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– Es una locura, ¿me oye? Es una idiotez. ¿Sabe usted quién era? ¿Tiene usted idea de la fortuna que amasó? ¿Ha oído hablar alguna vez de Chateaux Brouard? En Inglaterra, Escocia, Gales, Francia, sabe Dios cuántos hoteles tenía. ¿Qué era todo eso sino el imperio de Guy? ¿De quién podía ser sino era de Guy?

– Madre… -Adrián también estaba de pie. Margaret se giró y vio que se estaba poniendo la chaqueta de piel para marcharse-. Hemos descubierto que…

– ¡No hemos descubierto nada! -gritó Margaret-. Tu padre te ha estafado toda la vida, y no voy a permitir que te estafe una vez muerto. Tiene cuentas bancarias ocultas y propiedades no declaradas, y pienso encontrarlas. Mi intención es que las tengas y nada, ¿me oyes?, nada va a impedirlo.

– Fue más listo que tú, madre. Él sabía…

– Nada. Él no sabía nada. -Se volvió hacia la abogada como si Juditha Crown fuera la persona que hubiera frustrado sus planes-. Entonces, ¿quién? -preguntó-. ¿Quién? ¿Una de sus putitas? ¿Es lo que está sugiriendo?

Al parecer, la señorita Crown sabía de qué hablaba sin que nadie se lo contara, porque dijo:

– Tendría que ser alguien en quien pudiera confiar, diría yo; alguien en quien pudiera confiar incondicionalmente; alguien que haría lo que él quería que se hiciera con el patrimonio, independientemente de a nombre de quién figurara.

Sólo había una persona, naturalmente. Margaret lo supo sin que nadie la identificara, e imaginaba que lo había sabido desde el instante en que escuchó el testamento en el salón del primer piso. Sólo había una persona sobre la faz de la tierra en la que Guy confiara para entregarle todo lo que compraba y que no habría hecho nada con ello más que conservarlo y repartirlo según sus deseos cuando ella muriera…, o antes, si así se lo pedía él.

Margaret se preguntó por qué no se le había ocurrido.

Sin embargo, la respuesta era muy sencilla. No se le había ocurrido porque no conocía la ley.

Se marchó del despacho muy seria y salió a la calle, furiosa de los pies a la cabeza. Pero no se sentía derrotada. No se sentía derrotada ni mucho menos, y quería dejárselo claro a su hijo. Se dio la vuelta y la emprendió con él.

– Vamos a hablar con ella ahora mismo. Es tu tía. Sabe lo que es correcto. Si todavía no ha visto lo injusto que es todo esto… Siempre le consideró una especie de dios. Guy estaba desequilibrado y se lo ocultó. Se lo ocultó a todo el mundo, pero demostraremos…

– La tía Ruth lo sabía -dijo Adrián sin rodeos-. Comprendía lo que quería papá y colaboró con él.

– No es posible. -Margaret le agarró el brazo con una fuerza diseñada para hacerle ver y comprender. Había llegado el momento de prepararse para luchar, y si no podía hacerlo, ella lo haría por él-. Debió de decirle… -Se preguntó qué le había dicho Guy a su hermana para que creyera que lo que pensaba hacer era lo mejor: para él, para ella, para sus hijos, para todo el mundo.

– Lo hecho hecho está -dijo Adrián-. No podemos cambiar el testamento. No podemos cambiar la forma como ideó todo esto. No podemos hacer nada salvo olvidarnos. -Se metió la mano en el bolsillo y volvió a sacar la caja de cerillas, junto con un paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y se rio, aunque no estaba divirtiéndose-. El bueno de papá -dijo mientras meneaba la cabeza con incredulidad-. Nos ha jodido a todos.

Margaret se estremeció al oír su tono impasible. Adoptó otra táctica.

– Adrián, Ruth es buena. Tiene muy buen corazón. Si sabe que todo esto te ha hecho daño…

– No me lo ha hecho. -Adrián se sacó una hebra de tabaco de la lengua, la examinó en la punta del pulgar y la tiró a la calle.

– No digas eso. ¿Por qué tienes que fingir siempre que tu padre…?

– No finjo. No estoy ofendido. ¿Qué sentido tendría? Y aunque estuviera dolido, no importaría. No cambiaría nada.

– ¿Cómo puedes decir…? Es tu tía. Te quiere.

– Ella estaba allí -dijo Adrián-. Sabe cuáles eran sus intenciones. Y, créeme, no cederá ni un milímetro, no cuando ya sabe qué quería él de esta situación.

Margaret frunció el ceño.

