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—¿Qué dijeron de la maleta?

No creyeron que estuviese vacía. Pero no tuvieron suerte. Como de casualidad, la criada sacó una navaja de afeitar antigua del bolsillo de su delantal y se la entregó a Paul.

—Aquí tiene su navaja.

—No es mía.

—Ya no la necesitan. La investigación ha terminado.

Paul pasó el dedo por el filo frío y mellado y sintió el mango suave de hueso. Era el instrumento con que Rosa había puesto fin a su vida y Paul no pensaba perderlo.

—Me dijeron que se lo devolviera —dijo ella y esperó su reacción. Paul metió la navaja en el bolsillo de su chaqueta.

—Saque la maleta de aquí —dijo.

Ella se puso en movimiento.

—Tenía tantos cortes en el cuello.

Paul la interrumpió:

—Harán una autopsia —dijo y se fue de la habitación.

El tono del saxo había cambiado. La melodía profunda y sonora era más sensual que melancólica y Paul pensó en la muchacha y en los acontecimientos de la mañana. La idea del sexo sin amor, vacío de emoción, apeló al estado mórbido de su mente. Era una manera de defenderse, aunque fuera por unos instantes, contra la pobreza de los deseos humanos y la certidumbre de la muerte. En el sótano había algunos muebles y ya había dispuesto su traslado. La idea de hacer ciertas concesiones convencionales lo atrajo. Con llevar unos pocos muebles miserables al apartamento de la Rue Jades Verne, su presencia quedaría establecida.

Paul bajó las escaleras del hotel y salió a la calle casi sin detenerse a recoger el abrigo. Siempre existía la posibilidad de que la muchacha no regresara al apartamento, pero jamás la consideró.

IV

Jeanne subió en el ascensor sin saber realmente por qué. El viejo aparato gemía y suspiraba y amenazaba con no llegar jamás al quinto piso. Una parte de Jeanne deseaba que regresara al vestíbulo sofocante que estaba vacío y sólo ofrecía una vista de la portera loca, sentada de espaldas a la ventanilla, canturreando una melodía desafinada. Jeanne se había tratado de convencer de que en realidad pensaba alquilar el apartamento si es que el hombre que había conocido no lo había hecho. Pero no era el apartamento lo que ella quería ahora.

Tocó el timbre y lo volvió a hacer de inmediato. No hubo ningún movimiento dentro de ese arco sin tiempo que ella imaginó con tintes otoñales rojos y rodados. Apretó tanto la llave que su mano transpiró.

Una puerta se abrió en el piso de arriba y luego se oyeron pasos. Jeanne sintió un terror súbito e irracional. No sabía lo que más la atemorizaba: que la vieran allí o que la sacaran del umbral de su aventura. En un instante, único e impetuoso, insertó la llave en la cerradura, la hizo girar y empujó la puerta. El apartamento la abrazó; se sintió en su casa. Rápidamente cerró la puerta sin mirar detrás suyo.

Jeanne dio media vuelta, enfrentó el corredor angosto que se abría a varias habitaciones y avanzó lentamente. Todo estaba como ella lo recordaba. El sol había cambiado de posición e iluminaba la otra pared del cuarto circular. En la suave claridad, las marcas de humedad y las grietas en el grueso empapelado parecían las líneas finas de un cardiograma. La excitación y la incredulidad que había experimentado esa mañana regresaron a ella. Esa visita la había obsesionado: no podía dejar de pensar en ella, ni siquiera cuando Tom la filmaba. No supo qué le deparaba el futuro inmediato.

Algo se movió. Jeanne giró sobre sus talones y vio en el rincón, junto al radiador, un gran gato amarillo recostado en la sombra que la observaba. Taconeó el piso y avanzó hacia el gato como si fuera realmente su rival. Le molestó la intromisión del animal y la inspección impertinente de que la hacía objeto. El gato saltó al marco de la ventana y desapareció. Lo persiguió hasta allí, pero se encontró mirando los techos y confrontando la altura distante y espinosa de la torre Eiffel, burlona en su maciza permanencia. La sirena de un coche de policía llegó a ella desde el otro lado del Sena y luego el sonido fue desapareciendo. Una vez más, el apartamento asumió el aire de un refugio.

—¿Hay alguien? —llamó una voz desde el corredor.

