Jeanne no prestó atención al mundo exterior.
Abrió el bolso y sacó la polvera. Se cepilló las cejas y retocó los costados de su boca con un lápiz magenta.
El taxi se detuvo a corta distancia del puente con la barandilla ornamentada que llevaba al Passy. Esa tarde estaba lleno de pasajeros que salían de la estación del metro y se preguntó vagamente si Paul no estaría entre ellos. Salió del coche y pagó de prisa. Luego empezó a cruzar la calle en dirección al café Viaduc y las fachadas familiares de la Rue Jules Verne.
Tom y su equipo se arrodillaron juntos, los rostros aplastados contra la pequeña ventanilla.
—¿Dónde estamos? —preguntó Tom mientras observaba a Jeanne pasar el café.
—La Rue Jules Verne —dijo el chofer—. Es el distrito séptimo.
—El misterio es completo —Tom se encogió de hombros y ordenó al operador que siguiera filmando. La posibilidad de que Jeanne pudiera dirigirse a ver a un amante se le ocurrió en ese instante.
—Muy bien —dijo nerviosamente—. Ahora pasémosla.
Jeanne estaba por llegar al edificio de apartamentos con las rejas de hierro. El camión la adelantó.
La calle estaba como siempre, tranquila y casi sin tráfico. El andamiaje del otro lado de la calle se erguía como el esqueleto de alguna bestia prehistórica y el traqueteo distante del metro llegó a Jeanne. Hizo una pausa junto a la puerta de vidrio amarillo y opaco.
El camión se detuvo y quedó con el motor en marcha.
Jeanne se volvió hacia la puerta del edificio de apartamentos. Algo en la calle atrajo su atención: un camión cerrado. La puerta de atrás estaba ligeramente abierta.
Un cilindro oscuro y largo sobresalía entre la abertura de las puertas: era un micrófono. Lo reconoció al instante. Ahora debía tomar una decisión. El pánico y la furia le proporcionaron un plan de acción. Dio media vuelta y siguió caminando por la calle.
—¿Estás seguro de que no te ha visto? —preguntó Tom al operador de sonido.
—Es prácticamente imposible —respondió sacando el micrófono casi fuera de la vista mientras el camión volvió a avanzar lentamente.
—Haz todo lo que puedas —dijoTom—. Trata de grabar sus pasos y su estado de ánimo.
Jeanne sintió ganas de gritar. Quería atacar a Tom, quería volar de allí, que no la molestasen nunca más. En ese momento el camión era tan conspicuo que quiso reírse o hacer gestos obscenos.
Pero eso serviría para los propósitos de Tom. Sería mucho mejor engañarlo y de manera tal que no pudiera dejar de comprender. Hizo una pausa en la esquina siguiente. Al otro lado de la calle había una iglesia romántica, su piedra oscura por el tiempo y el hollín. Sin mirar a izquierda ni derecha, cruzó la calle y pasó la pesada puerta de madera.
—¡Frene! —dijo Tom al chofer y luego se dirigió a los demás—:
—Ningún ruido.
—De puntillas —advirtió mientras los demás se ponían detrás suyo. Tom presintió que finalmente había descubierto la esencia de Jeanne. La idea lo satisfizo. Confirmaba la pureza de su novia.
La iglesia estaba a media luz y casi desierta. Una hilera de cirios de luz movediza llenaba una trasalcoba. El altar sólo estaba iluminado por la moribunda luz del día que se filtraba por los cristales sombríos en lo alto de la capilla. El operador levantó su Arriflex, siguió las señales de la mano de Tom y filmó los ventanales de cristal manchado y luego recorrió la nave en busca de Jeanne.
Estaba de rodillas en el confesionario, las manos enlazadas en señal de oración.
—Haz un zoom sobre ella —ordenó Tom mientras avanzaban con sigilo. Se acercaron más hasta que pudieron escuchar claramente sus palabras.
—Eres un hijo de puta, Tom —dijo ella con los ojos fijos delante suyo—. ¡Eres un hijo de puta, un hijo de puta, un hijo de puta! Te detesto; te odio.
