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Si la mayoría de la gente dijese algo así, se podría asumir que estaban exagerando y desahogándose. Pero con Simon no era así. Él afirmaba hechos y respaldaba sus afirmaciones. Andie le agarró la mano; él se dejó, pero no le devolvió el gesto.

Después le envolvió la mano entre las suyas y se la llevó al pecho, justo encima de la cicatriz que iba desde debajo de la clavícula hasta el final de la caja torácica. Una hora antes él había besado esa cicatriz con la ternura de una madre besando a un recién nacido, y sabía que ambos habían estado pensando en lo que le había ocurrido a Andie y en el milagro andante en que se había convertido.

– Tengo que pagar por esto -dijo ella suavemente-. Tenía un precio, y parte de este precio es hacer lo que pueda, todo lo que pueda, para detener a Rafael. No puedo dar media vuelta sin más y marcharme sin hacer nada sólo porque me haya enamorado de ti y no quiera nada más que pasar el resto de mi vida surcando el océano contigo, o sea lo que sea lo que tú hagas. Tengo que pagar esta deuda. Tengo que ganarme esta segunda oportunidad.

– Pues gánatela de otra manera. Trabaja en un comedor para los pobres. Dona todo el dinero a la beneficencia…

– Ya lo he hecho -dijo-, antes de venir aquí.

– ¿Estás dejando todo arreglado por si acaso no sobrevives?

Su sarcasmo añadía un borde afilado a las palabras, pero ella le dijo «Sí», y vio cómo se sobresaltaba. La reacción desapareció con tanta rapidez que podría haber sido una ilusión, pero ella lo conocía muy bien y su corazón sufría por él.

– No quiero hacer nada que me aparte de ti. Mañana tengo otra cita con los agentes y prometo, prometo, que si hay otra manera de hacerlo no arriesgaré mi vida.

– Eso no es suficiente. No quiero que te acerques a ellos, independientemente de si él pasa o no una hora en la cárcel o si muere rico y feliz a los noventa años. Ya te vi morir una vez. No puedo volver a hacerlo, Andie. No lo haré.

Le soltó la mano, se volvió y fue hacia la ventana, aunque la vista no era más que un estrecho callejón y la fachada posterior de otro edificio. Ella acabó de vestirse en silencio. No había nada que pudiese decir para tranquilizarlo a menos que le mintiese y era irónico que ella, la mentirosa profesional, no fuese capaz de traicionar su confianza. Lo había prometido con todas sus fuerzas; aparte de eso sólo podía esperar lo mejor.

Fueron al restaurante, donde comieron en silencio. No era un silencio malhumorado ni con resentimiento; era más bien como si ambos hubiesen dicho todo lo que tenían que decir y el resto fuese darle vueltas a lo mismo. Además, a Andie no le apetecía tener una conversación trivial, porque él no era esa clase de tipos; tampoco quería hacer planes para su futuro juntos cuando podía ser que no tuviesen futuro, lo cual la dejaba prácticamente sin nada que decir.

Pero al volver al hotel él la cogió de la mano y, después de desnudarse casi por completo, se sentaron en la cama, se apoyaron en el montón de almohadas y vieron la televisión. Ella se quedó dormida en medio de un programa con la cabeza apoyada en su estómago.

A la mañana siguiente llamó al agente Cotton y le pidió que se viesen fuera del edificio federal. La advertencia de Simon de que podía haber gente vigilando el edificio del FBI para ver quién entraba la había incomodado, igual que la incomodaba estar comprando y ver que el personal de seguridad de la planta la estaba observando. Sabía que no estaba haciendo nada malo, pero aun así no quería que la observaran; hacía saltar en ella una especie de alarma primitiva.

Lo que le más le molestaba era la posibilidad de que Rafael tuviese un informador trabajando allí y que ya supiera que alguien que decía ser su ex amante estuviera hablando con los agentes. Eso le daría tiempo para pensar y planear algo y ahorrarse el shock de volver a verla. Maldita sea, si tenía que sacrificarse esperaba que no fuese en vano.

– ¿Qué le parece en Madison Square Park? -sugirió Cotton-. Estaré por la zona, así que será un lugar agradable para hablar. Estaré esperándola junto a la estatua de Conkling a la una en punto.

