El anciano intentó de nuevo ponerse de pie.
– Mi bastón -gimoteaba sin parar-, mi bastón.
– Aquí tiene su puto bastón -dijo uno de los matones lanzándoselo de una patada-. Fuera de aquí, abuelo.
El viejo recogió el bastón con sus manos enguantadas y temblorosas y, con dificultad, se puso de pie. Fue cojeando hasta situarse detrás del siguiente coche que había aparcado y permaneció allí mirando a su alrededor como si no entendiese lo que estaba pasando.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó varias veces-. ¿Qué ha ocurrido?
Nadie le prestaba atención. Empezaron a oírse sirenas a medida que la poli de Nueva York intentaba abrirse camino entre el tráfico. El anciano se mezcló entre la multitud y siguió caminando calle abajo… hacia el lugar del había venido. Quince minutos más tarde, un poli uniformado encontró el arma del crimen, una pistola con un silenciador unido al cañón tirada en el suelo bajo el coche de Rafael Salinas.
Simon llamó a Andie al móvil.
– Haz las maletas -le dijo en voz baja-. Nos vamos.
– ¿Nos vamos? Pero…
– Salinas está muerto. No tienes ningún motivo para quedarte aquí. Ahora haz las maletas porque tenemos que actuar rápido.
Medio paralizada, colgó el teléfono. Rafael estaba muerto.
No era estúpida, no tenían que explicarle las cosas. Horrorizada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer Simon. Aturdida, reunió las cosas del baño y las metió en una maleta; como aún no la había deshecho, sólo tardó unos minutos en terminar.
Simon apareció por la puerta media hora después. La expresión fija y hermética de su cara no la invitaba a hacer preguntas. Cogió las maletas y ella lo siguió en silencio, con una mirada tan fría como la de él.
Dos horas más tarde estaban despegando de un aeródromo privado en Nueva Jersey con Simon en el asiento del piloto. Andie nunca había volado en un avión tan pequeño y no le gustaba. Iba inmóvil como una roca y agarrada con las manos al borde del asiento, como pudiese mantener el avión en el aire agarrándose con fuerza. El sol del atardecer estaba a las dos en punto en su ventana, lo cual le indicaba que se dirigían al suroeste.
A medida que pasaba el tiempo y el avión no se caía, fue liberándose del terror que la había paralizado. Entonces consiguió decir:
– ¿Adónde vamos?
– A México. Lo más lejos posible.
Asimiló aquello mientras miraba su perfil impertérrito. No estaba enfadado con ella, pero se había encerrado en sí mismo y ella intentaba desesperadamente llegar a él.
– No tengo pasaporte -dijo finalmente.
– Sí lo tienes -respondió él-. Está en mi bolsa.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, un silencio que no se veía capaz de superar ni siquiera cuando tomaron tierra para repostar combustible. La vida como la había conocido hasta entonces había terminado, y pensó que, probablemente, no habría marcha atrás. A Simon lo buscarían por asesinato y no le dejaría correr el riesgo de pasar por la sala de un tribunal. Había hecho aquello por ella; no dejaría que sacrificase nada más, ni un solo minuto de libertad, pasase lo que pasase.
Pasase lo que pasase.
– No se va a creer esto -dijo el técnico girándose en su asiento-. Esa cámara no funciona.
– ¿Cómo? -Jackson giró sobre sí mismo sin dar crédito. Casi podía sentir cómo se le ponía el pelo de punta a medida que lo invadía la cólera-. ¿Me está diciendo que la transmisión que más necesitamos es de la única cámara de la ciudad que no funciona y que nadie se ha dado cuenta? ¿Cómo no pueden darse cuenta de que hay una puta pantalla en blanco?
– Porque la puta pantalla no está en blanco -le respondió el técnico acalorado y molesto-. No te metas en lo mío, colega. -Volvió a girarse y empezó a teclear comandos como un loco-. Aquí está, venga aquí y véalo usted mismo. Mire. -Señaló la pantalla, a las imágenes en blanco y negro sin voz que se movían con un propósito desconocido.
