Su cumpleaños. Ruth miró a su hermano. Se sentía atrapada en un mundo que no reconocía, gobernada por la máxima “Si te apetece, hazlo; ya te explicarás luego, pero sólo si te descubren”.
– Cumplirá los dieciocho dentro de tres meses. Hemos pensado celebrar una cena de cumpleaños… Tú, su padre y sus hermanas. Tal vez Adrián venga de Inglaterra también. Hemos pensado que pondré el anillo entre sus regalos, y cuando lo abra… -Sonrió. Parecía un chaval, Ruth tenía que admitirlo-. Menuda sorpresa se llevará. ¿Puedes guardar el secreto hasta entonces?
– Todo esto es… -dijo Ruth, pero no pudo seguir hablando. Sólo podía imaginar, y lo que imaginaba era demasiado terrible de afrontar, así que giró la cabeza.
– Ruth, no tienes nada que temer -le dijo Guy-. Tu hogar sigue estando conmigo, como siempre. Cyn lo sabe, y ella también quiere que sea así. Te quiere como a… -Pero no completó la frase.
Lo que le permitió a ella completarla.
– Una abuela -dijo-. Y eso ¿en qué te convierte a ti?
– El amor no tiene edad.
– Dios mío, eres cincuenta años…
– Sé cuántos años le saco -le espetó su hermano. Se acercó de nuevo a la cama y la miró. Su expresión era de perplejidad-. Creía que te alegrarías por los dos, porque nos querernos, porque queremos compartir nuestras vidas.
– ¿Cuánto tiempo? -le preguntó ella.
– Nadie sabe cuántos años va a vivir.
– Me refiero a cuánto tiempo. Lo de hoy… No ha podido ser… Estaba demasiado cómoda.
Al principio, Guy no respondió, y a Ruth empezaron a sudarle las manos porque se daba cuenta de qué implicaba exactamente su reticencia a contestar.
– Dímelo. Si no me lo dices tú, me lo dirá ella.
– Desde el día que cumplió los dieciséis, Ruth.
Era peor de lo que pensaba porque sabía lo que significaba: que su hermano había tomado a la chica el mismo día que fue totalmente legal hacerlo. Eso significaría que se había fijado en ella hacía tiempo, sabía Dios cuánto. Lo había planeado todo y había orquestado cuidadosamente su seducción. Dios mío, pensó, cuando Henry lo descubriera… Cuando lo averiguara todo como acababa de hacer ella…
– Pero ¿qué pasa con Anaïs Abbott? -le preguntó como atontada.
– ¿Qué pasa con Anaïs?
– Me dijiste lo mismo sobre ella. ¿No te acuerdas? Me dijiste: “Es la definitiva”. Y entonces lo creías. ¿Qué te hace pensar que ahora…?
– Esto es distinto.
– Guy, siempre es distinto. Es distinto en tu mente, pero sólo porque se trata de algo nuevo.
– No lo entiendes. ¿Cómo podrías entenderlo? Nuestras vidas han seguido caminos muy distintos.
– He visto todos los pasos que has dado en el tuyo -dijo Ruth-, y esto es…
– Más importante -la interrumpió-, profundo, transformador. Si estoy tan loco para alejarme de ella y de lo que tenemos, entonces merezco estar solo para siempre.
– Pero ¿qué pasa con Henry?
Guy apartó la mirada.
Entonces, Ruth vio que Guy sabía muy bien que, para llegar a Cynthia, había utilizado calculadamente a su amigo Henry Moullin. Vio que frases del tipo “Llamemos a Henry para que le eche un vistazo al problema” en referencia a un tema u otro de la finca había sido la fórmula empleada por Guy para tener acceso a la hija de Henry. E igual que sin duda racionalizaría esta maquinación si se la planteaba, también seguiría racionalizando lo que ella sabía que, en realidad, era una falsa ilusión más acerca de una mujer que aparentemente se había ganado su corazón. Oh, claro que creía que Cynthia Moullin era la definitiva. Pero también lo había creído de Margaret y luego de JoAnna y de todas las Margarets y las JoAnnas que vinieron después, hasta incluir a Anaïs Abbott. Hablaba de casarse con esta última Margaret-y-JoAnna sólo porque tenía dieciocho años y ella le deseaba y a él le gustaba lo que despertaba eso en su ego de anciano. Con el tiempo, sin embargo, perdería interés, o lo perdería ella. Pero en cualquier caso, había gente que iba a sufrir, que iba a quedar destrozada. Ruth tenía que hacer algo para evitarlo.