Simon se fue a eso de las diez diciendo simplemente que iba a buscar su maleta y que volvería. Andie no sabía a donde tenía que ir, pero lo esperó hasta pasado el mediodía antes de marcharse, y él todavía no había vuelto. Escribió una nota y la dejó sobre la mesa. Él no tenía tarjeta para entrar en la habitación, pero eso no lo había detenido el día anterior, así que no le preocupaba que volviese y estuviese esperándola en el pasillo.

Hacía más calor que el día anterior y el viento transportaba voluminosas nubes por el cielo, pero se alegraba de haber traído el abrigo. Sumergió las manos en los bolsillos y se unió al enérgico paso de los habitantes de la ciudad, llegando al parque un poco antes de la hora. Fue hacia la esquina sureste, donde estaba la estatua de Conkling. No pensaba que el senador Conkling hubiese hecho nada importante aparte de morir congelado en la ventisca de 1888, pero evidentemente eso era suficiente para merecer una estatua.

Tanto el agente Cotton como el agente Jackson la estaban esperando, con los abrigos cerrados para combatir el viento.

– Espero que le guste el café -dijo Cotton ofreciéndole un vaso de café para llevar-. También he traído leche y azúcar por si lo necesita.

– Solo está bien, gracias. -El calor de la taza le sentó bien en sus manos heladas; tomó un sorbito para probar, no quería quemarse la boca con café demasiado caliente.

– Sentémonos por aquí -dijo Cotton señalando un banco que había al lado. Se dirigieron hacia él y ella se sentó entre ambos, esperando y temiendo al mismo tiempo que hubiesen encontrado un plan viable.

– ¿Se le ha ocurrido algo más que decirnos? -le preguntó, con la mirada vigilando continuamente sus alrededores. Los polis, incluso los federales, siempre estaban ojo avizor.

– No, pero quería hablarles del plan que les sugerí…

– No te molestes -dijo una voz tranquila a sus espaldas-. Es imposible.

Los dos agentes del FBI estaban visiblemente sorprendidos y saltaron de sus asientos para enfrentarse a lo que podía ser, por lo que sabían, un ataque. Andie había reconocido su voz tan pronto abrió la boca y también se puso de pie. No lo esperaba; exponerse de esta manera a dos agentes del FBI dejando que le viesen bien la cara no era una buena idea.

Estaba de pie justo detrás del banco con las manos en los bolsillos de un abrigo de cachemira negro y los ojos cubiertos con gafas de sol muy oscuras. No tenía ni idea de cómo se había acercado tanto sin que los agentes lo advirtiesen; no estaba a la vista cuando se sentaron y no llevaban sentados más de treinta segundos, lo cual significaba que se había movido rápidamente.

Tras un breve silencio causado por el sobresalto, Cotton suspiró y se quitó las gafas de sol.

– Soy el agente especial Rick Cotton -dijo presentándose y mostrando su placa-. Este es el agente especial Xavier Jackson.

– Conozco sus nombres. -Él no les dijo el suyo, ni siquiera un alias. Tampoco sacó las manos de los bolsillos. Cotton hizo un leve movimiento, como si le fuese a ofrecer la mano para estrechársela, pero evidentemente vio que el cortés gesto no iba a tener lugar y abortó el movimiento.

– No estoy en posición para hablar de los asuntos de la señorita Pearson con…

– No pasa nada. Él lo sabe todo -dijo Andie sin presentarlo. Si él quisiera que los agentes supiesen su nombre o cualquier nombre ya lo hubiese dicho él mismo. Ella quería soltar un suspiro enorme de frustración. Si le hubiese dicho que iba a venir a la reunión y le hubiese dado un nombre de antemano, esta situación podría haber sido mucho más llevadera.

Al agente Cotton no le agradaba la presencia de Simon, y le dijo a Andie:

– No es un buen momento. Me pondré en contacto con usted para hablar sobre su plan. Creo que se puede hacer algo. -Luego le hizo un gesto con la cabeza a Simon y él y el agente Jackson se dirigieron rápidamente hacia la calle.