Por un momento, Jeanne volvió a sentir el pánico anterior. Levantó la llave y la puso delante suyo como si se tratara de un escudo.

Esperaba ver un hombre corpulento con un abrigo de piel de camello. En cambio, vio que aparecían por el corredor las patas de un sillón apoyadas en un par de piernas humanas envueltas en un moño azul desteñido y un par de zapatos viejos y gastados. El sillón bajó y ella vio un obrero con una boina sucia. Tenía un Gauloise en los labios.

—Muy bien, señora —dijo con un fuerte acento marsellés—, ¿dónde lo pongo?

Jeanne estaba demasiado sorprendida para hablar. El hombre caminó hasta el centro de la habitación sin esperar respuesta y dejó el sillón en el suelo.

—Podría haber llamado —dijo ella sintiéndose muy tonta.

—La puerta estaba abierta.

El hombre se sacó el cigarrillo de los labios y expulsó humo por la nariz. La punta del Gauloise estaba manchada de un marrón oscuro debido a su saliva.

—¿Lo puedo poner aquí? —preguntó al tiempo que señalaba el sillón.

—No, frente a la chimenea —dijo Jeanne con firmeza.

Él puso mala cara, levantó el sillón y lo sacó del cuarto. Jeanne decidió irse. Pero al dirigirse a la puerta, se encontró con un segundo mozo que traía otra silla.

—¿Las sillas dónde? —preguntó y sin esperar respuesta, comenzó a colocarlas en semicírculo en medio de la habitación.

El primer hombre de mudanzas volvió con una mesa que era redonda, hecha de madera manchada de ciruelo con una base pesada y negra. No iba con las sillas, unas Windsor falsas de madera más clara, posiblemente de fresno, y Jeanne se preguntó si los muebles pertenecían al norteamericano. A Jeanne, que vendía antigüedades, le pareció que se trataba de algo extraño que un hombre reuniera ese lote de muebles aunque nunca podría haberse imaginado que eran muebles sacados de un viejo hotel.

—¿Y la mesa? —preguntó el hombre.

—No sé —respondió Jeanne simulando que era la dueña de la casa—. El decidirá.

La intrusión de los mudadores arruinó el humor de Jeanne. Ahora estaba segura de que alguien había alquilado el apartamento. Nuevamente fue al corredor dispuesta a irse y nuevamente le bloquearon el camino; esta vez los hombres luchaban con el peso de un colchón doble. Dejaron la carga en un cuarto pequeño al fondo del corredor aunque el colchón sobresalía de la puerta.

Les dio un billete de cinco francos a cada uno y se fueron.

Ahora estaba en libertad para irse. Pero era demasiado tarde. La vuelta a la cerradura fue súbita y fuerte. Espió por el corredor y vio la ancha espalda de Paul envuelta en el abrigo.

Por primera vez en su vida, Jeanne experimentó un terror verdadero. Su mente se agitó como un pájaro atrapado. ¿Por qué no se había ido antes, cuando aún le era posible hacerlo? Retrocediendo, se echó en el mullido sillón y se abrazó las largas piernas en una actitud de sumisión, Oyó el sonido de los pasos que se aproximaban y miró en otra dirección para no tener que darle la cara cuando apareciese. Estaba preparada para mostrar sorpresa, pero él entró en la habitación casi sin mirarla. Con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, caminó observando los muebles con una expresión de leve desaprobación.

Se acercó al sillón de Jeanne. Ella quiso hablarle de la llave, pero no quiso ser la primera en hablar. Siempre existía la posibilidad de que él hiciera alguna indicación de que le gustaba su presencia.

Pero sus primeras palabras fueron una orden:

—El sillón tiene que ir frente a la ventana.

Antes de que ella pudiera hablar, él agarró los brazos del sillón y con un alarde de fuerza lo levantó a medias con ella todavía sentada y lo llevó a la ventana. Dio un paso atrás y se sacó el abrigo con naturalidad, dejándolo caer sobre el respaldo de una silla. Tenía puesta una chaqueta gris suave y un suéter de cuello alto que le daba un aspecto juvenil. Ya se había afeitado y peinado con cuidado. A Jeanne le pareció casi distinguido. Esperó que el aseo fuese un tributo para ella. Su miedo disminuyó.