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A la defensiva, dijo:

—Vine a devolverle la llave.

Él ignoró sus palabras.

—Ven a ayudarme —le ordenó.

Su tono evitó la posibilidad de una negativa. Jeanne se puso de pie y se sacó el abrigo muy consciente de que no tenía nada puesto bajo la falda. Movió la cabeza y una masa de rizos de pelo negro cayó sobre sus hombros. Sus grandes pechos se apretaron contra la fina tela sintética de su vestido. Paul estaba concentrado en otras cosas.

—No le ha llevado mucho tiempo traer sus cosas —Jeanne señaló la llave que había dejado sobre la mesa. Vine a devolvérsela a usted.

—¿Qué me importa?

Levantó una silla y se la pasó mirándola por vez primera.

—Coloca las sillas alrededor de la mesa.

Jeanne se encogió de hombros y obedeció. Si bien le producía un placer perverso que le diera órdenes este desconocido que no respetaba ninguna de las formalidades sociales, al mismo tiempo se sentía molesta y perturbada.

—Estaba por tirar las llaves dijo ella sin darse vuelta y pasó los dedos por el marco suave y duro del respaldo de la silla. Era acanalado y redondo en el borde. Con el índice hizo un círculo en la madera y estudió su uña larga y bien formada.

—Pero no lo pude hacer —continuó diciendo—, soy una idiota.

Fue una pequeña confesión y estaba segura de que él contestaría algo. Le indicaba su propio desamparo aparente y él le tendría simpatía. Después de todo, él también era un ser humano aun cuando lo cubriera un halo de violencia potencial.

Jeanne dio media vuelta para enfrentarse con él y encontró que estaba sola.

—Escuche —dijo enojada, su desilusión sólo equiparada por la incredulidad: a él realmente no le importaba y eso le resultaba difícil de comprender después de lo que había sucedido anteriormente—. ¿Dónde está? Tengo que marcharme.

No obtuvo respuesta. Por un momento pensó que se había ido, pero el abrigo todavía estaba allí. El miedo que había experimentado esa mañana volvió a ella.

Caminó por el living-room buscándolo, pasó los muebles ocultos bajo la sabana y salió al corredor.

Estaba de pie ante la entrada del cuarto pequeño mirando al colchón que no cabía, con una mano sobre la cintura, y la otra, apoyada contra la pared.

—La cama es demasiado grande para el cuarto —dijo como si no fuese obvio.

—No sé cómo dirigirme a usted —dijo Jeanne.

—Carezco de nombre.

Es extraño que alguien diga eso, pensó Jeanne.

—¿Quiere saber el mío? —preguntó.

—No.

Ella ni siquiera vio el golpe que se aproximaba. Él pareció que hacía un mero movimiento de muñeca, pero la fuerza del revés de la mano hizo que le doblara la cara. Jeanne abrió la boca y sus ojos expresaron sorpresa, rabia y terror.

—No quiero saber tu nombre —dijo él, amenazador, mirándola fijamente—. No tienes nombre y yo tampoco lo tengo. Nada de nombres en este lugar. ¡Ni un solo nombre!

—Está loco —susurró Jeanne y se llevó su mano a la mejilla. Empezó a sollozar.

—Tal vez sí. Pero no quiero saber nada de ti. No quiero saber dónde vives o de dónde vienes. No quiero saber nada. ¡Nada! ¿Comprendido?

Estaba prácticamente gritando.

—Me asustó —dijo ella secándose las lágrimas que tenía en las mejillas.

—Nada —repitió él. Ahora habló con calma y fijó la vista en ella. Tú y yo nos encontraremos aquí sin saber nada de lo que nos ocurre afuera.

Su voz tenía efectos hipnóticos.

—Pero, ¿por qué? —preguntó ella, débilmente.

Paul no le tuvo lástima. Se acercó y le puso la mano en la garganta. Su piel era suave y en el interior, los músculos estaban tensos.

