Paul se puso de pie y caminó alrededor de la mesa con paso inseguro.
—Muy bien. Creo que es una buena idea.
Sirvió más whisky con cuidado. Jeanne se sintió mareada y acercó el vaso en su dirección.
—Espera un minuto —dijo Paul antes de que pudiera beber.Pronunció las palabras con voz pastosa y se dispuso a hacer un brindis—. Porque... porque eres realmente hermosa...
Jeanne pensó que ése era el brindis y tomó su trago.
—¡Espera un minuto! —gritó él y pegó con el vaso contra la mesa. El Scotch se le derramó en la mano y cayó al suelo.
—Okay.
—Lo lamento, lo lamento muchísimo —dijo con acento británico—. No fue mi intención derramar mi trago.
Jeanne levantó su vaso.
—Bueno, hagamos un brindis dijo—, ¡por nuestra vida en el hotel!
—No, a la mierda con todo eso.
Paul derribó una silla cuando fue a sentarse a su lado. Se recostó contra ella y Jeanne se percató de sus ojeras y del pelo fino. Todo lo que le había dicho en el apartamento el día anterior había sido verdad. Era un hombre viejo y ahora hasta olía como un viejo. No podía mirarlo sin pensar en su cuerpo. En realidad jamás había pensado en la faja que usaba, en las arrugas de su piel. El secreto de su nombre y existencia lo había preservado falsamente para ella.
—Vamos —dijo Paul—, hagamos un brindis por nuestra vida en el campo.
—¿Eres un amante de la naturaleza? Nunca me lo dijiste.
—Oh, por Dios. —Paul sabía que lo único que harían en el campo era el amor. ¿Por qué lo estaba provocando? Agregó siguiéndole la corriente—: Sí, soy un muchacho, de la naturaleza. ¿Acaso no me puedes ver rodeado de vacas? ¿Con mierda de gallinas por todo el cuerpo?
—Oh, por supuesto que sí.
—¿Por qué no? —preguntó él, ofendido.
—Muy bien, tendremos una casa y vacas. Yo también seré tu vaca.
—Y escucha —dijo él riéndose roncamente—, te tendré que ordeñar dos veces al día. ¿Qué te parece?
—Detesto el campo —admitió ella pensando en la villa. Todo se volvía obsceno y deformado por el alcohol, en especial la visión de esos cuerpos en perpetuas contorsiones y desprovistos de vida.
—¿Qué quieres decir con eso de que detestas el campo? —demandó él.
—Lo detesto.
Jeanne se puso de pie y se afirmó contra el respaldo de su silla. Sintió que tenía que largarse de allí.
—Prefiero ir al hotel —dijo y la idea no le pareció ridícula del todo. Quizás todavía hubiese una posibilidad, pensó, tal vez Paul tendría un aspecto diferente una vez que ambos estuvieran a solas en un cuarto. Tal vez se podría olvidar de todo esto y de lo que él le había contado—. Vamos, vamos al hotel.
Pero Paul le agarró la mano y la llevó hacia la pista de baile. Trastabillaron al bajar la plataforma levantada y sus pies resonaron en las tablas, pero la música los cubrió.
—Bailemos —dijo Paul.
Jeanne movió la cabeza diciendo que no, pero Paul insistió y la empujó a la pista principal. Los bailarines simularon ignorar su presencia.
Se tambalearon entre los concursantes. Jeanne sintió las piernas flojas. La música y el aire viciado del salón parecieron combinarse con el whisky; luego olió el hedor de una docena de perfumes. Los focos de la luz la cegaron y las otras parejas pasaban a su lado con una gracia estilizada que hacía escandalosos los movimientos anticuados de Paul. Él la tomó en una pose de baile, luego levantó una pierna y la dobló hacia atrás burlándose de los demás. Se contoneó de un lado a otro, con la barbilla levantada teatralmente, levantando mucho las rodillas y dando golpes en el piso con los pies. Intentó hacer girar a Jeanne con una mano, pero ella resbaló y cayó pesadamente deslizándose un poco por la pista.
—¿No quieres bailar? —preguntó Paul. Comenzó a bailar solo haciendo contorsiones en medio de las parejas. Ellos no fallaban un solo paso. Era algo absurdo y Paul se divertía. Se sentía bien, volando con el whisky, y el espectáculo. Su nueva vida estaba empezando y la quería vivir plenamente a su manera. Trató de dar un salto y cayó de rodillas.
