– Mírelas -dijo Le Gallez señalándolas con la cabeza. Parecía bastante ufano.
Saint James pudo ver que las fotos mostraban un frasco marrón de tamaño medio, de los que a menudo contienen jarabe para la tos. Descansaba sobre lo que parecían hierbas muertas y hierbajos, con una madriguera a cada lado. Una de las fotografías mostraba su tamaño en comparación con una regla de plástico. Otras revelaban su localización respecto a la flora viva más cercana, al campo en el que ¿descansaba, al seto que ocultaba el campo de la carretera y a la propia carretera rodeada de bosques que Saint James reconoció, puesto que la había recorrido personalmente.
– La carretera que conduce a la bahía -dijo.
– El lugar es ése, sí -admitió Le Gallez.
– ¿Qué es?
– ¿El frasco? -El inspector en jefe se acercó a una mesa, cogió un papel y lo leyó-: Eschscholtzia californica.
– ¿Que es?
– Aceite de adormidera.
– Ya tiene su opiáceo, entonces.
Le Gallez sonrió.
– Pues sí.
– Y californica significa…
– Lo que cabría esperar. Las huellas de él están en el frasco, inconfundibles, claras y estupendas; una visión para unos ojos doloridos de tanto trabajar, si me permite el comentario.
– Maldita sea -murmuró Saint James, más para sí mismo que para el inspector en jefe.
– Tenemos al asesino. -Le Gallez parecía estar totalmente seguro de sus hechos, como si no hubiera estado igual de seguro hacía veinticuatro horas de que tenían a la asesina.
– Entonces, ¿qué explicación le da?
Le Gallez utilizó un lápiz para señalar las fotografías mientras hablaba.
– ¿Cómo llegó allí, quiere decir? Imagino que fue así: no echaría el opiáceo en el termo la noche anterior o incluso a primera hora de la mañana. Siempre existía la posibilidad de que Brouard lo limpiara antes de utilizarlo para el té, así que lo siguió hasta la bahía y vertió el aceite en el termo mientras Brouard nadaba.
– ¿Y se arriesgó a que lo vieran?
– ¿Qué clase de riesgo suponía? Ni siquiera había amanecido, así que no esperaba que nadie estuviera levantado. Pero por si había alguien, se puso la capa de su hermana. Por su parte, Brouard estaba nadando en la bahía y no prestaba atención a la playa. No supondría ningún problema para River esperar a que empezara a nadar. Entonces, se acercó sigilosamente al termo (había seguido a Brouard, así que sabría dónde lo dejaba) y echó el aceite dentro. Luego, se marchó a donde fuera: entre los árboles, detrás de una roca, cerca del hotelito. Esperó a que Brouard saliera del agua y se bebiera el té como hacía todas las mañanas y como todo el mundo sabía que hacía. Té verde y ginkgo: te deja como nuevo y, lo más importante, te pone caliente, que es lo que Brouard quería para mantener contenta a su novia. River esperó a que el opiáceo hiciera efecto. Y, entonces, fue a por él.
– ¿Y si no le hubiera hecho efecto en la playa?
– A él le daba igual, ¿no? -Le Gallez se encogió de hombros elocuentemente-. Tampoco habría amanecido aún, y el opiáceo haría efecto en algún momento mientras Brouard regresaba a casa. Podría ir a por él independientemente de dónde pasara. Cuando sucedió en la playa, le metió la piedra garganta abajo y fin de la historia. Creyó que etiquetaríamos la causa de la muerte como asfixia por objeto extraño y, en efecto, es lo que pasó. Se deshizo del frasco de aceite de adormidera lanzándolo entre los arbustos mientras volvía a la casa. No pensó que realizaríamos análisis toxicológicos independientemente de cuál pareciera que había sido la causa de la muerte.
Aquello tenía sentido. Los asesinos siempre cometían algún error de cálculo en algún punto; en gran parte, era así como se los atrapaba. Si las huellas de Cherokee River estaban en el frasco que contenía el opiáceo, tenía sentido que Le Gallez pusiera su punto de mira en él. Pero todos los demás detalles del caso carecían de explicación. Saint James eligió uno.
– ¿Cómo explica el anillo? ¿También tiene sus huellas?
Le Gallez negó con la cabeza.