Tom se acercó aún más incapaz de creer lo que estaba escuchando. Se puso a su lado pretendiendo una explicación, pero incapaz de pronunciar palabra. Ella continuó su letanía sin levantar la mirada en ningún momento.
La script se acercó y tomó a Tom del brazo.
—Basta ya —susurró.
—Tienes razón —dijo él—. Realmente, me cagó.
El equipo lo siguió afuera. Nadie dijo nada cuando se subieron al camión y dejaron los aparatos. Tom se sintió idiota y furioso.
El camión se puso en marcha y avanzó por la Rue Jules Verne.
La iglesia se ensombreció. Una brisa leve resolvió los chisporroteos de las velas. Durante unos minutos Jeanne no se movió. Sabía que había hecho sufrir a Tom, pero se lo merecía. En un momento pensó que podría llorar de frustración: había perdido su oportunidad de encontrar a Paul en el apartamento.
Salió a la fría tarde invernal y se preguntó si lo volvería a ver alguna vez.
XVI
Por una vez, el hotel estaba tranquilo. Paul cerró con llave la puerta de entrada después de mirar en dirección al café y luego apagó la lámpara, una rutina que le era absolutamente familiar y cada vez más tediosa. Consideró la satisfacción que le proporcionaría encerrar afuera a todos los huéspedes, en vez de adentro. El hecho era que en realidad ya no le importaba el dinero.
Se sintió horriblemente solo. Al día siguiente enviarían el cadáver de Rosa de la autopsia. No quedaba duda, pensó, que tanto él como su suegra obtendrían un placer sórdido de ese regreso al hogar.
Fue a su habitación, sacó una botella de Jack Daniels de su armario y se sirvió un trago. Tenía la mano firme cuando lo tomó, pero las entrañas, frías e irritadas. Encontró la bata en el ropero y se la puso ajustándose mucho el cinto a la cintura. El cuarto no parecía contener nada que le perteneciera. Los libros y los cuadros eran de Rosa porque Paul no quería guardar reliquias.
Pero aquí se sentía resguardado y no quería irse. Marcel lo había invitado a que pasase por su propia habitación, una extraña invitación. Siempre se refería a Marcel con humor amargo como el amante desacreditado de su mujer. Eso lo hacía sonar más desesperanzado y de alguna manera, más brutal. Por cierto él también había tenido sus amantes —criadas de bar, empleadas de tienda, cualquier cuerpo que se le cruzara por el camino—, pero más que todo debido a la fuerza de la costumbre. Pero Rosa había dado la impresión de haber pensado otra cosa. Como un amante oficial, Paul pensaba que tenía derecho a ciertos privilegios, entre ellos, el amor. Cuán presuntuoso había sido.
Sabía que Marcel había necesitado coraje para hacerle esa invitación. Cuántas noches se había sentado Paul en esta sala de espera, mirando la luz de neón del cartel de Richard del otro lado de la calle mientras Rosa estaba con su amante. Paul se dijo que si Marcel se mostraba tierno y sentimental esta noche, tal vez sólo le quedaría la posibilidad de romperle la cabeza y hacérsela pasar por esas paredes de cartón prensado. Por otro lado, existía la posibilidad de que Marcel pudiera decirle algo de interés.
Paul subió las escaleras y golpeó a la puerta de Marcel.
—¡Entre! —la respuesta fue gentil e inmediata.
Paul entró en un cuarto angosto lleno de libros y de revistas e inundado del resplandor cálido que despedía la pantalla roja de la lámpara. De las paredes colgaban reproducciones de Lautrec y Chagall, fotografías de paisajes naturales idealizados arrancados del Paris Match, entradas viejas del hipódromo, cartas, recortes y un poster de Albert Camus. Marcel estaba sentado ante un escritorio lleno de copias de Le Monde, Paris-Soir y media docena más de periódicos, recortando un artículo con unas tijeras. El también llevaba una bata.
—No vine aquí a llorar en su compañía —le dijo Paul.
—¿No le molesta si continúo trabajando? —preguntó Marcel—. Me distrae después de lo que sucedió.
Vio que Paul comparaba las batas. Ambas eran de la misma tela.
—Idénticas —dijo Marcel con satisfacción—. Rosa quiso que nuestras batas fueran exactamente iguales.