—Tengo que cerrar las ventanas —dijo— y devolver las llaves y asegurarme de que todo está en orden.
—Muy bien —dijo él—. Nos veremos más tarde.
Se saludaron de modo simultáneo y luego ella lo oyó bajar rápidamente las escaleras. Jeanne fue lentamente a la ventana y empezó a cerrar las persianas. Giró y observó la habitación. Ahora estaba en sombras y el brillo dorado y rojizo de las paredes había dado paso a un marrón brumoso. Las grietas parecían más grandes y amenazaban caerse; el olor era definitivamente de deterioro.
Caminó por el corredor. El cuarto pequeño había perdido el encanto y parecía húmedo y sin ventilación, inadecuado para un niño o para cualquiera. Abrió la puerta del cuarto de baño y sintió un escalofrío a pesar de la luz que venía del tragaluz encima de la bañera. El lavabo estaba sucio y por primera vez se dio cuenta de que del marco del espejo se desprendía la pintura llenando de un polvillo dorado el piso de baldosas.
Sintió una fuerte y súbita necesidad de irse. Algo la amenazaba en ese lugar. Giró y corrió por el corredor. Abrió la puerta de un golpe, salió afuera y cerró sin echar una última mirada.
Le pareció que había transcurrido una eternidad desde la primera vez que entrara en ese edificio. La ventanilla de la portería aún estaba abierta cuando salió del ascensor, pero la mujer había desaparecido. Jeanne se sorprendió de que pudiera moverse, parecía tan obesa, y dejó la llave en el tablero. Nunca se le ocurrió dejar una nota. Cuando salía, oyó que se abría la puerta próxima al ascensor y vio que la mano flaca dejaba otra botella sobre el piso de baldosas.
La Rue Jules Verne no había cambiado. Los obreros habían subido al andamiaje, los autos parecían estacionados de modo permanente, la calle estaba vacía. Pasó apresurada frente al café y cruzó la calle dejando atrás el conocido escenario. Sintió una sensación de alivio mezclada con tristeza. Sólo deseaba irse de allí.
El puente elevado del tren estaba ante ella y arriba, se extendía el límpido cielo azul del invierno. La luz del sol trazaba caprichosos dibujos sobre el puente. Con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo de gamuza y la cabeza gacha, Jeanne empezó a cruzar el Sena sin pensar en lo que le depararía el futuro.
XXI
Paul había enterrado a su esposa, sacado los muebles del apartamento de la Rue Jules Verne y se sentía limpio. Por primera vez desde el suicidio de Rosa, el hecho no le pesaba fuertemente. En realidad, experimentaba una ligereza de espíritu y un sólido optimismo como hacía años que no sentía. Los ángulos delirantes de los rascacielos de París, las ramas de un blanco óseo de los Plátanus alineados al borde del Sena, el ritmo del metro que pasaba, la frescura de la brisa, todas estas cosas parecían agradables y únicas y debían ser apreciadas, cosas que podían ser importantes para su propia vida. Y la vista de una chica con un maxiabrigo blanco, la cabeza gacha enmarcada en el cuello de piel que se acercaba a él con pasos medidos, era una afirmación que no se podía negar.
Jeanne andaba sin prestar atención a nada y sólo el ruido del tren que pasaba por arriba y la gente a su alrededor constituían irritaciones menores. No pensaba en nada salvo en la blancura de su propia vida y en la futilidad de las relaciones humanas. El hombre que caminaba a su lado era simplemente una inconveniencia que debía ser ignorada. Por unos segundos, caminaron a la par, luego él avanzó un poco y ella se vio obligada a mirarlo.
—Soy yo nuevamente —dijo Paul y levantó una mano en señal de saludo.
Ella aminoró la marcha, pero no se detuvo. Le sorprendió la elegancia de su aspecto. Llevaba una chaqueta de franela azul hecho a medida, una camisa con rayas verdes y una ancha corbata de seda. Hasta estaba más apuesto y su alegancia reflejaba su seguridad. Pero ella ya no confiaba en él.
—Se acabó —dijo ella.
—Se acabó —repitió él encogiéndose de hombros y apuró el paso para mantenerse a la par de ella—. Entonces se comienza de nuevo.
