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– Deberías estar segura antes de hacer esto -murmuró él cruzando su mirada con la de ella-. No hay vuelta atrás.

La intensidad de sus ojos entreabiertos la agitaba, la quemaba. Ella le sujetó la cara entre las manos tal y como había imaginado y se lanzó.

– Te quiero, Simon.

Quería decirlo al menos una vez, por si no tenía otra oportunidad. Quería que supiese que lo amaban, que lo apreciaban, que no estaba solo.

Entonces él flaqueó; de repente le fallaron los brazos, no querían sostener su peso. Cayó encima de ella, respirando con dificultad, frente contra frente.

– No tienes que decir eso -le murmuró con un tono tan humilde que le rompió el corazón.

– Es cierto. Cuando no quisiste llevarme conmigo me destrozaste. Lloré durante horas. -Le acarició el pelo con dulzura-. Apenas podía pensar de lo que me dolía y tuve que convencer a Rafael de que estaba enfadada porque me había dado cuenta de que no me amaba y que tú habías dicho que era demasiado complicada y que no me habías ni tocado.

Él levantó la cabeza y la miró fijamente, cara a cara.

– ¿Quieres decir que se lo tragó? -le preguntó incrédulo.

– Por supuesto. Tengo un talento natural para mentir -dijo sonriendo ligeramente.

– Maldita sea. Sabía que eras buena, pero eso lo supera todo.

– Gracias. -Y se rió mientras levantaba la cabeza para volver a saborear aquellos labios. Sintió cómo los de él se curvaban formando una sonrisa y se le estremeció el corazón.

Él le pellizcó delicadamente la barbilla y deslizó la mano para agarrarle el muslo y levantárselo.

– Saquémonos algo de ropa. Siento una enorme necesidad de follarte durante un rato.

– ¿Cuánto es durante un rato? -dijo mientras empezaba a desabrocharse la camisa, pero dejó de hacerlo para ocuparse de la de él, porque deseaba más sentir su piel que la suya propia-. ¿Quieres conseguir un récord personal?

– ¿Quieres decir más de cuatro horas? -Sacudió la cabeza, sonriendo-. No puedo. Esta vez no. Vayamos a por veinte minutos.

– ¡Cobarde! Sé que puedes hacerlo mejor. -No necesitaba veinte minutos, pensó mientras levantaba las caderas y se frotaba contra él buscando su erección. Cinco minutos bastarían. Todos sus músculos internos se contrajeron de repente al recordar lo que sentía cuando él entraba en su interior, empujando hasta el fondo. Su pene era lo suficientemente grueso como para sentir cómo se expandían sus tejidos internos, incluso entonces. ¿Qué sentiría ahora, cuando llevaba meses practicando el celibato? Era como si su libido se hubiese secado, porque ni siquiera había pensado en el sexo desde el accidente… Hasta que él apareció en su cocina y se dio cuenta de que no se había secado, simplemente había estado dormida porque estaba preocupada por otras cosas.

Le desabrochó la camisa y le quitó los pantalones. La enorme envergadura de su pecho y su ligera mata de pelo la excitaban; lo acarició con sus manos para que el pelo le hiciese cosquillas en las palmas y sus dedos encontrasen las planas monedas de sus pezones, con pequeñas protuberancias en su centro que se endurecían cuando ella la tocaba. Los pómulos de Simon tomaron un tono más intenso mientras se sujetaba sobre ella dejándole jugar.

Ya era suficiente. Le gustaba mucho, muchísimo su pecho, pero lo que más deseaba estaba en sus pantalones. Dejó los pezones y fue a por la hebilla del cinturón, que casi rompe al intentar abrirla.

– Cuidado con la cremallera… -consiguió decir, y luego recuperó su erección de su peligrosa avidez por liberarla. De repente estaba frenética y le golpeaba las manos en un esfuerzo para llegar a él.

– Rápido -murmuró Andie-. Dámelo ya.

– Tranquila. Te lo daré… Mierda. Espera un minuto.

– No. Date prisa.

– Quítate también la ropa.