Jackson hizo un esfuerzo por refrenar su impaciencia. Cabreando a este tío no conseguiría nada y, quienquiera que fuese, el que había a matado a Salinas merecía un monumento. No convertiría esto en una cruzada personal, pero aun así tenía que llevar a cabo la investigación.
– ¿Ésa es la cámara?
– Eso es.
– A mí me parece que está funcionando -dijo Jackson eliminando el sarcasmo hasta que apenas fue apreciable.
– Eso es porque no está prestando atención, agente especial. -Al técnico se le daba tan bien el sarcasmo como a Jackson-. Vale, ahí. ¿Ve a este tío al que se le cae el maletín? -Paró la imagen, rebobinó y volvió a pasarla. Jackson observó a un hombre de negocios corpulento que intentaba equilibrar una bebida, un perrito caliente y llevar su maleta sin detenerse. Cuando todo empezó a resbalar, cogió la bebida y el perrito caliente y el maletín se le cayó sobre los pies y salió disparado por la acera.
– Lo veo. ¿Qué le pasa?
– Siga observando. Avanzaré a cámara rápida.
El técnico pulsó una tecla y la gente de la pantalla empezó a correr como hormigas. Unos diez minutos después pulsó otra tecla y volvió a la velocidad normal. Pasados unos minutos, Jackson volvió a ver al hombre de negocios corpulento sacrificando su maletín.
– Mierda-dijo-. ¡Mierda! ¡Es un puto bucle!
– Así es, es un puto bucle. Alguien entró en el sistema, capturó la señal y volvió a introducirla. Fuese quien fuese es muy bueno, es todo lo que puedo decir.
– Gracias por su ayuda -le dijo Cotton con un tono tranquilo lanzándole una mirada inescrutable-, señor…
– Jensen. Scott Jensen.
– Señor Jensen. Volveremos a ponernos en contacto con usted si nos surge alguna pregunta, pero imagino que de momento ya tiene bastante trabajo.
– No hay de qué -dijo Scottie Jensen en un tono un tanto arisco, y luego volvió a su teclado.
Jackson parecía estupefacto ante el hecho de que Cotton no hubiese seguido una pista que definitivamente debería ser investigada, pero disimuló su reacción. Mientras volvían en silencio al coche, una expresión pensativa sustituyó a la de agitación.
Lo que estaba pensando estaba ahí afuera… ahí afuera. El Rick Cotton que conocía era un tío que seguía las normas al pie de la letra, era más correcto que nadie que hubiese conocido. No tenía ninguna prueba y si le contaba sus sospechas a alguien de la Agencia se reirían de él. Lo único que tenía era su instinto, y lo estaba llamando a gritos.
No dijo nada, no entonces. Guardó silencio hasta que volvieron al Federal Plaza e hicieron todos los trámites esperados. Los detalles no dejaban de darle vueltas en la cabeza, matices de expresiones que había visto, el horario. Todo encajaba. No podía demostrar nada… maldita sea, no sabía que quisiese que algo fuese demostrable ni que quisiese actuar aunque lo fuese, pero sabía lo que había ocurrido en el fondo de su ser.
Y Cotton también.
Esperó hasta que el día terminase. Cotton se dirigió a casa junto a su mujer y Jackson cenó en la ciudad y luego fue andando hasta casa mientras asimilaba las luces y el movimiento constante a su alrededor. Siempre hay algo nuevo a la vuelta de la esquina, ¿verdad? Ocurría tanto con la gente como con las cosas. En realidad, más con la gente.
Tomó una decisión, se sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Cuando oyó responder a Cotton, Jackson dijo:
– Lo ha hecho él, ¿verdad? Tú sabías que lo haría.
Cotton permaneció en silencio durante un momento y luego le preguntó tranquilamente: