Выбрать главу

Se acababa el tiempo. Con la muerte de Guy, Frank pensaba que habían comprado el silencio; pero acababa de ver que no era así. Graham estaba decidido a emprender el camino de su propia destrucción. Aunque había logrado esconderse durante más de cincuenta años, su refugio había desaparecido y ahora no había dónde ocultarse de lo que iba a ocurrirle.

Mientras se acercaba a la cómoda de su cuarto, Frank sintió como si sus piernas arrastraran unos grilletes. Cogió la lista de donde la había dejado y, mientras bajaba las escaleras, la sostuvo delante de él como si fuera una ofrenda ritual.

En el salón, el televisor mostraba a dos médicos con bata verde, inclinados sobre un paciente en un quirófano. Frank lo apagó y se volvió hacia su padre. Seguía dormido, con la boca abierta, un hilito de saliva formándose en la cavidad de su labio inferior.

Frank se encorvó sobre él y le puso la mano en el hombro.

– Papá, despierta -le dijo-. Tenemos que hablar. -Y lo sacudió con suavidad.

Graham abrió los ojos tras los cristales gruesos de sus gafas. Parpadeó confundido y dijo:

– Debo de haberme quedado algo traspuesto, Frankie. ¿Qué hora es?

– Tarde -dijo Frank-. Es hora de irse a dormir a la cama.

– Ah, de acuerdo, hijo -dijo Graham, e hizo un movimiento para levantarse.

– Pero aún no -dijo Frank-. Primero mira esto, papá. -Y sostuvo el recibo de la comida delante de él, a la altura de la vista defectuosa de su padre.

Graham frunció el ceño al tiempo que su mirada recorría el papel.

– ¿Y qué es? -preguntó.

– Dímelo tú. Lleva tu nombre. ¿Lo ves? Aquí arriba. También hay una fecha: dieciocho de agosto de 1943. Está casi todo escrito en alemán. ¿Qué opinas, papá?

Su padre negó con la cabeza.

– Nada. No sé lo que es. -Su declaración parecía sincera, porque no había duda de que para él lo era.

– ¿Sabes lo que pone? Lo que está escrito en alemán, quiero decir. ¿Puedes traducirlo?

– No sé alemán. Nunca he sabido. Nunca sabré. -Graham se movió impaciente en su sillón, se inclinó hacia delante y colocó las manos en los reposabrazos.

– Aún no, papá -dijo Frank para detenerle-. Deja que te lo lea.

– Has dicho que era hora de acostarse. -La voz de Graham sonaba cautelosa.

– Lo primero es lo primero. Pone: “Seis salchichas, una docena de huevos, dos kilos de harina, seis kilos de patatas, un kilo de judías y doscientos gramos de tabaco”. Tabaco de verdad. Es lo que los alemanes te dieron.

– ¿Los alemanes? -dijo Graham-. Tonterías. De dónde sacas… Déjame ver. -Hizo un débil intento de coger la lista.

Frank la apartó y dijo:

– Esto es lo que pasó, papá. Estabas harto de ir buscando aquí y allí sólo para sobrevivir. Los víveres escaseaban. Luego se acabaron. Zarzas para el té. Pieles de patata para hacer pasteles. Tenías hambre y estabas cansado y absolutamente harto de comer raíces y hierbajos. Así que les diste los nombres…

– Yo nunca…

– Les diste los que querían porque tú querías fumarte un cigarrillo en condiciones. Y carne. Dios mío, querías comer carne. Y sabías cómo conseguirla. Eso es lo que pasó. Tres vidas a cambio de seis salchichas; un trato justo cuando te ves obligado a comer gatos.

– ¡No es verdad! -protestó Graham-. ¿Te has vuelto loco o qué?

– Éste es tu nombre, ¿verdad? Ésta es la firma del Feld-kommandant al pie de la página: Heine. Justo aquí. Mírala, papá. Recibiste la aprobación de las altas esferas para obtener un trato de favor. Te pasaban alimentos de vez en cuando para que subsistieras durante la guerra. Si echo un vistazo al resto de documentos, ¿cuántos más voy a encontrar?

– No sé de qué me hablas.

– No. No lo sabes. Te has obligado a olvidar. ¿Qué otra cosa podías hacer cuando murieron? No te lo esperabas, ¿verdad? Creías que sólo los meterían en la cárcel y volverían a casa. Eso te lo reconozco.

