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– Te mentí -contestó Adrián con rotundidad. Encendió otro cigarrillo y no la miró.

Margaret notó que se le secaba la garganta.

– ¿Por qué?

Adrián no contestó.

Quería zarandearle. Necesitaba sacarle una respuesta porque sólo con una respuesta tendría la posibilidad de descubrir el resto de la verdad y saber a qué se enfrentaba para actuar deprisa y planear el siguiente paso. Pero debajo de esa necesidad de intrigar, de justificar, de hacer lo que fuera para proteger a su hijo, Margaret era consciente de una sensación más profunda.

Si le había mentido acerca de haber hablado con su padre, también había mentido sobre otras cosas.

Después de su conversación con Bertrand Debiere, Saint James llegó al hotel muy pensativo. La joven recepcionista le entregó un mensaje; pero no lo abrió mientras subía las escaleras hasta su habitación, sino que se preguntó qué significaba que Guy Brouard se hubiera tomado tantas molestias y hubiera gastado tanto dinero para obtener unos documentos arquitectónicos que, al parecer, no tenían validez. ¿Estaba al corriente, o un hombre de negocios americano sin escrúpulos lo había engañado quedándose con su dinero y entregándole un proyecto para un edificio que nadie sería capaz de construir porque no era un proyecto oficial? ¿Y qué significaba que no fuera un proyecto oficial? ¿Se trataba de un plagio? ¿Se podía plagiar un diseño arquitectónico?

En la habitación, se acercó al teléfono mientras sacaba del bolsillo la información que había obtenido anteriormente de Ruth Brouard y el inspector en jefe Le Gallez. Encontró el número de Jim Ward y pulsó las teclas mientras organizaba sus pensamientos.

En California, aún era por la mañana y, al parecer, el arquitecto acababa de llegar a su despacho.

– Justo está entrando… -dijo la mujer que respondió al teléfono. Y después-: Señor Ward, alguien con un acento muy chulo pide por usted… -Y luego dijo al teléfono-: ¿De dónde llama? ¿Qué nombre me ha dicho?

Saint James lo repitió. Llamaba de Saint Peter Port, un lugar de la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha, explicó.

– Guau. Espere un segundín, ¿de acuerdo? -Y justo antes de que le dejara en espera, Saint James oyó que decía-: Eh, chicos, ¿dónde está el canal de la Mancha?

Pasaron cuarenta y cinco segundos, durante los cuales una música reggae alegre que sonaba a través del auricular del teléfono entretuvo a Saint James. Entonces, la música se cortó de repente y la voz agradable de un hombre dijo:

– Jim Ward. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Se trata otra vez de Guy Brouard?

– Entonces, ya ha hablado con el inspector en jefe Le Gallez -dijo Saint James. A continuación le explicó quién era él y cuál era su participación en la situación de Guernsey.

– Creo que no puedo ayudarle demasiado -dijo Ward-. Como le dije a ese policía cuando llamó, sólo me reuní una vez con el señor Brouard. Su proyecto parecía interesante, pero sólo llegué a enviarle las muestras. Estaba esperando a tener noticias de si quería algo más. Le mandé por correo algunas fotos nuevas para que viera varios edificios más que estoy proyectando en el norte de San Diego. Pero eso fue todo.

– ¿A qué se refiere con “pruebas”? -preguntó Saint James-. Lo que tenemos aquí, y he estado mirándolo hoy, parece ser un conjunto muy completo de dibujos. Los he revisado con un arquitecto de la isla…

– Son completos, sí. Reuní todo el material de un proyecto de principio a fin: un gran balneario que vamos a construir aquí en la costa. Lo incluí todo, menos los veintidós por veintiocho, el libro del proyecto. Le dije que le darían una idea de cómo trabajo, que era lo que quería el señor Brouard antes de pedirme algo más. Era una forma extraña de proceder, en mi opinión. Pero no me supuso ningún problema complacerle, y así ahorraba tiempo para…

Saint James le interrumpió.

– ¿Está diciendo que lo que le envió no eran los planos para un museo?

Ward se rio.

– ¿Un museo? No. Es un balneario de lujo: tratamientos completos para personas que se hacen la cirugía estética. Cuando me pidió una muestra de mi trabajo, los planos más completos que pudiera enviarle, ésos fueron los más fáciles de conseguir. Se lo dije. Le dije que el material que iba a mandarle no reflejaría lo que proyectaría para un museo. Pero me dijo que le parecía bien, que cualquier cosa serviría, siempre que fuera completo y pudiera entender lo que tenía delante.

– Por eso estos planos no son oficiales -dijo Saint James, más para sí mismo que para Ward.

– Exacto. Tan sólo son copias que tenemos en el despacho.

Saint James dio las gracias al arquitecto y colgó. Luego se sentó a los pies de la cama y se miró la punta de los zapatos.

Estaba experimentando un momento de ofuscación. Cada vez parecía más evidente que Brouard estaba utilizando el museo de tapadera. Pero ¿una tapadera para qué? Y, en cualquier caso, la pregunta que seguía en el aire era: ¿Había sido una tapadera desde el principio? Y si así era, ¿alguna de las personas más implicadas en la construcción del museo lo había descubierto y se había vengado por sentirse utilizada por Brouard? ¿Alguien, tal vez, que dependiera de su creación y que hubiera invertido en ella en diversos sentidos?

Saint James se presionó la frente con los dedos y exigió a su cerebro que pusiera todo en orden. Pero como al parecer le sucedía a toda persona asociada con la víctima, Guy Brouard estaba un paso por delante de él. Era una sensación exasperante.

Había dejado la nota doblada de la recepción encima del tocador, y la vislumbró al levantarse de la cama. Vio que era un mensaje de Deborah, que parecía haberlo escrito deprisa y corriendo.

“¡Han detenido a Cherokee! -había garabateado-. Por favor, ven en cuanto leas esto.” La expresión “por favor” estaba subrayada dos veces, y Deborah había añadido un mapa, dibujado apresuradamente, de cómo llegar a los apartamentos Queen Margaret en Clifton Street, adonde Saint James se dirigió de inmediato.

Apenas había llamado con los nudillos a la puerta del piso B cuando Deborah le abrió.

– Gracias a Dios -le dijo-. Me alegro de que estés aquí. Entra, cariño. Al fin conocerás a China.

China River estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas y una manta sobre los hombros como si fuera un chai.

– Creía que no iba a conocerte nunca -le dijo a Saint James-. Creía que no… -Se le desencajó la cara. Se llevó el puño a la boca.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Saint James a Deborah.

– No lo sabemos -contestó ella-. La policía no quiso decírnoslo cuando se lo llevaron. El abogado de China…, el defensor de China…, ha ido a hablar con ellos en cuanto le hemos llamado; pero aún no hemos tenido noticias suyas. Sin embargo, Simón… -Y entonces bajó la voz-. Creo que tienen algo…, que han encontrado algo. ¿Qué podría ser si no?

– ¿Sus huellas en el anillo?

– Cherokee no sabía nada del anillo. Nunca lo había visto. Se quedó tan sorprendido como yo cuando lo llevamos a la tienda de antigüedades y nos dijeron…

– Deborah -la interrumpió China desde el sofá. Los dos se volvieron hacia ella. Parecía notablemente indecisa, y luego igual de arrepentida-. Yo… -Pareció buscar en su interior la determinación para continuar-. Deborah, le enseñé el anillo a Cherokee justo cuando lo compré.

– ¿Estás segura de que no…? -le dijo Saint James a su mujer.