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– Estamos enamorados, tía Val -le había dicho la niña con la inocencia candida de una virgen desflorada reciente y placenteramente-. ¿Es que tú nunca has estado enamorada?

Nada pudo convencer a la niña de que los hombres como Guy Brouard no se enamoraban. Ni siquiera le importó lo más mínimo ser plenamente consciente de que se estaba tirando a Anaïs Abbott al mismo tiempo que gozaba de ella.

– Oh, ya hemos hablado de eso. Tiene que hacerlo -dijo Cynthia-, o la gente podría creer que se acuesta conmigo.

– ¡Pero es que se está acostando contigo! ¡Tiene sesenta y ocho años! Dios santo, podrían meterle en la cárcel.

– Oh, no, tía Val. Esperamos hasta que tuve la edad.

– ¿Esperasteis…?

Y, en un instante, Valerie vio pasar ante ella los años que su hermano llevaba trabajando para Guy Brouard en Le Reposoir. Alguna de las niñas le acompañaba de vez en cuando porque para Henry era importante pasar tiempo con ellas por separado, para compensar el hecho de que su madre los hubiera abandonado para irse a vivir con una estrella de rock cuyo brillo celestial se había extinguido hacía tiempo.

Cynthia había sido la compañera más frecuente de su padre. Valerie no había pensado nada hasta que vio por primera vez las miradas que se cruzaban la niña y Guy Brouard, hasta que observó el contacto casual entre ellos -sólo una mano rozando un brazo-, hasta que los siguió una vez y los observó y esperó y luego se enfrentó a la niña para descubrir lo peor.

Tuvo que decírselo a Henry. No le quedó más remedio cuando le resultó imposible convencer a Cynthia de que lo dejara. Y allí estaban las consecuencias de habérselo contado, acechándola como la cuchilla de una guillotina que espera una señal para descender.

Empezó a caminar entre los tristes restos del imaginativo jardín. El coche de Henry estaba aparcado a un lado de la casa, no muy lejos del granero donde elaboraba el cristal; pero el propio granero estaba cerrado a cal y canto, así que se dirigió a la puerta de la casa. Allí, se detuvo un momento para tranquilizarse antes de llamar.

“Es mi hermano”, se dijo. No tenía nada de lo que preocuparse y menos aún que temer. Habían sobrellevado juntos una infancia difícil en la casa de una madre amargada que -como el propio Henry en una repetición de la historia- había sido abandonada por un esposo infiel. Por esta razón compartían algo más que sangre. Compartían recuerdos tan poderosos que nada podría ser nunca más importante que la forma como habían aprendido a apoyarse el uno en el otro, a criarse el uno al otro ante la ausencia física de uno de los progenitores y la desaparición emocional del otro. Habían logrado que no importara. Juraron que no empañaría sus vidas. Que hubieran fracasado ahora no era culpa de nadie y, sin duda, no se debía a la falta de determinación y esfuerzo.

La puerta se abrió de repente antes de que pudiera llamar, y su hermano apareció ante ella con un cesto de ropa sucia en la cadera. Estaba tan ceñudo como siempre.

– Val, ¿ qué cono quieres? -Tras lo cual, se marchó a la cocina, donde había construido un cobertizo que servía de lavadero.

Cuando le siguió, no pudo evitar fijarse en que Henry hacía la colada como ella le había enseñado: la ropa blanca, la oscura y la de color cuidadosamente separadas, y las toallas en otro montón.

Henry vio que le observaba, y un gesto de odio hacia sí mismo cruzó su rostro.

– Algunas lecciones no se olvidan fácilmente -le dijo.

– He estado llamando -dijo ella-. ¿Por qué no has contestado? Estabas en casa, ¿verdad?

– No quería. -Abrió la lavadora, donde la ropa estaba lista, y empezó a pasarla a la secadora. Cerca, en un fregadero, el agua goteaba rítmicamente sobre algo que estaba en remojo. Henry lo examinó, echó un chorro de lejía y lo removió enérgicamente con una larga cuchara de madera.

– No es bueno para el negocio -dijo Val-. Podría llamarte alguien para contratarte.

– Al móvil sí he contestado -le dijo-. Las llamadas de negocios las recibo ahí.

En silencio, Valerie soltó un taco al oír aquella información. No había pensado en el móvil. ¿Por qué? Porque estaba demasiado asustada y preocupada y atormentada por los remordimientos como para pensar en otra cosa que no fuera calmar sus nervios destrozados.

– Ah, el móvil. No había pensado en el móvil.