– No hemos podido extraer una huella decente; sólo una parcial de una parcial, pero no más.
– ¿Entonces?
– Lo llevaría con él. Puede que incluso pensara en metérselo garganta abajo a Brouard en lugar de la piedra. La piedra nos despistó un poco, lo que sería perfecto, a su modo de ver. Al fin y al cabo, ¿hasta qué punto quería que resultara tan descarado que su hermana fuera la asesina? No querría ponérnoslo tan fácil. Querría que nos lo trabajáramos un poco antes de llegar a esa conclusión.
Saint James pensó en todo aquello. Era bastante razonable -pese a las lealtades de su mujer hacia los River-, pero había algo más que Le Gallez no contaba en sus prisas por cerrar el caso sin colgar el crimen a un conciudadano de la isla.
– Imagino que verá que lo que sirve para Cherokee River también sirve para otros -dijo-. Y hay otras personas que tenían motivos para querer que Brouard muriera. -No esperó a que Le Gallez se lo rebatiera, apresurándose a decir-: Henry Moullin lleva una rueda mágica en sus llaves y soñaba con ser un artista del cristal, a instancias de Brouard, lo que, según parece, quedó en nada. Al parecer, Bertrand Debiere se ha endeudado porque dio por sentado que conseguiría el encargo del museo.
Le Gallez le interrumpió haciendo un gesto con la mano.
– Moullin y Brouard eran muy amigos. Hacía años que lo eran. Trabajaron juntos para transformar la vieja Thibeault Manor en Le Reposoir. No me cabe la menor duda de que Henry Moullin le daría la piedra en un momento u otro como muestra de amistad; una forma de decir: “Ahora eres uno de los nuestros, amigo mío”. En cuanto a Debiere, no veo a Nobby matando al hombre a quien esperaba hacer cambiar de opinión, ¿y usted?
– ¿Nobby?
– Bertrand. -Le Gallez tuvo la cortesía de parecer avergonzado-. Es un apodo. Fuimos juntos al colegio.
A ojos del inspector en jefe, eso probablemente convertía a Debiere en un candidato al asesinato aún menos potencial de lo que sería si fuera un simple habitante de Guernsey. Saint James buscó una forma de ampliar las miras del inspector, aunque fuera sólo un poquito.
– Pero ¿por qué? ¿Qué móvil podía tener Cherokee River? ¿Qué móvil podía tener su hermana cuando era su sospechoso principal?
– El viaje de Brouard a California, hace unos meses. River lo planeó todo allí.
– ¿Porqué?
Le Gallez perdió la paciencia.
– Escuche, amigo, no lo sé -dijo acaloradamente-. No tengo que saberlo. Sólo tengo que encontrar al asesino de Brouard y es lo que he hecho. Primero detuve a su hermana, cierto; pero la detuve por las pruebas que dejó él, igual que ahora le he detenido a él por las pruebas que tenemos.
– Sin embargo, las pudo dejar otra persona.
– ¿Quién? ¿Por qué? -Le Gallez se bajó de la mesa y avanzó hacia él con bastante más agresividad de la que justificaba el momento, y Saint James supo que estaba a un paso de que le echara de la comisaría sin ningún miramiento.
– Ha desaparecido dinero de la cuenta de Brouard, inspector -dijo en voz baja-, una gran cantidad de dinero. ¿Lo sabía?
La expresión de Le Gallez cambió. Saint James aprovechó la ventaja.
– Ruth Brouard me lo contó. Según parece, fue desembolsándolo a lo largo de un período de tiempo.
Le Gallez pensó en aquello. Con menos convicción que antes, dijo:
– River pudo…
Saint James lo interrumpió.
– Si quiere creer que River estaba implicado en eso, en una especie de chantaje, digamos, ¿por qué iba a matar a la gallina de los huevos de oro? Pero si así era, si River estaba chantajeando a Brouard, ¿por qué Brouard aceptó que precisamente él, entre todas las personas, fuera el mensajero escogido por su abogado en Estados Unidos? Kiefer tendría que haberle comunicado el nombre antes de la llegada de River; si no, ¿cómo iba a saber a quién recoger en el aeropuerto? Cuando se lo dijo, al ver que el nombre era River, habría anulado el trato de inmediato.