—¿Qué comienza de nuevo?—. Lo miró y pensó que parecía más abierto y en consecuencia, más vulnerable. Era como si lejos de aquel apartamento, se hubiera despojado de alguna armadura defensiva, como un animal que pierde la piel. Empero, Jeanne se sintió reservada ahora en la intemperie. El apartamento había sido su propia defensa, pero en la dura luz del mundo, ella quería guardar sus secretos.
—Ya no entiendo nada —dijo ella; él apresuró el paso.
Él la tomó del brazo y la llevó hacia la escalinata de la plataforma del metro. Jeanne mantuvo el cuerpo rígido, desacostumbrada a esta insistente persecución. Pensó que sin duda se trataba de una novedad. Paul se detuvo a la sombra del portal, le acarició la mejilla y Jeanne se relajó. Sabía que era algo inútil, pero no podía dejarlo simplemente.
—Bueno, no hay nada que comprender —dijo Paul y antes de que pudiera hablar, la besó suavemente en los labios. Paul sintió la calidez y la realidad de la carne de Jeanne: ahora era una mujer para él, y una mujer atractiva. Para ella, era el primer abrazo cariñoso que podía recordar de Paul.
Caminaron juntos por la plataforma del metro, del brazo y pareciendo una sobrina retraída y un tío cariñoso que intercambiaban confidencias.
—Dejamos el apartamento —dijo Paul— y ahora nos encontramos de nuevo con amor y todo lo demás.
Le sonrió, pero Jeanne movió la cabeza en gesto de rechazo.
—¿Lo demás? —preguntó.
Antes de que pudiera contestar, llegó el metro y subieron. Paul la llevó a un asiento desocupado. Se sentaron muy juntos, como amantes.
—Escucha —dijo contento de poder hablar de sí y de estar libre de su dolor—. Tengo cuarenta y cinco años. Soy viudo. Tengo un pequeño hotel, que es un poco viejo pero no es una pocilga. Antes vivía de mi suerte pero luego me casé. Mi mujer se suicidó...
El tren se detuvo. Un gentío se aproximó a las puertas y las abrió. Paul y Jeanne se miraron y de pronto salieron del vagón. Jeanne se dio cuenta de que no quería escuchar su vida que parecía triste y un tanto sórdida. En silencio, subieron los escalones de cemento en el barrio ordenado y extenso de Etoile, bañado por la luz del sol.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jeanne.
—Me dijiste que estabas enamorada de un hombre y que querías vivir con él. Me amas a mí. Entonces vivamos juntos. Seremos felices, hasta nos casaremos, si quieres...
—No —dijo ella cansada de la caminata—, ¿qué hacemos ahora?
—Ahora vamos a tomar unos tragos. Vamos a celebrar y a estar contentos.
Paul creía en lo que estaba diciendo, pero tenía dudas respecto a cómo entretener a una joven por la tarde. No es que fuera importante. Si lo amaba, estarían contentos en cualquier sitio. La idea de hacerle la corte formalmente lo atrajo. Necesitaba divertirse y convencerla de que era capaz de hacerlo.
—Qué diablos —dijo— no soy ningún premio. Me clavé cuando estuve en Cuba en el 48 y ahora tengo una próstata del tamaño de una patata de Idaho. Pero todavía funciono bien aunque no pueda tener hijos.
Jeanne se sintió aturdida. Paul todavía la atraía por el recuerdo de la aventura, pero la alejaba de él una vaga y creciente repulsión. Se sintió desnuda bajo los rayos del sol.
—Veamos —dijo Paul buscando algo que decirle—, no dispongo de ninguna guardia; no tengo amigos. Supongo que si no te hubiese conocido lo más probable es que me hubiese conformado con una silla dura y hemorroides.
Jeanne pensó por qué sus alusiones siempre eran anales. La llevó tomada de la manga del abrigo, se detuvieron y Paul miró dentro de la Salle Wagram, una pista de baile que a veces se utilizaba para peleas de box de segunda categoría. El sonido de la orquesta llegó a ellos pero desde la calle la sala parecía estar vacía.
—Y para hacer aún más aburrida una historia larga y monótona —continuó diciendo Paul al tiempo que la conducía a la Salle—, soy de un tiempo en que un tipo como yo caía en un lugar como éste para levantar una chica como tú. En aquellos tiempos decíamos que esas chicas se llamaban Bimbos.