Fuese como fuese, ella lo conocía mejor que nadie, como si tuviese un localizador en su mente.
– Volveré en cuanto pueda -dijo él volviendo a besarla-. Espérame. No dejes que esos gilipollas del FBI te convenzan de nada antes de que yo vuelva. Prométemelo.
Ella frunció el ceño y abrió la boca para estallar contra él por pedirle que le prometiese algo cuando él no había cumplido lo que ella le había pedido. Él le puso un dedo sobre los labios y entrecerró los ojos.
– Lo sé -le dijo-, pero prométemelo de todas formas.
Ella entrecerró los ojos y luego se giró para mirar el reloj.
– Dame una hora exacta. No me trago eso de «Tengo cosas que hacer, no sé cuanto tardaré». Paparruchas. ¿Dos horas? ¿Cinco?
– Veinticuatro -dijo él.
– ¡Veinticuatro!
– Es una hora exacta. Ahora prométemelo. -Veinticuatro horas tampoco era demasiado; necesitaría todas y cada una de ellas-. Esto es importante para mí. Necesito saber que estás a salvo. -Eso la conmovió porque lo amaba. Lo amaba. La irrealidad de aquello lo sorprendió, aunque su veracidad le llegó al corazón.
Como lo amaba, le dijo a regañadientes:
– De acuerdo, lo prometo -aunque aquello no le gustaba nada. Él volvió a besarla y se marchó, pero se quedó en el pasillo hasta oír cómo pasaba la cadena y echaba el pestillo. Cuando llegó al ascensor ya había hecho la llamada más importante de todas.
– Soy Simon -dijo cuando Scottie respondió al teléfono-. Necesito un favor, probablemente el último.
– Lo que sea -dijo Scottie rápidamente, porque gracias a Simon su hija estaba viva-. Tú decides si es o no el último. Yo siempre estaré aquí para lo que necesites.
Entonces le explicó lo que necesitaba. Scottie pensó durante un minuto y luego le dijo:
– Hecho.
Después de ocuparse de eso, empezó a analizar la situación más a fondo. Las dos cosas necesarias para matar a alguien eran un arma y la oportunidad de hacerlo. El resto de los detalles entraban dentro de una de estas dos categorías. Conseguir un arma no era ningún problema; conseguir un arma buena que no fuese rastreable sería fácil si tuviese el tiempo suficiente, pero el tiempo era lo único que no tenía. Normalmente se pasaría días preparando los detalles, la logística. Esto tenía que hacerlo rápido, luego cogería a Andie y saldría del país mientras pudiese.
Eso también le jodía. No le gustaba verse forzado a abandonar su país, pero al meterse en esto sabía que quizá nunca podría regresar. Si todo salía bien, quizá. Sólo el tiempo lo diría.
Si siguiese teniendo su apartamento en el mismo edificio que Salinas no habría ningún problema, pero lo había dejado hacía meses y se había mudado a San Francisco. De todas formas no tenía tiempo para conocer la rutina de Salinas, así que tendría que ponerse manos a la obra. Sacarlo a la luz no sería un problema, porque Salinas siempre estaba intentando contactar con él para otro golpe. Ahora nunca sabría cuál era el gran plan que Salinas tenía entre manos, pensó, y luego decidió olvidarlo porque no importaba. Salinas no viviría lo suficiente para verlo en marcha. En algún lugar del mundo, alguien viviría otro día más.
Tendría que dar un golpe en plena calle, lo cual aumentaba considerablemente los riesgos. Lo bueno era que todavía hacía frío como para llevar abrigo. Lo malo era que no sólo tenía que llevar el arma, sino también un silenciador, lo que aumentaría mucho la visibilidad de la pistola porque doblaba su longitud.
Tener que utilizar silenciador añadía todo tipo de complicaciones a su plan. Para empezar, usar una pistola significaba tener que estar cerca, y Salinas siempre estaba rodeado de sus hombres. Por su funcionamiento, un silenciador podía convertir una pistola semiautomática en una de tiro a tiro porque evitaba que la corredera se desbloquease; pero como una pistola implicaba tener que trabajar a corta distancia, tenía que tener disponible más de un tiro, por si acaso uno o más de los hombres de Salinas estuviesen lo suficientemente bien entrenados como para actuar ante la sorpresa y la confusión inicial. Necesitaría un silenciador avanzado que superase ese inconveniente, o tendría que utilizar otro tipo de arma.