– Te has vuelto loco, chico. Déjame levantarme del sillón. Apártate. Apártate, te digo, o te vas a enterar.

Esta amenaza paterna que había escuchado de niño, tan infrecuente que casi la había olvidado, ahora surtió efecto. Frank retrocedió un paso. Contempló cómo su padre se esforzaba por levantarse del sillón.

– Me voy a dormir, sí-le dijo Graham a su hijo-. Basta ya de bobadas. Tengo cosas que hacer mañana y quiero descansar. Y te lo advierto, Frank -añadió señalando con un dedo tembloroso el pecho de su hijo-, no intentes impedírmelo. ¿Me oyes? Hay historias que contar, y pienso contarlas.

– ¿Acaso no me escuchas? -le preguntó Frank con angustia-. Fuiste uno de ellos. Delataste a tus compañeros. Acudiste a los nazis. Llegaste a un acuerdo con ellos. Y te has pasado los sesenta años siguientes negándolo.

– ¡Yo nunca…! -Graham avanzó un paso hacia él, con las manos cerradas en puños decididos-. Murió gente, desgraciado. Hombres buenos, más de lo que tú llegarás a ser jamás, encontraron la muerte porque no quisieron rendirse. Oh, les dijeron que no lo hicieran, ¿verdad? “Colaborad, no os inmutéis, aguantad como podáis. El rey os ha abandonado, pero le importáis, sí, y algún día, cuando todo esto haya acabado, le veréis y se descubrirá ante vosotros. Mientras tanto, actuad como si hicierais lo que os dicen los nazis.”

– ¿Eso te decías? ¿Que simplemente actuabas como lo haría alguien que colaboraba? ¿Delatando a tus amigos, viendo cómo los detenían, viviendo la farsa de tu propia deportación cuando sabías desde el principio que sólo era una impostura? ¿Dónde te mandaron en realidad, papá? ¿Dónde te escondieron durante tu “año de cárcel”? Cuando volviste, ¿nadie se fijó en que estabas demasiado sano para haber pasado un año en la cárcel durante la guerra?

– ¡Tuve tuberculosis! Tuve que seguir un tratamiento.

– ¿Quién te la diagnosticó? No fue un médico de Guernsey, imagino. Y si ahora pidiéramos análisis, la clase de análisis que demuestran que has tenido tuberculosis, ¿qué resultado darían? ¿Positivo? Lo dudo.

– No digas tonterías -gritó Graham-. Tonterías, tonterías, tonterías. Dame ese papel. ¿Me oyes, Frank? Dámelo.

– No te lo daré -dijo Frank-. Y no hablarás con la prensa. Porque si lo haces… Papá, si lo haces… -Al fin sintió que el horror absoluto de todo aquello caía sobre éclass="underline" la vida que era una mentira y el papel que él, sin quererlo pero de manera entusiasta, había jugado en su creación. Había idolatrado la valentía de su padre durante los cincuenta y tres años de su vida, sólo para acabar descubriendo que su religión de un solo miembro se arrodillaba ante algo más insignificante que un becerro de oro. El dolor que le provocaba este saber no deseado era insoportable. La rabia que lo acompañaba bastaba para envolver y fracturar su mente. Con angustia dijo-: Yo era pequeño. Creí… -Y su voz se rompió con aquella declaración.

Graham se subió los pantalones.

– ¿Qué es eso? ¿Lágrimas? ¿Es lo único que tienes dentro? Nosotros teníamos mucho por lo que llorar, en aquella época. Cinco largos años de infierno, Frankie. Cinco años, hijo. ¿Nos oíste llorar? ¿Nos viste retorciéndonos las manos y preguntándonos qué hacer? ¿Nos viste esperando con paciencia de santo a que alguien expulsara a los nazis de esta isla? No fue así. Resistimos, sí, señor. Pintamos la “V”. Escondimos nuestras radios en el estiércol. Cortamos las líneas telefónicas y arrancamos los letreros de las calles y ocultábamos a los esclavos cuando escapaban. Acogíamos a soldados británicos cuando desembarcaban como espías, y nos podrían haber matado en cualquier momento por hacerlo. Pero ¿llorar como niños? ¿Lloramos alguna vez? ¿Lloriqueamos y gimoteamos? De ningún modo. Lo asumimos como hombres, porque es lo que éramos. -Se dirigió hacia las escaleras.