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– ¿Y tú? -preguntó Simón en voz baja.

– ¿Yo? -Deborah se paró. Habían llegado a la esquina de Berthelot Street, que descendía abruptamente hasta High Street y el muelle. La estrecha carretera estaba resbaladiza, y la lluvia que bajaba serpenteando hacia el puerto empezaba a formar riachuelos considerables que prometían crecer en las próximas horas. Para un hombre con paso inestable, no era prudente caminar por allí; sin embargo, Simón avanzó con decisión mientras Deborah pensaba en su pregunta.

Vio que, hacia la mitad de la pendiente, las ventanas del Admiral de Saumarez Inn parpadeaban intensamente en la penumbra, sugiriendo refugio y comodidad. Pero sabía que eran ofrecimientos engañosos incluso en el mejor de los tiempos, no más permanentes que la lluvia que caía sobre la ciudad. Sin embargo, su marido se dirigió hacia ellas. Deborah no contestó a su pregunta hasta que estuvieron a salvo en el refugio de la puerta del hotel.

– No me lo había planteado, Simón -le dijo entonces-. De todos modos, no estoy muy segura de qué quieres decir.

– Simplemente lo que he dicho. ¿Tú puedes creerlo? -le preguntó-. ¿Serás capaz de creerlo? Cuando llegue el momento, si llega, ¿estás dispuesta a creer que Cherokee River le tendió una trampa a su propia hermana? Porque probablemente significará que fue a Londres a buscarte expresamente a ti, o a mí, o a los dos, en realidad. Pero no fue sólo para ir a la embajada.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué fue a buscarnos, quieres decir? Para que su hermana creyera que la estaba ayudando, para asegurarse de que China no pensara en nada que pudiera provocar que le mirara con recelo o, peor, que dirigiera la atención de la policía hacia él. Yo diría que también aplacaba su conciencia trayendo a alguien que estuviera aquí con China; aunque si quería que su hermana cargara con el asesinato, no creo que tenga mucha conciencia.

– No te gusta, ¿verdad? -preguntó Deborah.

– No es cuestión de que me guste o no. Es cuestión de estudiar los hechos, considerarlos por lo que son y explicarlos detalladamente.

Deborah vio la verdad que encerraba aquello. Comprendía que la valoración desapasionada que hacía Simón de Cherokee River tenía dos orígenes: su experiencia en una ciencia que se empleaba con regularidad en investigaciones criminales y el poco tiempo que hacía que conocía al hermano de China. En resumen, Simón no apostaba nada ni por la inocencia de Cherokee ni por su culpabilidad. Pero ella no se encontraba en la misma situación.

– No, no puedo creer que lo haya hecho. Sencillamente, no puedo.

Simón asintió con la cabeza. Deborah pensó que su expresión era inexplicablemente sombría, pero se dijo que podía ser por la luz.

– Sí, es lo que me preocupa -dijo él, y la precedió al interior del hotel.

“Sabes lo que significa, ¿verdad, Frank? Lo sabes.” Frank no recordaba si aquéllas habían sido las palabras exactas de Guy Brouard o si simplemente habían aparecido en su rostro. En cualquier caso, sabía que habían existido entre ellos de una forma u otra. Eran tan reales como el nombre G. H. Ouseley y la dirección Moulin des Niaux que algún ario arrogante había escrito en la parte superior de un recibo de comida: salchichas, harina, huevos, patatas, judías. Y tabaco, para que el judas no tuviera que seguir fumando las hojas que pudiera recoger de los arbustos que crecían al borde de la carretera, secarlas y liarlas en un papel finísimo.

Sin tener que preguntar, Frank sabía el precio que se había pagado por estos productos. Lo sabía porque tres de los hombres insensatos que habían escrito a máquina la G.U.L.A a la luz débil y peligrosa de unas velas en la sacristía de Saint Pierre du Bois habían acabado en campos de trabajo por sus actos, mientras que el cuarto simplemente fue a una cárcel de Francia. Los tres habían muerto en (o por culpa de) esos campos de trabajo. El cuarto sólo había estado encerrado un año. Cuando hablaba de ese año, relataba la experiencia en la cárcel francesa como algo cruel, lleno de enfermedades y tremendamente inhumano; pero Frank comprendió que necesitaba describir así ese período. Seguramente incluso lo recordaba de esa manera porque recordarlo como un traslado lógico y necesario fuera de Guernsey por su propia seguridad en cuanto se consumara la traición a sus compañeros… Recordarlo como una forma de protección a su regreso por haber sido un espía que debía mucho a los nazis… Recordarlo como una recompensa por un acto cometido porque tenía hambre, por el amor de Dios, y no porque creyera en nada en particular… ¿Cómo podía sobrellevar un hombre ser el responsable de la muerte de sus amigos por llenarse la barriga con comida decente?

Con el tiempo, la mentira según la cual Graham Ouseley había sido uno de los traicionados por un colaboracionista se había convertido en su realidad. No podía permitirse que fuera de otra forma, y el hecho de que el colaboracionista fuese él -y tuviera sobre su conciencia la muerte de tres hombres buenos- sin duda sumiría su mente preocupada en la más absoluta confusión si le exponía la verdad. Sin embargo, la verdad quedaría expuesta en cuanto los periodistas comenzaran a hojear los documentos que solicitarían para confirmar los nombres que les diera.

Frank imaginaba cómo sería la vida cuando se destapara la historia. La prensa la cubriría durante días, y la televisión y las radios de la isla recogerían el testigo inmediatamente. Para acallar las protestas de los descendientes de los colaboracionistas -así como de aquellos colaboracionistas que, como Graham, aún estaban vivos-, la prensa proporcionaría las pruebas pertinentes. La historia no se publicaría si no se ofrecían de antemano esas pruebas, así que entre los colaboracionistas nombrados por el periódico aparecería el nombre de Graham Ouseley. Y qué ironía deliciosa encontrarían los distintos medios: que el hombre decidido a señalar a los sinvergüenzas que habían provocado detenciones, deportaciones y muertes fuera él mismo un villano de primer orden, un leproso al que había que apartar.

Guy le había preguntado a Frank qué pensaba hacer tras conocer la perfidia de su padre, y Frank no había sabido qué responder. Igual que Graham Ouseley no podía enfrentarse a la verdad de sus actos durante la ocupación, Frank había comprendido que no podía enfrentarse a la responsabilidad de aclarar las cosas. Así que había maldecido la tarde que había conocido a Guy Brouard en aquella conferencia en la ciudad y se arrepentía amargamente del momento en que había visto que el otro hombre tenía un interés por la guerra que igualaba el suyo. Si no lo hubiera visto y actuado de manera impulsiva, todo sería distinto. Ese recibo, guardado entre otros por los nazis para identificar a aquellos que los ayudaban, habría permanecido enterrado entre la inmensa montaña de documentos que formaban parte de la colección que había reunido, pero que no había clasificado, etiquetado ni identificado cuidadosamente.

La llegada de Guy Brouard a sus vidas había cambiado eso. Su sugerencia entusiasta de encontrar una instalación adecuada para la colección y el amor que sentía por la isla que se había convertido en su hogar se habían acoplado para crear un monstruo. Ese monstruo era el saber, y saber exigía reconocer y actuar. Éste era el atolladero al que Frank intentaba encontrar una salida infructuosamente.