Así que habló con Henry. Ruth se dijo que lo hacía para salvar a Cynthia de un desengaño amoroso, y necesitaba creerlo incluso ahora. Miles de cosas distintas hacían que el romance entre su hermano y la adolescente fuera moral y éticamente reprobable. Si Guy carecía de la sensatez y el valor para ponerle fin con delicadeza y dejar libre a la chica para que tuviera una vida plena y real -una vida con un futuro-, ella debía tomar las medidas necesarias para imposibilitarle que siguiera adelante.
Su decisión fue contarle a Henry Moullin solamente una verdad a medias: que tal vez Cynthia estaba encariñándose demasiado con Guy, que iba demasiado por Le Reposoir en lugar de dedicar tiempo a sus amigos o a los estudios, que buscaba excusas para pasarse por la finca y hablar con su tía, que empleaba demasiadas de sus horas libres siguiendo a Guy. Ruth lo calificó de amor pueril y dijo que quizá Henry quisiera hablar con la chica…
El hombre lo hizo, y Cynthia respondió con una franqueza que Ruth no esperaba. Le dijo apaciblemente a su padre que no era un enamoramiento de colegiala ni un amor pueril. En realidad, no había nada de lo que preocuparse. Pensaban casarse, porque ella y el amigo de su padre eran amantes hacía ya casi dos años.
Así que Henry irrumpió en Le Reposoir y encontró a Guy dando de comer a los patos al final del jardín tropical. Stephen Abbott estaba con él, pero a Henry no le importó lo más mínimo.
– ¡Asqueroso de mierda! -le gritó, y avanzó hacia Guy-. Voy a matarte, cabrón. Te cortaré la polla y te la meteré en la boca. Te pudrirás en el infierno. ¡Has tocado a mi hija!
Stephen fue corriendo a buscar a Ruth, balbuceando. Ella entendió el nombre de Henry Moullin y las palabras “gritando por Cyn” y dejó lo que estaba haciendo y siguió al chico afuera. Mientras cruzaban apresuradamente el campo de croquet, escuchó por sí misma los gritos furiosos. Miró a su alrededor frenéticamente, buscando a alguien que pudiera intervenir; pero no vio el coche de Kevin y Valerie y sólo estaban ella y Stephen para detener aquella violencia.
Porque habría violencia; Ruth se percató de ello. Qué estúpida había sido al pensar que un padre se enfrentaría al hombre que había seducido a su hija y no querría estrangularle, no querría matarle.
Cuando llegó al jardín tropical, escuchó los golpes. Henry gruñía enfurecido y los patos parpaban; en cambio, Guy estaba absolutamente mudo, como una tumba. Ruth soltó un grito y atravesó los arbustos.
Había cuerpos por todas partes: sangre, plumas y muerte. Henry estaba entre los patos que había golpeado con la tabla que aún sostenía. Respiraba agitadamente, y las lágrimas deformaban su cara.
Levantó un brazo tembloroso y señaló a Guy, que estaba paralizado junto a una palmera, con una bolsa de comida derramándose a sus pies.
– Aléjate de ella -le dijo Henry entre dientes-. Si vuelves a tocarla, te mato.
Ahora, en el cuarto de Guy, Ruth lo revivió todo. Sintió el peso tremendo de su responsabilidad en lo que había ocurrido. Tener buenas intenciones no había bastado. No había protegido a Cynthia. No había salvado a Guy.
Dobló el abrigo de su hermano lentamente. Se giró con la misma lentitud y fue al armario para sacar la siguiente prenda.
Mientras cogía unos pantalones de una percha, la puerta del cuarto se abrió bruscamente y Margaret Chamberlain dijo:
– Quiero hablar contigo, Ruth. Conseguiste evitarme anoche en la cena: un día largo, la artritis, la necesidad de descansar… Qué oportuno. Pero ahora no vas a evitarme.