—¡Carajo! —dijo Paul deslumbrado por la súbita luz y con paso inseguro. El sonido de sus pasos asustó a Jeanne.
—Hay, Rube —llamó Paul con acento juguetón, pero Jeanne apuró aún más el paso—. ¡Ven aquí!
Ella cruzó la calle justo en la esquina cuando cambiaron las luces y Paul tuvo que esperar. En su interior crecieron la furia y la frustración. De improviso, se dio cuenta de que si ella lo dejaba ahora, jamás la volvería a ver.
—¡Ven aquí! —gritó de nuevo metiéndose entre el tráfico y los bocinazos y apurándose—. ¡Voy a alcanzarte, Bimbo!
En ese momento los dos se echaron a correr. Entraban y salían de la sombra de los Plátanus alineados en el pavimento y los espasmos de los rayos del sol enfocaban la contradicción: una chica hermosa con el abrigo abierto y el cabello al aire perseguida por un hombre lo suficientemente viejo como para ser su padre y falto de aliento y de gracia para esa carrera.
Podían haber estado ligados por una cuerda invisible que se hacía más corta a medida que ella aminoraba el paso, luego se alargaba cuando ella volvía a poner distancia entre ellos. Pero la cuerda invisible nunca se rompió. Permanecieron asociados en un ritual extraño, aislados del mundo por el que pasaban.
Era la hora de más tráfico y los Champs Elysées estaban llenos de gente. Jeanne corrió evitando una y otra vez las oleadas de transeúntes y a corta distancia de Paul. Aumentó su miedo cuando se dio cuenta de que éste no dejaba de seguirla y presa del pánico trató de pensar en un sitio donde pudiera sentirse segura. Únicamente se le ocurrió el apartamento de su madre en la Rue Vavin en Montparnasse y no dudó de que Paul no podría durar tanto.
Él ya se había quedado distanciado, ella aminoró la marcha y lo miró por encima del hombro. Media manzana uno del otro, pasaron el Grand Palais, espléndido en la luz del atardecer, la Gare d’Orsay y cruzaron el Sena, con el sonido de sus pasos perdidos en el rugido del tráfico en competencia. Paul la siguió aunque casi no tenía aliento y sentía dolores punzantes en el pecho.
Cuando llegaron a Montparnasse, Jeanne dio media vuelta y le gritó:
—¡Basta! ¡No sigas!
—¡Espera! —rogó Paul pero fue inútil. Volvió a avanzar.
Jeanne se aproximó al edificio del apartamento de su madre y caminó más lentamente. No quería que Paul la siguiese allí y no se le ocurrió ninguna alternativa. Se percató de los pasos atrás de ella. Por último, él la alcanzó, casi incapaz de respirar y la agarró del brazo.
—¡Se terminó! —dijo ella deshaciéndose de él—. Ya es suficiente.
—Eh, cálmate.
Paul se apoyó en la pared y trató de razonar con ella, pero Jeanne caminó a su alrededor.
—¡Basta! —gritó—. Se terminó. Ahora vete. ¡Lárgate de aquí!
Paul caminó a su lado todavía tratando de recuperar el aliento.
—No puedo ganar —dijo—. Dame una oportunidad.
Se esforzó por adelantarla y cerrarle el paso. Sonrió, desesperado, para ganar el control, las manos descansando en las caderas. Dijo con cariño:
—Eh, tontuela .. .
Jeanne habló rápidamente, esta vez en francés.
—Esta vez voy a llamar a la policía.
En ese momento él decidió no dejarla ir. Iba a hacer cualquier cosa para prevenir que lo abandonara. Jeanne era su última posibilidad de amor.
Ella pasó a su lado.
—Bueno, carajo, no estoy en tu camino —dijo amargamente—. Es decir, aprés vous, Mademoiselle.
Ella hizo una pausa en la esquina y miró al otro lado de la calle, la puerta de entrada del edificio de su madre. Estaba temblando y tratando de dominar el pánico que amenazaba hacerla pasar directamente por esa puerta. Paul vio que ella estaba verdaderamente asustada. Más tarde la podía tranquilizar, pensó, después de que descubriera dónde vivía.
—Adiós, hermana —dijo él pasándola y saliendo de la acera—. Además, eres una chica de aspecto bastante desagradable. No me importa si no te vuelvo a ver.
