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Tuvo que utilizar el hombro para abrir la puerta del coche. Cuando estuvo de pie, le sorprendió ver que se sentía incapaz de acometer la tarea de cruzar la gravilla en dirección al pabellón acristalado, por donde podría entrar en la casa. Así que se apoyó en el coche, y fue entonces cuando advirtió un movimiento en la zona del estanque de los patos.

Pensó de inmediato que sería Paul Fielder, y aquello la llevó a pensar que alguien tendría que darle la noticia de que su herencia no iba a ser tan inmensa como Dominic Forrest le había hecho creer anteriormente. Tampoco es que importara demasiado. Su familia era pobre, el negocio de su padre se había ido a pique por las presiones implacables de la modernización y la comodidad de la isla. Cualquier cantidad que cayera en sus manos iba a ser una suma mucho mayor de lo que jamás habría esperado tener… si hubiera conocido el testamento de Guy. Pero ésa era otra especulación que Ruth no quería contemplar.

El paseo hasta el estanque de los patos le exigió un esfuerzo de voluntad. Pero cuando llegó, surgiendo de entre dos rododendros de manera que el estanque se desplegaba ante ella como un plato de color peltre que absorbía su tono del cielo, vio que no se trataba de Paul Fielder, atareado construyendo los refugios de los patos para sustituir los que habían destruido. Era el hombre de Londres quien estaba junto al estanque. Se encontraba a un metro de unas herramientas tiradas por el suelo. Pero parecía centrar su atención en el cementerio de patos situado al otro lado del agua.

Ruth se habría dado la vuelta para regresar a la casa con la esperanza de que no la viera, pero el hombre miró en su dirección y luego otra vez a las tumbas.

– ¿Qué pasó? -preguntó.

– Alguien a quien no le gustaban los patos -contestó ella.

– ¿A quién no iban a gustarle los patos? Son inofensivos.

– Es lo que cabría pensar. -No dijo más, pero cuando el hombre la miró, sintió que podía leer la verdad en su rostro.

– ¿También destruyeron los refugios? -dijo-. ¿Quién los estaba reconstruyendo?

– Guy y Paul. Ellos habían construido los originales. Todo el estanque era uno de sus proyectos.

– Tal vez hubiera alguien a quien no le gustaba eso. -Dirigió su mirada a la casa.

– No se me ocurre quién -dijo Ruth, aunque pudo escuchar lo artificiales que sonaban sus palabras y supo (y temió) que el hombre no iba a creerla en absoluto-. Como ha dicho usted, ¿a quién no le gustarían los patos?

– ¿Alguien a quien no le gustara Paul o la relación que Paul tenía con su hermano?

– Está pensando en Adrián.

– ¿Es probable que estuviera celoso?

Con Adrián, todo era probable, pensó Ruth. Pero no pensaba hablar de su sobrino ni con ese hombre ni con nadie. Así que dijo:

– Aquí hay mucha humedad. Le dejo con sus meditaciones, señor Saint James. Voy adentro.

El hombre la acompañó, sin que ella se lo pidiera. Avanzó cojeando a su lado en silencio, y a Ruth no le quedó más remedio que permitirle que la siguiera a través de los arbustos y hasta el interior del pabellón acristalado, cuya puerta, como siempre, no estaba cerrada con llave.

El hombre se fijó en ese detalle. Le preguntó si siempre era así.

Sí, siempre. Vivir en Guernsey no era como vivir en Londres. Aquí la gente se sentía más segura. Cerrar con llave era innecesario.

Mientras hablaba, Ruth sintió la mirada de Saint James, sintió sus ojos azules perforando su nuca mientras recorría el sendero de ladrillos en el ambiente húmedo del pabellón acristalado. Sabía lo que pensaba de una puerta que no se cerraba con llave: entrada y salida para cualquiera que quisiera hacer daño a su hermano.

Al menos, prefería que sus pensamientos siguieran esa dirección que la que habían tomado cuando habló de la muerte de los patos inocentes. Ruth no creía ni por un instante que un intruso desconocido tuviera algo que ver con la muerte de su hermano. Pero permitiría aquella especulación si evitaba que el londinense pensara en Adrián.

– Antes he hablado con la señora Duffy -dijo-. ¿Ha ido usted a la ciudad?