Simon se echó a un lado y ella, impaciente, se puso de rodillas sobre él arrancándose la ropa y tirándola a un lado. En cuanto se hubo quitado los vaqueros y la ropa interior, los echó a un lado y se sentó a horcajadas sobre él, concentrándose en algo mucho más gratificante.

– Te quiero, Simon -le dijo mientras le agarraba el pene y lo guiaba entre sus piernas. Utilizó su nombre a propósito para reforzar que lo amaba a él, al hombre, no sólo al sexo que le daba. Su expectación candente le tensaba los músculos del estómago. Entonces descendió, sólo lo justo para que la hinchada cabeza presionase su orificio. La fuerte presión la quemaba a medida que su carne cedía, se abría y tomaba forma a su alrededor. Dolía, pero no le importaba. Andie empujó un poco, demasiado hambrienta, y luego se torturó a sí misma elevándose un poco.

Simon emitió una especie de gruñido y la agarró por la cadera, echándola hacia abajo con un rápido tirón que lo introdujo por completo dentro de ella. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras saboreaba por un instante la penetración, luego relajó su abrazo y su cuerpo y una hermosa sonrisa se formó en su boca mientras le decía a ella:

– Ahí lo tienes. Coge lo que quieras, cariño. Es todo tuyo.

Capítulo 31

– ¿A qué has venido aquí? -le preguntó él.

– ¿Cómo me encontraste? -replicó ella.

Estaban tumbados desnudos en medio de la maraña de sábanas y almohadas, adormilados, relajados y por fin capaces de concentrarse en algo que no fuese acercarse lo máximo posible el uno al otro. Él todavía la abrazaba contra su costado, con la cabeza acurrucada en su hombro, como si todavía no pudiese soportar no tocarla.

Ambos eran nuevos en esto, en sentir una profunda alegría con otra persona. Andie tampoco podía dejar de tocarlo, atónita ante lo rápido que había cambiado todo entre ellos ahora que era libre para tocarlo y besarlo, para enterrar la cabeza en su cuello y aspirar el maravilloso calor y aroma de su piel. Seguía teniendo algunos episodios de irrealidad: ¿de verdad estaba allí con él? Su cuerpo había aceptado con gran deleite su presencia, pero su mente todavía no se había acostumbrado a este repentino cambio. El hombre que la había aterrorizado durante tantos meses, ahora era su amante. No sólo su amante, sino su amor. Aunque no fuese aconsejable, lo amaba. No tenían el consuelo de conocerse desde hacía años, de salir juntos y de aprender todos los detalles y las rarezas de la personalidad y los gustos. En lugar de eso, cada vez que se encontraban el contacto era intenso y cargado de emociones que ninguno de ellos tenía experiencia en manejarlas. Ella era tan aficionada como él en cuestiones amorosas, por lo que todo esto era difícil de asimilar.

Para empezar, se sentía aturdida. Borracha. Borracha de él, del sexo, del alivio, de la alegría y el dolor todo mezclado. Cuando él la tocaba se sentía querida -ella, Andie Butts/Drea Rousseau-, a la que nadie había querido en toda su vida, a quien nunca habían amado ni valorado. El darse cuenta de que él la valoraba, que se preocupaba por su placer, por su comodidad y bienestar, era casi más de lo que podía asimilar.

Igual de desconcertante era la profundidad y la fuerza con la que ella lo quería. Haría cualquier cosa para protegerlo, para cuidar de él y hacerle la vida más fácil. Si sentía esto por él, sólo podía imaginarse cómo sería ese sentimiento hacia ella, por parte de un hombre cuyo segundo nombre era «intenso» y cuyos instintos eran los de un depredador. ¿Cómo reaccionaría si ella intentase poner su propia vida en peligro? No muy bien, se temía. Ningún hombre reaccionaría bien, ni siquiera un hombre del montón, y él no era un hombre del montón en ningún aspecto.

Tendría que decirle por qué estaba allí. No lo engañaría. Esto tan nuevo y maravilloso que había entre ellos se merecía algo más, pero no ahora mismo. Por ahora, si él pensaba que había llegado el momento de las preguntas y las respuestas, entonces ella quería que respondiese a las suyas primero, para evitar que la distrajese después de obtener sus respuestas.