– Bien -dijo él, y empezó a meter el siguiente fardo de ropa sucia en la lavadora. Era la ropa de las niñas: vaqueros, jerséis y calcetines-. No habías pensado, Val.

El desprecio en su voz la hirió, pero se negó a consentir que la intimidara para que se fuera.

– ¿Dónde están las niñas, Harry? -le preguntó.

Su hermano la miró cuando utilizó el diminutivo. Por un instante, Valerie pudo ver más allá de la máscara de odio que llevaba puesta y Henry volvió a ser el niño pequeño a quien cogía de la mano cuando cruzaban el paseo marítimo para ir a bañarse a las piscinas de Havelet Bay. “No puedes esconderte de mí, Harry”, quería decirle. Pero en lugar de eso, esperó a que le contestara.

– En el colegio. ¿Dónde iban a estar si no?

– Supongo que me refería a Cyn -reconoció.

Henry no contestó.

– Harry, no puedes tenerla encerrada… -dijo.

– Nadie está encerrado en ningún lado -le dijo él señalándola con el dedo-. ¿Me oyes? Nadie está encerrado.

– Entonces, la has dejado salir. Ya he visto que has quitado las rejas de las ventanas.

En lugar de contestar, cogió el detergente y lo vertió en la ropa. No lo midió y se quedó mirándola mientras el líquido caía y caía, como si la desafiara a darle un consejo. Pero lo había hecho una vez, sólo una vez, que Dios la perdonara. Y estaba allí para asegurarse de que su frase “Henry, tienes que tomar medidas” no había tenido consecuencias.

– Entonces, ¿ha ido a algún sitio?

– No sale de su cuarto.

– ¿Has quitado el candado de la puerta?

– Ya no hace falta.

– ¿No hace falta? -Valerie sintió un escalofrío. Se abrazó el cuerpo, aunque en la casa no hacía nada de frío.

– No hace falta -repitió Henry y, como si quisiera ilustrar su observación, se acercó al fregadero donde goteaba el agua y utilizó la cuchara de madera para pescar algo.

Sacó unas braguitas y dejó que el agua chorreara y formara un charco en el suelo. Valerie vio la mancha tenue que aún tenían a pesar del remojo y la lejía. Le entraron náuseas al entender exactamente por qué su hermano había encerrado a su hija en su cuarto.

– No lo está -dijo Valerie.

– Una brisa en el infierno. -Señaló los dormitorios con la cabeza-. No quiere salir. Puedes hablar con ella si quieres. Pero ahora se ha encerrado por dentro y llora como una gata separada de sus gatitos. Será estúpida. -Cerró de golpe la tapa de la lavadora, pulsó algunos botones y dejó trabajar a la máquina.

Valerie fue a la habitación de su sobrina. Llamó a la puerta, dijo su nombre, y añadió:

– Soy la tía Val, cielo. ¿Me abres? -Pero Cynthia guardaba un perfecto silencio. Entonces, Valerie pensó lo peor. Gritó-: ¿Cynthia? ¡Cynthia! Quiero hablar contigo. Abre la puerta, por favor. -De nuevo, el silencio, un silencio sepulcral e inhumano, fue la única respuesta. A Valerie le pareció que sólo había una forma de que una niña de diecisiete años pasara de llorar como una gata al mutismo más absoluto. Fue corriendo a buscar a su hermano-. Tenemos que entrar en ese cuarto -dijo-. Puede que se haya…

– Tonterías. Saldrá cuando esté lista. -Soltó una risotada-. Tal vez se haya acostumbrado a estar ahí dentro.

– Henry, no puedes dejar que…

– ¡No me digas lo que puedo y lo que no puedo hacer! -gritó-. Nunca vuelvas a decirme nada más. Ya me has dicho suficiente. Ya has cumplido con tu obligación. Me enfrentaré al resto como yo quiera.

Ahí estaba su mayor miedo: cómo se enfrentaría a ello su hermano. Porque tenía que enfrentarse a algo mucho mayor que la actividad sexual de su hija. Si hubiera sido algún chico del pueblo, del colegio, tal vez Henry habría advertido a Cynthia de los peligros, tal vez se habría preocupado de que tomara las precauciones necesarias para protegerla de las secuelas de un sexo que era esporádico pero a la vez muy intenso, porque todo era nuevo para ella. Pero esto era más que el despertar sexual de una hija. Se trataba de una seducción y una traición tan profundas, que cuando Valerie se las reveló a su hermano, él no la creyó. No podía creerlo. Se había alejado de la información como un animal aturdido por un golpe en la cabeza.