– He ido a ver al abogado de Guy -dijo Ruth-; también a sus banqueros y corredores de bolsa. -Entraron en el salón de mañana. Vio que Valerie ya había estado allí. Las cortinas estaban descorridas para dejar entrar la luz blanquecina de diciembre, y la estufa estaba encendida para aplacar el frío. Había una jarra de café en una mesa junto al sofá, con una única taza y su platito. La caja de labores estaba abierta en previsión de su trabajo con el nuevo tapiz, y el correo estaba apilado en el escritorio.

Todo en aquella estancia señalaba que era un día normal. Pero no lo era. Ya ningún otro día volvería a ser normal.

Aquel pensamiento la alentó a hablar. Le contó a Saint James lo que había averiguado en Saint Peter Port. Se sentó en el sofá mientras hablaba y le indicó que ocupara una de las sillas. El hombre escuchó en silencio y, cuando Ruth Brouard acabó, le ofreció una serie de explicaciones. Ella ya había contemplado la mayoría mientras regresaba de la ciudad. ¿Cómo no iba a hacerlo cuando al final del rastro que parecían dejar había un asesinato?

– Indica un chantaje, por supuesto -dijo Saint James-. Una disminución de fondos como ésta, con cantidades que van aumentando con el tiempo…

– No había nada en su vida por lo que pudieran chantajearle.

– Es lo que podría parecer en un principio. Pero, por lo visto, tenía secretos, señora Brouard. Lo sabemos por su viaje a Estados Unidos cuando usted creía que estaba en otra parte, ¿verdad?

– No tenía ningún secreto que pudiera provocar esto. Lo que Guy hizo con el dinero tiene una explicación sencilla, una explicación del todo honrada. Simplemente aún no sabemos cuál es. -Mientras hablaba, no se creía sus propias palabras, y por la expresión escéptica del rostro de Saint James, vio que él tampoco.

– Imagino que en el fondo usted sabe que esta forma de mover el dinero seguramente no era legal -dijo el hombre, y Ruth vio que intentaba ser delicado.

– No, no sé…

– Y si quiere encontrar a su asesino, que creo que es lo que quiere, sabe que tenemos que plantearnos posibilidades.

Ruth no respondió. Pero la compasión en el rostro de Saint James agravaba el sufrimiento que sentía. Lo detestaba: dar lástima a la gente. Siempre lo había detestado. “Pobre niña, ha perdido a su familia a manos de los nazis. Debemos ser caritativos. Debemos aceptar sus momentos de terror y dolor.”

– Tenemos a la asesina. -Ruth pronunció la declaración con frialdad-. La vi aquella mañana. Sabemos quién es.

Saint James siguió en sus trece, como si ella no hubiera dicho nada.

– Puede que realizara alguna liquidación, o una compra enorme. Tal vez incluso fuera una compra ilegal. ¿Armas? ¿Drogas? ¿Explosivos?

– Qué estupidez -dijo ella.

– Si simpatizaba con alguna causa…

– ¿Árabes? ¿Argelinos? ¿Palestinos? ¿Los irlandeses? -se burló Ruth-. Mi hermano tenía las inclinaciones políticas de un enanito de jardín, señor Saint James.

– Entonces, la única conclusión es que diera el dinero a alguien de forma voluntaria. Y si es así, tenemos que estudiar los receptores potenciales de esta cantidad ingente de dinero. -Saint James miró hacia la puerta, como si pensara en lo que había detrás-. ¿Dónde está su sobrino esta mañana, señora Brouard?

– Esto no tiene nada que ver con Adrián.

– Sin embargo…

– Imagino que habrá llevado a su madre a algún sitio con el coche. Ella no conoce la isla. Las carreteras están mal señalizadas. Necesitaría su ayuda.

– ¿Visitaba a su padre con frecuencia, entonces? ¿A lo largo de los años? Conoce…

– ¡Esto no tiene nada que ver con Adrián! -Su voz sonó estridente incluso a sus oídos. Sintió que cientos de pinchos le atravesaban los huesos. Tenía que deshacerse de ese hombre, independientemente de las intenciones que tuviera con ella y su familia. Tenía que tomar sus medicinas, las suficientes para sumir su cuerpo en la inconsciencia, si es que era posible-. Señor Saint James -dijo Ruth-, habrá venido por alguna razón, imagino. Sé que no se trata de una visita social.