La mujer del vestido floreado estaba muda de la indignación. Los otros jueces se arremolinaron a su alrededor hablando en voz baja, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a enfrentarse con la pareja borracha e irreverente.
—¡La pista ya está llena! —gritó la mujer de las flores agitando los brazos y avanzando hacia Paul—. Usted está exagerando.
Tomó a Paul en serio, como a todo lo demás.
Paul pensó que era muy cómico. Empezó a reírse y a bailar alrededor de la mujer como un matador.
—¡Váyase de aquí, señor! ¿Qué está haciendo?
—¡Madame! —dijo él y tomó a la mujer por la cintura en una pose de tango. Paul empezó a moverla pesadamente por la pista y ella luchó por deshacerse del abrazo.
—Es el amor —dijo Paul—. Siempre. L’amour toujours.
—¡Pero es un concurso!
Por último se pudo liberar. Sus colegas de la mesa del jurado se aproximaban con precaución.
—¿Qué tiene que ver el amor aquí? —gritó la mujer—. Váyase al cine a ver amor. ¡Ahora váyase, largo de aquí!
Jeanne tomó a Paul del brazo y lo empujó hacia la salida. Pero él se detuvo al borde de la pista. Mientras todos los jueces lo miraban, se bajó los pantalones, se agachó y les mostró el culo. Los espectadores contuvieron el aliento.
Él y Jeanne salieron tambaleantes de la pista. Se quedaron en un rincón oscuro junto a las mesas arrinconadas y se sentaron descansando pesadamente contra la pared. La música continuó indiferente y sin interrupción.
—Belleza mía, siéntate delante mío —dijo Paul y trató de tocar la mejilla de Jeanne, pero ella quitó la cara. Gimió de angustia verdadera.
—¡Garçon! —Paul chasqueó los dedos, pero el camarero no vino—. ¡Champagne! —gritó y empezó a mover las manos al ritmo de la música—. Si la música es el alimento del amor, ¡que siga sonando!
Dirigió la mirada a Jeanne y vio las lágrimas corriendo por sus mejillas.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Se terminó.
—¿Qué te sucede? —repitió negándose a comprender lo que ella acababa de decir.
—Se terminó.
—¿Se terminó qué?
—Jamás nos volveremos a ver, nunca más.
—Eso es ridículo. —Paul hizo un gesto con las manos quitando importancia a sus palabras. Luego le tomó la mano y se la puso dentro de sus pantalones. Repitió suavemente: —Es ridículo.
—No es una broma. Jeanne le tomó el pene con el puño y comenzó a moverlo. Miraba fijamente hacia adelante y las lágrimas aún le corrían por las mejillas.
Paul se recostó contra la pared.
—Oh, tú, rata sucia —suspiró.
—Se terminó.
—Mira, cuando algo termina, vuelve a empezar. ¿No lo ves?
—Me voy a casar —dijo Jeanne mecánicamente—. Me voy a otra parte. Se terminó.
Movió la mano más rápidamente.
—Oh, Jesús.
Paul acabó y Jeanne retiró la mano con disgusto. Ella lo había ordeñado a él y a Paul se le fue la última pizca de energía. Ella se limpió la mano con su pañuelo.
—Mira —dijo él tratando de bromear acerca de la repulsión que sentía Jeanne—, eso no fue una correa engrasada, fue mi pija.
La música murió y el salón se llenó con sonidos de pasos y el sonoro anuncio del juez acerca de los ganadores del concurso. Jeanne no comprendió las palabras, pero no tenía importancia. Vio el escenario y se vio allí con Paul. El se había vuelto desagradable y su vida era sórdida y carecía de sentido, su sexo era inútil. Lo miró y se enfrentó a un mendigo borracho. Lo odió y se odió a sí misma.
—Se terminó —dijo y se puso de pie y se dirigió a la salida.
—Espera un minuto —dijo Paul—. ¡Tú, Bimbo idiota!
Se puso de pie con dificultad y se ajustó los pantalones. Cuando llegó a la puerta, ya Jeanne estaba caminando con paso vivo hacia el boulevard principal.