– No lo supo a tiempo -replicó Le Gallez, pero parecía mucho menos seguro de sí mismo.
Saint James siguió insistiendo.
– Inspector, Ruth Brouard no sabía que su hermano estaba dilapidando su fortuna. Imagino que nadie más lo sabía; al menos, no al principio. Por lo tanto, ¿no tiene sentido que alguien lo matara tal vez para impedir que se puliera el dinero? Si no es eso, ¿no sugiere que estaba involucrado en algo ilegal? ¿Y no sugiere eso un móvil para el asesinato mucho más sólido que cualquiera que tengan los River?
Le Gallez permaneció en silencio. Saint James vio por su expresión que el inspector en jefe estaba desconcertado por recibir una información sobre la víctima que debería haber conocido. Miró la pizarra, donde las fotografías del frasco que contenía el opiáceo manifestaban que habían encontrado a su asesino. Volvió a mirar a Saint James y pareció meditar el reto que el otro hombre le había planteado.
– Bien -dijo al fin-. Acompáñeme, pues. Tenemos que hacer algunas llamadas.
– ¿A quién? -preguntó Saint James.
– A las únicas personas que pueden conseguir que un banquero hable.
China era una copiloto excelente. Donde había letreros, decía los nombres de las calles que iban pasando mientras avanzaban hacia el norte por el paseo marítimo, y las llevó sin equivocarse de desvío ni una sola vez a Vale Road, en el extremo norte de la bahía de Belle Greve.
Atravesaron un pequeño barrio con su supermercado, su peluquería y su taller de reparación, y en un semáforo -uno de los pocos que había en la isla- torcieron hacia el noroeste. Siguiendo la pauta que tenía Guernsey de cambiar continuamente su paisaje, se encontraron en una zona agrícola tras recorrer menos de un kilómetro de carretera. Estaba definida por algunas hectáreas de invernaderos que parpadeaban al sol y, más allá, se extendían los campos. Cuando se habían adentrado en esta zona unos cuatrocientos metros, Deborah la reconoció y se preguntó por qué no se había fijado antes. Miró con cautela a su amiga en el asiento del copiloto y vio por la expresión de China que ella también se había dado cuenta de dónde estaban.
– Para aquí, ¿vale? -dijo de repente China cuando llegaron al desvío de la penitenciaría de los estados. Cuando Deborah frenó en un apartadero que había a unos veinte metros, China se bajó del coche y se acercó a una maraña de espinos y endrinos que servían de seto. Por encima y a lo lejos, se alzaban dos de los edificios que constituían la prisión. Con su exterior amarillo pálido y tejado de rojo, podría haber sido una escuela o un hospital. Sólo las ventanas -con barrotes de hierro- indicaban lo que era.
Deborah se acercó a su amiga. China parecía ensimismada, y Deborah no se decidió a interrumpir sus pensamientos. Así que se quedó a su lado en silencio y sintió la frustración de su propia incompetencia, en especial cuando la comparaba con la ternura que había recibido de aquella mujer cuando ella la había necesitado.
Fue China la que habló.
– Cherokee no podría soportarlo. Imposible.
– No creo que nadie pudiera. -Deborah pensó en las puertas de la cárcel cerrándose y las llaves girando y el tiempo de condena: días que se transformaban lentamente en semanas y luego en meses hasta que pasaban los años.
– Para Cherokee sería peor -dijo China-. Para los hombres siempre es peor.
Deborah la miró. Recordó que China le había descrito, hacía años, la única vez que había ido a visitar a su padre a la cárcel.
– Sus ojos -le había dicho-. No podía mantenerlos fijos. Estábamos sentados a una mesa, y cuando alguien pasaba muy cerca de él, se daba la vuelta deprisa como si esperara que le apuñalaran, o algo peor.
En aquella ocasión, había estado encerrado cinco años. China le contó que el sistema penitenciario de California siempre tenía los brazos abiertos para recibir a su padre.
– Dentro no sabe con qué se va a encontrar -dijo ahora China.