– ”Ella estaba allí.” ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué situación?

Adrián se alejó del edificio. Se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del frío y avanzó en dirección al Tribunal de Justicia. Margaret interpretó aquello como un modo de evitar contestar a sus preguntas, y se le encendieron todas las alarmas. También se apoderó de ella una sensación de terror perniciosa. Detuvo a su hijo a los pies del monumento a los caídos y lo abordó debajo de la mirada sombría de aquel soldado melancólico.

– No me dejes así. Aún no hemos acabado. ¿Qué situación? ¿Qué es lo que no me has contado?

Adrián tiró el cigarrillo hacia un grupo de motos aparcadas en filas desorganizadas no muy lejos del monumento.

– Papá no quería que yo tuviera dinero -dijo-, ni ahora ni nunca. La tía Ruth lo sabía. Así que aunque se lo pidamos, aunque apelemos a su sentido de la lealtad, juego limpio o como quieras llamarlo, va a recordar lo que él quería y actuará en consecuencia.

– ¿Cómo podía saber lo que Guy quería en el momento de su muerte? -se burló Margaret-. Bueno, entiendo que supiera lo que quería cuando organizó todo esto. Tenía que saberlo para colaborar con él entonces. Pero eso es todo. Entonces. Es lo que quería entonces. La gente cambia. Sus deseos cambian. Créeme, tu tía Ruth lo entenderá cuando se lo expongamos.

– No. No fue sólo entonces -dijo Adrián, y se dispuso a pasar a su lado, a avanzar hacia el aparcamiento donde habían dejado el Range Rover.

– Maldita sea -dijo Margaret-. Quédate donde estás, Adrián. -Oyó la inquietud en su voz, cosa que la irritó y, a su vez, hizo que dirigiera su irritación hacia él-. Tenemos que elaborar un plan y preparar un enfoque. No vamos a aceptar esta situación que creó tu padre, como buenos cristianos que ponen la otra mejilla. Desde nuestro punto de vista, hizo todos los preparativos con Ruth un día motivado por el rencor y luego se arrepintió, pero no pensaba que moriría antes de poder arreglarlo. -Margaret cogió aire y contempló las implicaciones de lo que estaba diciendo-: Alguien lo sabía -dijo-. Tiene que ser eso. Alguien sabía que Guy pensaba cambiarlo todo, para favorecerte como correspondía. Por eso había que eliminarle.

– No iba a cambiar nada -dijo Adrián.

– ¡Para ya! ¿Cómo puedes saberlo?

– Porque se lo pedí, ¿vale? -Adrián se metió las manos en los bolsillos. Su aspecto era deprimente-. Se lo pedí -repitió-. Y ella, la tía Ruth, estaba allí, en la habitación. Nos escuchó. Me oyó pedírselo.

– ¿Que cambiara el testamento?

– Que me diera dinero. Lo escuchó todo. Se lo pedí. Me dijo que no tenía la cantidad que yo necesitaba, que no tenía tanto. No le creí. Nos peleamos. Me marché furioso, y ella se quedó con él. -Entonces, Adrián volvió a mirarla, resignado-. No pensarás que no hablaron del tema después de eso. Ella diría: “¿Qué hacemos con Adrián?”. Y él contestaría: “Lo dejaremos todo como está”.

Margaret escuchó como si se hubiera levantado un viento frío.

– ¿Volviste a pedirle a tu padre…? -le preguntó-. ¿Después de septiembre? ¿Volviste a pedirle dinero después de septiembre?

– Se lo pedí. Y se negó.

– ¿Cuándo?

– La noche antes de la fiesta.

– Pero me dijiste que no se lo habías pedido… desde septiembre… -Margaret vio que Adrián volvía a darle la espalda, con la cabeza agachada como la había agachado tantas veces en su infancia ante una legión de decepciones y fracasos. Quería rebelarse furiosamente ante ellos, pero en particular ante el destino que había hecho que Adrián tuviera una vida tan difícil. Sin embargo, más allá de esa reacción maternal, Margaret sentía algo más que no quería sentir. Tampoco quería arriesgarse a identificarlo-. Adrián, me dijiste… -Mentalmente, repasó la cronología de los hechos. ¿Qué le había dicho? Que Guy había muerto antes de tener ocasión de pedirle por segunda vez el dinero que necesitaba para montar su empresa: acceso a Internet, el negocio del futuro; un negocio que podía hacer que su padre se sintiera orgulloso de tener un hijo tan visionario-. Dijiste que no habías tenido oportunidad de pedirle el dinero en esta visita.