de asesinato no comporta una sentencia demasiado severa como para mantenerlo alejado de las calles durante mucho más que un año más o menos… y eso si pasa algún día en la cárcel.
– Lo sé -dijo Cotton. Su voz sonaba cansada-. Lo sé. Todavía no podemos pillar a ese cabrón, ni siquiera con su ayuda. Y Dios nos libre de utilizarla como cebo y que le dispare en la calle. Si eso ocurriese no me lo podría perdonar.
Andie paró en un bar para comer, tan desanimada que apenas podía tragar la sopa que había pedido. Estaba segurísima de que podía volver a Nueva York y, en poco tiempo, tener a Rafael en manos de los federales o muerto. En realidad, esperaba que lo matasen, fingiendo que había habido un gran tiroteo, lo cual le daría vida a un día con pocas noticias, y Rafael moriría. Si lo miraba con lógica, ahora que estaba aquí, no podía decir cómo había llegado a esa conclusión. Esto no era como las impresiones repentinas que tenía con otra gente; nunca había tenido ninguna sobre sí misma.
Su plan, si se le podía llamar así, era de altos vuelos, pero era poco preciso en cuanto a detalles. Ahora que estaba aquí se sentía un poco tonta. No había planeado las cosas, lo cual era tan raro en ella que lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. No era valiente, no era intrépida, no era ninguna especie de heroína, pero había concebido este enorme esquema sin tener modo alguno de llevarlo a cabo. ¿Qué coño le estaba pasando?
A menos que su destino realmente fuese morir allí… a menos que su muerte fuese la forma en que Rafael se marchase para siempre.
Miró ciegamente por la ventana hacia la calle, con su flujo inagotable de peatones. No temía la muerte, pero temía no ser lo suficientemente buena como para volver al lugar donde estaba Alban. Había puesto todo de su parte para convertirse en un ser humano que valiese la pena, para trabajar por lo que tenía en la vida, para dejar de usar su físico y el sexo para conseguir lo que quería, pero sólo habían pasado ocho meses. Ocho meses comparados con quince años indudablemente no iban a ser suficientes para inclinar la balanza a su favor. Si moría ahora, ¿habría conseguido los suficientes puntos positivos para hacer cambiar las cosas?
Tal vez su muerte, su muerte final, fuese la verdadera prueba. «Nadie tiene mayor amor que éste», y todo eso. Si fuese necesario y su muerte fuese lo que hacía falta para acabar con Rafael, entonces lo haría. Encontraría el valor para hacerlo.
Pero no quería abandonar a Simon. A pesar de su historia, lo que había entre ellos era nuevo y frágil, estaba casi sin explorar. Y a pesar de la historia de él, a pesar de decirse a sí misma que era una mala elección para acabar con todas las malas elecciones, quería enmarcar entre sus manos su barbilla áspera por la barba, mirar la oscura opalescencia de sus ojos y observar cómo brotaba la ternura de donde antes sólo había vacío.
Quería tener tiempo para conocerlo, conocerlo de verdad. Quería conocerlo más que durante la superficial sesión de preguntas y respuestas en la crepería. Quería contarle chistes tontos y hacerle reír, quería compartir comidas con él, estar con él mientras pasaba de ser un hombre que se suturaba sus propias heridas a alguien que dejase que los demás le ayudasen.
Estaba muy solo. Si ella muriese, ¿qué le ocurriría a él? ¿Seguiría por el camino que había elegido, o volvería a sus viejas costumbres? No se creía tan especial como para que él no pudiese encontrar a nadie más a quien amar, pero la cuestión era: ¿Lo haría? ¿Lo intentaría? ¿O bien se aislaría aún más de lo que había estado antes? Ella conocía las respuestas a todas esas preguntas porque había visto cómo había ido cerrando todas las puertas que ella había abierto durante su tarde juntos, negándose incluso a decirle su nombre. Tampoco había querido que lo besase; recordaba lo frío que era al principio, como si estuviese a punto de darle un empujón para sacársela de encima. Pero no lo había hecho; algo en él deseaba que lo abrazaran, que lo besaran, y cuando empezó a devolverle los besos ella se había sentido como si nunca la hubiesen besado tan intensa y ávidamente.
Si no lo hubiese visto en el aparcamiento de los camiones, si él no hubiese ido a su casa a tranquilizarla, si no la hubiese besado, siempre lo habría recordado con un dolor y un pesar que nunca habría podido superar, pero no lo desearía. Pensar en él no le haría arrepentirse de hacer lo que sabía que debería hacer.
Después de acabarse la sopa, salió del bar y cogió un autobús que atravesó la ciudad hasta el Holiday Inn en el que se hospedaba. La ruta era bastante corta; tuvo que caminar sólo un par de manzanas. Se metió sola en aquel ascensor chirriante y subió hasta su planta. Al final del pasillo había un carrito de la limpieza, y desde la puerta abierta podía escuchar el zumbido de la aspiradora.
Metió la llave en la puerta y se quedó helada al abrirla.
– No grites. -Simon apareció de repente ante ella con una expresión enigmática.
Ella contuvo el grito justo en el momento en el que la atrajo hacia él y cerró la puerta, poniendo la cadena y echando el cerrojo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le gritó muy enfadado.
– Ésta es mi habitación. Estaba a punto de hacerte la misma pregunta -dijo Andie tragando saliva.
Tiró el bolso al suelo y le echó los brazos alrededor del cuello. Las lágrimas le escocían los ojos y estuvo a punto de romper a llorar, pero pestañeó para contenerlas. Si no estuviese pensando en él justo entonces, pensando cuánto deseaba verlo, se hubiese reprimido, pero el alivio que sintió al oír su voz y el tacto de los fuertes músculos de su cuerpo contra el de ella eran demasiado intensos, y su deseo salió a la superficie. Quizá muriese pronto y quería poseerlo de nuevo antes de dejar este mundo. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra los de él, gimiendo un poco al sentir el sabor y la suavidad que tan bien recordaba.
Cuando ella lo había besado en otras ocasiones, había dudado, pero esta vez no lo hizo. La apretó entre sus brazos y la giró, medio llevándola en volandas y empujándola por el baño hasta la zona principal de la habitación… donde estaba la cama.
Interrumpió el beso lo justo para agacharse, coger la colcha y tirarla al suelo y luego la tumbó en la cama junto a él.
Sus besos tenían todo el calor y la avidez que recordaba. La cubrió con el peso de todo su cuerpo, presionándola contra el colchón; Andie lo rodeó con sus piernas, y con sus muslos le abrazó las caderas. Muy despacio, él empezó a frotar su pene erecto contra ella mientras levantaba el torso lo suficiente como para empezar a sacarle el abrigo.