– No va a llegar a tanto -le dijo Deborah-. Lo solucionaremos pronto, y los dos podréis volver a casa.
– ¿Sabes? Yo solía quejarme de ser tan pobre, de juntar la calderilla con la esperanza de tener un rinconcito algún día. Lo odiaba: trabajar durante el instituto sólo para poder pagarme unos zapatos en un sitio como Kmart; hacer de camarera durante años para reunir el dinero suficiente para estudiar en Brooks, y luego ese apartamento en Santa Bárbara, esa humedad que tuvimos, Debs. Dios mío, lo odiaba todo. Pero lo retiraría todo ahora mismo con tal de salir de aquí. La mayoría de las veces me vuelve loca. Me daba pavor coger el teléfono cuando sonaba porque siempre temía que fuera Cherokee y me dijera: “¡Chine! Espera a oír el plan que tengo”, y yo sabía que sería algo turbio o algo que quería que le ayudara a financiar. Pero ahora mismo…, en este mismo instante…, lo daría casi todo por tener a mi hermano conmigo y estar con él en el muelle de Santa Bárbara mientras me cuenta su último chanchullo.
Impulsivamente, Deborah abrazó a su amiga. Al principio, China estaba rígida; pero Deborah se mantuvo firme hasta que se relajó.
– Vamos a sacarle de ésta -le dijo-. Os vamos a sacar a los dos. Volveréis a casa.
Regresaron al coche. Mientras Deborah salía marcha atrás del apartadero y se incorporaba de nuevo a la carretera principal, China dijo:
– Si hubiera sabido que después iban a ir a por él… Suena como si quisiera hacerme la mártir. No es eso. Pero creo que preferiría cumplir yo la condena.
– Nadie va a ir a la cárcel -dijo Deborah-. Simón se encargará de ello.
China tenía el mapa abierto encima de las rodillas y lo miró como si comprobara la ruta.
– El no es… -dijo con cautela-. Es muy distinto… Nunca habría pensado… -Se calló. Y luego dijo-: Parece muy majo, Deborah.
Deborah la miró y acabó su pensamiento:
– Pero no se parece en nada a Tommy, ¿no?
– En nada. Pareces…, no sé…, ¿menos libre con él? Menos libre de lo que eras con Tommy, en cualquier caso. Recuerdo cómo te reías con él, y las aventuras que compartíais, y que eras alocada. Por alguna razón, no te veo así con Simón.
– ¿No? -Deborah sonrió, pero era una sonrisa forzada. Lo que decía su amiga era la pura verdad. Su relación con Simón no podía ser más distinta de la que mantuvo con Tommy. Pero, de algún modo, percibió la observación de China como una crítica a su marido, y esa crítica provocó que quisiera defenderle, y no le gustó la sensación-. Tal vez sea porque nos ves en una situación bastante seria.
– No creo que sea eso -dijo China-. Como has dicho, es distinto a Tommy. Quizá sea porque es… ya sabes. ¿Por la pierna? ¿Se toma más en serio la vida por eso?
– Tal vez sea que tiene más motivos para ser serio. -Deborah sabía que aquello no era necesariamente verdad: como inspector de homicidios, Tommy tenía preocupaciones profesionales que pesaban más que las de Simón. Pero buscó una forma de explicar a su amiga cómo era su marido, una forma que le permitiera comprender que querer a un hombre que vivía casi todo el tiempo encerrado en sí mismo no era tan distinto a querer a un hombre que era directo, apasionado y que se implicaba a fondo en la vida. “Es porque Tommy puede permitirse ser así -quiso decir Deborah en defensa de su marido-. No porque sea rico, sino porque es su forma de ser y punto. Es una persona segura, de una forma en que otros hombres no lo son.”
– ¿Por su discapacidad, quieres decir? -dijo China al cabo de un momento.
– ¿Qué?
– Por eso Simón es más serio.
– En realidad, nunca pienso en su discapacidad -le dijo Deborah. Mantuvo la vista fija en la carretera para que su amiga no pudiera ver la mentira en su rostro.