Siguió caminando simulando haber perdido todo interés. Jeanne lo miró y luego salió disparada y cruzó la calle. Pasó la puerta del edificio, pero cuando la estaba cerrando, Paul cruzó la calle como un rayo, subió la escalinata y entró en el vestíbulo justo cuando Jeanne acababa de cerrar la puerta del ascensor. Ella lo miró aterrorizada mientras él se aferraba a la frágil manija de hierro e intentaba abrirla.
El ascensor empezó a subir.
—¡Carajo! —dijo Paul y subió la escalera tratando de mantenerse a la par del aparato.
—¡Estás terminado! gritó Jeanne en francés—. ¡Tu as fini!
Llegó al segundo rellano y agarró la manija del ascensor pero fue demasiado tarde. La jaula continuó subiendo con Jeanne arrinconada ,en el fondo.
—Les flics... —tartamudeó ella.
—A la mierda con la policía.
El ascensor pasó el tercer rellano antes de que Paul pudiera llegar a la manija. Continuó hubiendo.
—¡Tu as fini! —le gritó ella.
La jaula se detuvo en el cuarto piso y Jeanne salió y empezó a golpear la puerta del apartamento de su madre. Entonces Paul la alcanzó.
—Escucha —dijo agitado—, quiero hablar contigo.
Jeanne pasó a su lado y empezó a golpear las puertas de los otros vecinos, pero no obtuvo respuesta. Paul la siguió y cuando le tocó un brazo, ella empezó a dar gritos.
—Ahora esto se está poniendo ridículo —dijo él.
—¡Socorro! —gritó ella buscando la llave en el bolso—. ¡Socorro!
Nadie vino. Jeanne metió con dedos temblorosos la mano en la cerradura y cuando abrió la puerta, casi se cayó adentro. Paul estaba detrás suyo y bloqueó la puerta con el hombro. Ella entró corriendo en el apartamento sin ver nada y empujada por un pánico que se centraba en un solo objeto escondido en el cajón de la cómoda. No había forma de detenerlo. Siempre había sabido que no podía ocultarse en él. Empero, no estaba preparada para su crueldad.
—Este es el trofeo del campeonato —dijo Paul deteniéndose para mirar los grabados y las armas primitivas—. Vamos hasta el final.
Jeanne abrió el cajón y sacó la pistola reglamentaria de su padre. La sintió pesada, fría y efectiva y la escondió en su abrigo antes de darle la cara.
—Estoy un poco viejo —dijo Paul con una sonrisa triste—. Ahora estoy lleno de recuerdos.
Jeanne lo observó con una horrible fascinación cuando Paul tomó una de las gorras militares de su padre y se la puso a un costado de la cabeza. Se acercó a ella.
—¿Qué te parece tu viejo héroe? —preguntó—. ¿Queda bien de este lado o me lo pongo del otro? Todavía podía ser encantador.
Dejó la gorra con un gesto gracioso. Ella ahora estaba allí, ella ahora le pertenecía y no podía dejar que se fuera. La idea de que por último había encontrado a quien amar le pareció hermosa.
—Corriste por África y Asia e Indonesia y ahora te he encontrado —Paul lo dijo en serio y agregó—: Y yo te amo.
Se acercó más y no se percató de que el abrigo de Jeanne estaba abierto. El cañón lo apuntaba. Levantó la mano para tocarle la mejilla y murmuró:
—Quiero saber tu nombre.
—Jeanne —dijo ella y apretó el gatillo.
El disparo lo hizo retroceder unos pasos, pero no se cayó. El olor de la cordita quemada llenó el ambiente y la pistola tembló en la mano de Jeanne. Paul se inclinó un poco hacia adelante agarrándose el estómago con una mano y con la otra todavía levantada. Su expresión no había cambiado.
—Nuestros hijos... —comenzó a decir— ...nuestros hijos...
Dio media vuelta y se tambaleó hasta la puerta de vidrio que daba a la terraza. Cuando la abrió, el aire fresco le dio en el pelo y por un instante casi pareció joven. Salió y caminó sobre las baldosas, mantuvo el equilibrio agarrándose a la barandilla,y dirigió el rostro hacia el cielo azul y brillante. París se extendía ante sus ojos.
Con una gracia sin prisa, se sacó una goma de mascar de la boca y delicadamente la apretó contra la parte exterior de la barandilla del balcón.