—Porque aquí no necesitamos nombres. Vamos a olvidarnos de todo lo que sabíamos: toda la gente, todo lo que hacemos, dónde vivimos. Vamos a olvidarnos de todo.

Ella intentó imaginárselo.

—Pero yo no puedo. ¿Y usted?

—No lo sé —admitió él—. ¿Tienes miedo?

Jeanne no contestó. Lentamente, Paul empezó a desabrocharle el vestido. Se acercó para besarle, pero ella retrocedió.

—Ahora basta —dijo ella con la mirada gacha—. Déjeme ir.

Paul la agarró del brazo que estaba sin fuerza.

—Mañana —murmuró ella. Levantó la cabeza y le besó la mano—. Por favor, mañana lo desearé más.

Permanecieron de pie mirándose a los ojos, el cazador y la presa delicada, ambos inseguros de lo que ocurriría.

—Muy bien —dijo él finalmente—. Está bien. De esa manera no se transformará en un hábito.

Paul acercó el rostro, le tomó el pelo con las manos y aspiró su aroma.

—No me bese —dijo ella—. Si me besa, no podré irme.

—Te acompaño hasta la puerta.

Caminaron calmadamente por el corredor como si no quisieran separarse. No se tocaban, pero ambos eran conscientes de la proximidad del cuerpo del otro, de la proximidad y de la intriga de la posibilidad. Ese era el lazo que los unía. Paul abrió la puerta y Jeanne salió del apartamento.

Volvió la cabeza para despedirse, pero la pesada puerta ya se había cerrado.

V

Después de la ida de Jeanne, Paul no sintió ningún regocijo: sólo un helado poderío. No esperaba nada más y se olvidó hasta de eso cuando regresó al hotel, oliendo la realidad de pescado podrido que se había caído de un cubo a la alcantarilla de la calle, y oyó gritos que al principio pensó que se debían al dolor, hasta que se dio cuenta que provenían de un bebé desamparado. Se preguntó si Rosa había emitido algún grito en su acto final y decidió que ella lo debía haber abandonado en silencio, casi de la misma manera en que había vivido con él. Eso, sumado al hecho de que no le había dado ninguna explicación, representaba la retorcedura del dedo en la llaga que sufría Paul. En general, la vida era sórdida; era un calvario: todos los sonidos desgarradores y las menores irritaciones rechinaban sobre él y a veces apenas podía controlar sus impulsos salvajes.

El vestíbulo del hotel estaba desierto. Sólo el pequeño escritorio donde únicamente había un desvencijado libro de registro que Paul dejaba porque su presencia era requerida por la ley y no porque le importara conocer los nombres de los huéspedes. La puerta de su cuarto estaba abierta. Alguien se movía; él se sacó el abrigo sin hacer ruido, lo dejó sobre el escritorio y entró en el cuarto. Habría recibido con alegría una pelea, pero vio que se trataba de su suegra, una mujer robusta, de mediana edad, vestida con un simple abrigo negro y un sombrero con velo. Tenía los ojos enrojecidos y rodeados por una carnosidad que parecía llagada. Ni todo el polvo cosmético que llevaba encima podía ocultar el color insalubre de su piel. Estaba frente a un cajón abierto de la cómoda de Paul, buscando algo con manos frenéticas entre las ropas de Rosa.

Él no la molestó. Paul tenía sentimientos encontrados respecto a «Mère», que era como ella le pedía que la llamara. Era algo fácil y no le tenía antipatía. Ella y su chismoso marido pertenecían a la pequeña burguesía que él detestaba, pero sabía que ella amaba a su hija y que, sin éxito, había intentado comprenderla, Paul había pensado que él comprendía a Rosa, y la falsedad de esa suposición le había sido revelada de modo tan brutal la noche anterior, que ahora era más tolerante con la madre de Rosa. Después de todo, Mère había tomado la decisión de dejar el hotel en sus manos, pero después posiblemente se había visto que eso no tenía nada de bendición. Quizás hubieran tenido una oportunidad si se hubiesen ido de París.