Выбрать главу

– Debs no lo sabía. No se lo dije. No quise hacerlo porque cuando me enseñó el anillo, aquí en el piso, Cherokee no dijo nada. Ni siquiera actuó como si lo reconociera. No imaginé…, ya sabes, por qué él… -Nerviosa, se mordió la cutícula del pulgar-. Él no lo dijo… Y yo no pensé…

– También se llevaron sus cosas -le dijo Deborah a Saint James-. Tenía una bolsa de viaje y una mochila. Estaban especialmente interesados. Eran dos, dos policías, quiero decir, y preguntaron: “¿Es todo? ¿Es todo lo que tiene?”. Después de llevárselo, volvieron y revisaron todos los armarios. También debajo de los muebles. Y hurgaron en la basura.

Saint James asintió.

– Hablaré directamente con el inspector en jefe Le Gallez -le dijo a China.

– Alguien lo planeó todo desde el principio -dijo China-. Buscamos a dos americanos estúpidos que nunca hayan salido de su país, que seguramente ni siquiera hayan tenido nunca el dinero suficiente para salir de California si no es haciendo autoestop. Les ofrecemos una oportunidad única en la vida. Les parecerá un buen trato, demasiado bueno para ser verdad, y se lanzarán sin pensárselo dos veces. Y entonces serán nuestros. -Le tembló la voz-. Nos han tendido una trampa. Primero a mí y ahora a él. Van a decir que lo planeamos juntos antes de salir incluso de Estados Unidos. ¿Y cómo podemos demostrar que no fue así, que ni siquiera conocíamos a estas personas, a ninguna? ¿Cómo podemos demostrarlo?

Saint James se resistió a decir lo que había que decirle a la amiga de Deborah. La mujer hallaba un consuelo extraño en pensar que ella y su hermano se encontraban ahora juntos en terreno pantanoso, pero la verdad del asunto estaba en lo que dos testigos habían visto la mañana del asesinato y en los indicios de la escena del crimen. La otra verdad residía en a quién habían detenido ahora y por qué.

– Me temo que está bastante claro que sólo hubo un asesino, China -dijo-. Vieron a una persona siguiendo a Brouard hasta la bahía, y junto a su cadáver sólo había un tipo de huellas.

La iluminación de la estancia era tenue, pero alcanzó a ver que China tragaba saliva.

– Entonces no daba igual a quién de los dos acusaran, a mí o a él. Pero no hay duda de que nos necesitaban a los dos para tener el doble de posibilidades de que señalaran a uno de los dos. Estaba todo planeado, nos han tendido una trampa desde el principio. Lo ves, ¿no?

Saint James se quedó callado. Sí veía que alguien había pensado en todo. Sí veía que el crimen no era fruto de un momento aislado. Pero también veía que, por lo que sabía de momento, sólo cuatro personas conocían la información de que dos estadounidenses -dos posibles cabezas de turco de un asesinato- viajarían a Guernsey para realizar una entrega a Guy Brouard: el propio Brouard, el abogado al que había contratado en California y los dos hermanos River. Ahora que Brouard estaba muerto y el abogado estaba controlado, los River eran los únicos que podían haber planeado el asesinato, o más bien uno de los River.

– La dificultad es que, al parecer -dijo con cuidado-, nadie sabía que ibais a venir.

– Alguien debía de saberlo. Porque la fiesta ya estaba organizada…, la fiesta para el museo…

– Sí. Lo entiendo. Pero parece que Brouard hizo creer a varias personas que el proyecto que había elegido iba a ser el de Bertrand Debiere. Eso sugiere que vuestra llegada, vuestra presencia en Le Reposoir, fue una sorpresa para todo el mundo menos para el propio Brouard.

– Debió de decírselo a alguien. Todo el mundo confía en alguien. ¿Qué me dices de Frank Ouseley? Eran buenos amigos. ¿O Ruth? ¿No se lo habría contado a su propia hermana?

– No parece. Y aunque se lo contara, ella no tenía razón alguna para…

– ¿Y nosotros sí? -China elevó la voz-. Venga ya. Le contó a alguien que íbamos a venir. Si no fue a Frank o a Ruth… Alguien lo sabía. Hazme caso. Alguien lo sabía.

– Puede que se lo dijera a la señora Abbott, a Anaïs, la mujer con la que salía -dijo Deborah.

– Y ella pudo correr la voz -dijo China-. Cualquiera pudo saberlo, entonces.