Cuanto más silencioso fuese el disparo, más difícil les sería precisar la situación del tirador. Utilizaría un arma de menor calibre, pensó, un modelo con recarga automática y cañón fijo; sería más efectiva. Todavía no había visto ningún arma real que hiciese tan poco ruido como las de Hollywood, pero, con todo el ruido de la calle, el sonido resultante no sería reconocido de inmediato como un disparo. La mayoría de los transeúntes no tendrían ni idea de que habían oído un tiro, por lo menos al principio, porque ni era el «chisporroteo» que habían oído en las películas ni el fuerte crujido de un disparo sin silenciador. Cuando Salinas cayera y sus hombres lo agarrasen, los transeúntes se sentirían confusos y, o bien se arremolinarían a su alrededor para observar o estirarían el cuello para fisgonear, pero seguirían andando. Los hombres de Salinas prestarían más atención a los peatones, ya que se imaginarían que el tirador estaría entre ellos, intentando escabullirse. Pero él estaría en medio de ellos, delante de sus narices. Sin embargo, hasta entonces, tenía un montón de tareas que llevar a cabo.
Un poco después de mediodía, Rafael Salinas salió de su edificio de apartamentos rodeado por su habitual cuadrilla de siete hombres. El conductor había aparcado junto a la acera con el motor en marcha. Un tío con la melena atada con una cinta estrecha de cuero, salió primero, girando la cabeza en todas direcciones. Vigilaba la calle y a los peatones, aunque centraba casi toda su atención en los coches. Al no ver nada sospechoso, y sin girarse, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y siete hombres más salieron del edificio: Rafael Salinas caminaba en medio de seis hombres que utilizaban sus cuerpos para bloquear el tráfico de la acera y para que Salinas tuviese vía libre para ir desde la puerta del edificio hasta la puerta abierta de su coche. La gente se paraba, intentaba sortearlos y gruñía «¡Quitaos de en medio!» o incluso cosas peores a las que hacían caso omiso. Un hombre mayor encorvado que iba con un bastón estuvo a punto de perder el equilibrio.
Se oyó el retumbar de un autobús que pasaba por allí y luego un pum, apenas audible por encima del rugido del motor diesel. Rafael Salinas tropezó, estirando la mano como para agarrarse a sí mismo. Un segundo pum, justo después del primero, hizo que varias personas mirasen a su alrededor con curiosidad, preguntándose qué era ese ruido. Salinas cayó al suelo con un chorro rojo saliéndole del cuello.
El primer hombre que había salido del edificio se dio cuenta de que algo iba mal y se agachó mientras sacaba la mano de la chaqueta sosteniendo una semiautomática.
Pum.
El primer hombre, con una mancha de sangre en el pecho, se cayó contra el conductor. De su mano repentinamente débil cayó el arma, que resbaló por la acera. La gente se dio cuenta de que algo iba mal y empezaron a oírse unos cuantos gritos seguidos por una oleada de peatones corriendo o tirándose al suelo. Alguien empujó al señor del bastón, que aterrizó bajo el parachoques trasero del coche de Salinas con mitad del cuerpo en la acera y la otra mitad en la carretera y el bastón a varios metros de su mano estirada. Su arrugado rostro mostraba una expresión de susto mientras intentaba arrastrarse hasta su bastón, cayendo de bruces al suelo cuando se quedaba sin fuerzas.
– ¡Ahí esta! ¡A por él! -dijo uno de los hombres que quedaban señalando la calle, donde un hombre joven corría entre la multitud intentando alejarse lo máximo posible. Dos de los hombres de Salinas salieron corriendo tras él. Todos habían sacado ya las armas y apuntaban a una persona y luego a otra con una grave falta de disciplina. Rodearon a Rafael Salinas como si ahora pudiesen protegerlo, a pesar de la evidencia que tenían ante sus ojos. El chorro rojo de la garganta de Salinas había dejado de brotar; su corazón sólo había latido unas cuantas veces después de que lo hubiese alcanzado la primera bala. El segundo tiro, desviado por la repentina caída de Salinas, le había dado en el cuello.