“El pasado nos acompaña siempre, Frankie. Nos corresponde a aquellos que formamos parte de él transmitir la experiencia a los que nos seguirán. Si no, ¿cómo podemos evitar que el mal se extienda? ¿Cómo podemos reconocer lo bueno?”
¿Y qué mejor forma de preservar ese pasado y aceptarlo plenamente que educando a los demás no sólo en las aulas, como había hecho durante años, sino también mostrando las reliquias que habían definido una época muy lejana ya? Su padre tenía hojas de la G. U.LA., alguna que otra declaración nazi, una gorra de la Luftwaffe, una chapa de pertenencia al partido, una pistola oxidada, una máscara de gas y una lámpara de carburo. De niño, Frank había tenido aquellos objetos en las manos y se había entregado a la causa de recopilar material desde los siete años.
“Empecemos una colección, papá. ¿Quieres? Sería muy divertido, ¿verdad? Tiene que haber un montón de cosas en la isla.”
“No fue un juego, hijo. Nunca debes pensar que fue un juego. ¿Me entiendes?”
Y lo entendía, sí. Ese era su tormento. Lo entendía. Nunca había sido un juego.
Frank apartó de su cabeza la voz de su padre, pero otro sonido la sustituyó, una explicación del pasado y del futuro que surgía de la nada y que comprendía palabras cuya fuente presentía que conocía bien, pero que no sabría identificar: “Es la causa, es la causa, mi alma”. Gimoteó como un niño atrapado en un mal sueño y se obligó a adentrarse en la pesadilla.
Vio que el archivador no se había cerrado del todo al empujarlo. Se acercó cautelosamente, como un soldado bisoño que cruza un campo de minas. Cuando llegó a él ileso, rodeó con sus dedos el tirador del cajón, casi esperando que le chamuscara la piel al abrirlo.
Al fin formaba parte de la guerra a la que tanto había anhelado servir con distinguida valentía. Al fin sabía lo que era querer huir como un loco del enemigo, a un lugar seguro donde poder esconderse, un lugar que, en realidad, no existía.
Cuando regresó a Le Reposoir, Ruth Brouard vio que un grupo de policías habían pasado de los jardines de la finca a la carretera y avanzaban por el atajo que los llevaría hasta la bahía. Al parecer, habían acabado el trabajo en Le Reposoir. Ahora registrarían el terraplén y los setos -y, quizá, las zonas boscosas y los campos que había detrás- para localizar aquello que demostrara lo que tenían que demostrar sobre aquello que sabían o creían que sabían o suponían sobre la muerte de su hermano.
No les prestó atención. El tiempo que había estado en Saint Peter Port había agotado prácticamente toda su reserva de energía y amenazaba con robarle aquello que la había sustentado desde hacía tiempo en una vida marcada por la huida y el miedo y la pérdida. A lo largo de todo lo que podría haber destrozado por completo a otro niño -esos cimientos asentados cuidadosamente por unos padres afectuosos, por abuelos y tías y tíos complacientes-, había sido capaz de mantenerse fiel a sí misma. La razón había sido Guy y lo que Guy representaba: la familia y la sensación de “provenir” de algún lugar, aunque ese lugar hubiera dejado de existir para siempre. Pero a Ruth le parecía ahora que la idea del propio Guy como ser humano que había vivido y respirado y al que ella había conocido y querido estaba a punto de desaparecer. Si sucedía, no sabía cómo podría recuperarse o si lo lograría. Es más, ni siquiera creía que quisiese hacerlo.
Avanzó lentamente por el sendero de los castaños y pensó en lo agradable que sería poder dormir. Todos los movimientos que realizaba le suponían un gran esfuerzo y así era desde hacía semanas, y sabía que el futuro inmediato no reservaba ningún paliativo para lo que padecía. La morfina administrada con prudencia tal vez mitigaría el sufrimiento que habitaba sin cesar en sus huesos, pero únicamente perder el conocimiento eliminaría de su mente las sospechas que comenzaban a acosarla.
Se dijo que lo que acababa de conocer tenía miles de explicaciones. Pero saberlo no alteraba el hecho de que algunas de esas explicaciones pudieran haberle costado la vida a su hermano. No importaba que lo que había descubierto sobre los últimos meses de la vida de Guy pudiera aliviar la culpa que sentía por su responsabilidad en las circunstancias hasta el momento desconocidas que rodeaban su asesinato. Lo importante era que no había sabido lo que había estado haciendo su hermano, y ese no saber bastaba para iniciar el proceso de despojamiento de las creencias que poseía desde hacía tanto tiempo. Sin embargo, eso llevaría más y más horror a la vida de Ruth. Por lo tanto, sabía que tenía que defenderse de la posibilidad de perder aquello que había definido su mundo. Pero no sabía cómo.
Después de salir del despacho de Dominic Forrest, había ido a ver al corredor de bolsa de Guy y luego a su banquero. Gracias a ellos, había visto el viaje que había emprendido su hermano en los diez meses anteriores a su muerte. Había vendido enormes paquetes de valores, había retirado e ingresado dinero de su cuenta corriente de tal modo que las huellas de la ilegalidad parecían manchar todas sus acciones. Los rostros impasibles de los consejeros financieros de Guy le habían sugerido muchas cosas, pero los únicos hechos que le ofrecieron eran tan exiguos que pedían a gritos que los revistiera de sus más oscuras sospechas.
Cincuenta mil libras aquí, setenta y cinco mil libras allí, sumando y sumando hasta alcanzar la inmensa cantidad de doscientas cincuenta mil libras a principios de noviembre. Habría algún rastro documental, por supuesto, pero por ahora no quería intentar seguirlo. Lo único que quería hacer era confirmar los resultados del examen del perito contable sobre la situación económica de Guy que le había comunicado Dominic Forrest. Había invertido y reinvertido con cuidado e inteligencia, como acostumbraba, a lo largo de los nueve años que llevaban viviendo en la isla; pero, de repente, en los últimos meses, el dinero se había escapado por entre sus dedos como la arena… o se lo habían extraído como la sangre… o le habían pedido… o lo había donado… o… ¿qué?
No lo sabía. Por un momento hilarante, se dijo que no le importaba. No era importante -el dinero en sí- y era verdad. Pero lo que representaba el dinero, lo que sugería la ausencia de dinero en una situación en la que el testamento de Guy parecía indicar que había mucho para repartir entre sus hijos y sus otros dos beneficiarios… Ruth no podía dejarlo estar tan fácilmente, porque pensar en todo aquello la llevaba ineluctablemente al asesinato de su hermano y a si estaba relacionado con ese dinero.
Le dolía la cabeza. Se agolpaban demasiadas informaciones allí arriba y parecían presionarle el cráneo, para disputarse un lugar donde recibir más atención. Pero no quería ocuparse de ninguna. Sólo quería dormir.
Llevó el coche a la parte de atrás de la casa, pasado el jardín de las rosas, donde los arbustos pelados ya estaban podados para el invierno. Justo después de este jardín, el sendero describía otra curva y conducía a los viejos establos donde guardaba el coche. Cuando frenó delante, supo que carecía de fuerzas para abrir la puerta. Así que simplemente giró la llave, apagó el motor y apoyó la cabeza en el volante.
Sintió que el frío se filtraba en el Rover, pero permaneció donde estaba, con los ojos cerrados mientras escuchaba el silencio reconfortante. Aquello la alivió como nada podría haberlo hecho. En el silencio, no había nada más que descubrir.
Pero sabía que no podía quedarse allí mucho tiempo. Necesitaba sus medicinas. Y descansar. Dios santo, cuánto necesitaba descansar.