Saint James tenía que reconocer que era posible. Tenía que reconocer que hasta era probable. El problema era, naturalmente, que el que Brouard le hubiera hablado a alguien de la llegada de los River pasaba por alto un detalle importante que aún había que aclarar: la autenticidad cuestionable de los planos arquitectónicos. Brouard había presentado la acuarela del alzado como si fuera auténtica, el futuro museo de la guerra, cuando sabía desde el principio que no lo era. Así que si le había contado a alguien que los River iban a traer unos planos de California, ¿también le había dicho que los planos eran falsos?

– Tenemos que hablar con Anaïs, cariño -le instó Deborah-, y con su hijo también. El chico… Estaba muy nervioso, Simón.

– ¿Lo ves? -dijo China-. Hay otros, y uno de ellos sabía que íbamos a venir. Uno de ellos lo planeó todo a partir de esa información. Y tenemos que encontrar a esa persona, Simón, porque la policía no va a hacerlo.

Fuera, vieron que lloviznaba, y Deborah cogió a Simón del brazo, acurrucándose a su lado. Quería pensar que interpretaría su gesto como el de una mujer que busca refugio en la fuerza de su hombre, pero sabía que Simón no era de los que se sentían halagados con esas cosas. Sabría que lo hacía para asegurarse de que no patinara en un adoquín resbaladizo por culpa del agua y, dependiendo de su estado de ánimo, le seguiría la corriente o no.

Pareció elegir seguirle la corriente por la razón que fuera. No hizo caso de los motivos de su mujer y le dijo:

– El que no dijera nada sobre el anillo… Ni siquiera que lo había comprado su hermana o que había mencionado haberlo comprado o haberlo visto o algo por el estilo… No tiene buena pinta, cariño.

– No quiero ni pensar en lo que significa -reconoció Deborah-. Especialmente si las huellas de China están en el anillo.

– Hum. Ya he pensado que ibas en esa dirección hacia el final, a pesar de tu comentario sobre la señora Abbott. Parecías… -Deborah notó que Simón la miraba-. Parecías… afligida, supongo.

– Es su hermano -dijo ella-. No soporto pensar que su propio hermano… -Quería descartar por completo la idea, pero no podía. Estaba allí, igual que estaba desde el momento en que su marido señaló que nadie sabía que los hermanos River iban a ir a Guernsey. A partir de ese instante, sólo había podido pensar en las innumerables veces a lo largo de los años que había oído hablar de las proezas de Cherokee River a este lado de la ley. Era el auténtico hombre con un plan, y el plan siempre implicaba ganar dinero fácil. Era lo que había sucedido cuando Deborah vivía con China en Santa Barbara y escuchaba las historias de las proezas de Cherokee: desde alquilar su cama cuando era un adolescente, permitiendo que se utilizara su habitación por horas para citas entre jóvenes, hasta la próspera granja de cannabis a los treinta y pocos. El Cherokee River que Deborah conocía era un oportunista nato. La única cuestión era cómo definía cada uno la oportunidad que pudiera haber visto y aprovechado con la muerte de Guy Brouard.

– Lo que no soporto pensar es lo que significa acerca de China -dijo Deborah-, acerca de lo que quería que le pasara a ella… Es decir, que ella fuera la que… Entre toda la gente. Es horrible, Simón. Su propio hermano. ¿Cómo pudo…? Quiero decir, si lo hizo él, claro; porque, en realidad, tiene que haber otra explicación. No quiero creerme ésta.

– Siempre podemos buscar otra -dijo Simón-. Podemos hablar con los Abbott, y también con todos lo demás. Pero, Deborah…

Ella levantó la cabeza y vio preocupación en su rostro.

– Tienes que prepararte para lo peor -dijo.

– Lo peor sería que juzgaran a China -dijo-. Lo peor habría sido que China hubiera ido a la cárcel. Cargar con la culpa de… Cargar con la culpa de… de alguien… -Sus palabras se extinguieron al darse cuenta de que su marido tenía razón. Sin previo aviso, sin tiempo para adaptarse, se sentía atrapada entre una mala alternativa y la peor. En primer lugar, le debía lealtad a su vieja amiga. Así que sabía que debía alegrarse por que, en el último momento, se cancelaran una detención errónea y una acusación incorrecta que podrían haber motivado el encarcelamiento de China. Pero si el precio que tenía que pagar por su rescate era saber que su propio hermano había orquestado los hechos para provocar su detención… ¿Cómo podía alegrarse alguien de la liberación de China tras presentarse con esa información? ¿Y cómo podría China recuperarse de semejante traición?-. No va a creer que Cherokee le haya hecho esto -dijo al fin Deborah.