Ruth dejó lo que estaba haciendo.
– No te he estado evitando.
Margaret resopló con desdén y entró en el cuarto. Ruth vio que estaba muy desmejorada. Llevaba el moño torcido, con mechones de pelo que se deslizaban del recogido. Las joyas que lucía no complementaban su ropa como ocurría siempre, y había olvidado las gafas de sol que, lloviera o hiciera sol, habitualmente llevaba en la cabeza.
– Adrián y yo hemos ido a ver a un abogado -le anunció-. Sabías que lo haríamos, naturalmente.
Con cuidado, Ruth dejó los pantalones sobre la cama de Guy.
– Sí -dijo.
– Él también lo sabía, evidentemente; razón por la cual se aseguró de que no nos sirviera para nada.
Ruth no habló.
Los labios de Margaret se volvieron más finos.
– ¿No es eso, Ruth? -dijo con una sonrisa maligna-. ¿No sabía Guy cómo reaccionaría yo exactamente cuando desheredara a su único hijo varón?
– Margaret, no ha desheredado…
– No finjamos lo contrario. Estudió las leyes de esta mierda de isla y descubrió qué pasaría con su patrimonio si no lo ponía todo a tu nombre al comprarlo. Ni siquiera podía venderlo sin decírselo primero a Adrián, así que se aseguró de no poseer nada. Menudo plan, Ruthie. Espero que hayas disfrutado destruyendo los sueños de tu único sobrino. Porque ésas han sido las consecuencias.
– No tenía nada que ver con destruir a nadie -le dijo Ruth en voz baja-. Guy no dispuso las cosas así porque no quisiera a sus hijos ni tampoco porque quisiera hacerles daño.
– Bueno, pues no es lo que ha pasado, ¿no te parece?
– Escúchame, por favor, Margaret. Guy no… -Ruth dudó. Intentaba decidir cómo explicar los actos de su hermano a su ex mujer, cómo decirle que las cosas nunca eran tan sencillas como parecían, cómo hacer que comprendiera que Guy quería que sus hijos fueran, en parte, como había sido él-. No creía en los derechos adquiridos. Es eso. Él era un hombre que se hizo a sí mismo y quería que sus hijos vivieran esa misma experiencia: la riqueza que aporta, la clase de confianza que sólo…
– Menuda chorrada -se burló Margaret-. Se contradice absolutamente con todo lo que… Ya lo sabes, Ruth. Lo sabes muy bien, maldita sea. -Calló como si quisiera recobrar la compostura y poner en orden sus pensamientos, como si creyera que realmente podía basar su caso en algo, un argumento que forzara un cambio en una circunstancia inalterable-. Ruth -dijo haciendo un esfuerzo obvio por tranquilizarse-, el propósito de construir una vida es justamente dar a tus hijos más de lo que tú mismo has tenido. No se trata de ponerlos en la misma posición desde la que tú tuviste que luchar para salir adelante. ¿Por qué iba alguien a intentar tener un futuro mejor que su presente si supiera que todo sería en balde?
– No es en balde. Se trata de aprender, de crecer, de afrontar retos y superarlos. Guy creía que labrarte tu propia vida fortalece el carácter. Él lo hizo y es admirable. Y es lo que quería para sus hijos. No quería que estuvieran en una posición en la que no tuvieran que volver a trabajar nunca más. No quería que se enfrentaran a la tentación de no hacer nada con sus vidas.
– Ah. Sin embargo, eso no sirve para los demás. Tentar a los demás está bien, porque por algún motivo no tienen que luchar. ¿Es así?
– Las hijas de JoAnna se encuentran en la misma situación que Adrián.
– No hablo de las hijas de Guy, y lo sabes -dijo Margaret-. Hablo de los otros dos, Fielder y Moullin. Teniendo en cuenta sus circunstancias, les ha dejado una fortuna a ambos. ¿Qué tienes que decir sobre eso?
– Son casos especiales. Son distintos. No han tenido las ventajas…
– Oh, no. No las han tenido. Pero ahora las van a aprovechar, ¿verdad, Ruthie? -Margaret se rio y se acercó al armario abierto. Tocó una pila de jerséis de cachemira, que Guy prefería a las camisas y corbatas.
– Eran especiales para él -dijo Ruth-; nietos adoptivos, supongo que podríamos llamarlos. Era una especie de mentor para ellos, y ellos eran…
– Ladronzuelos -dijo Margaret-. Pero nos aseguraremos de que se llevan su recompensa a pesar de tener las manos largas.
Ruth frunció el ceño.
– ¿Ladronzuelos? ¿De qué hablas?
– Sorprendí al protegido de Guy (¿o debería seguir pensando en él como su nieto, Ruth?) robando en esta casa, ayer por la mañana, en la cocina.
– Seguramente Paul tendría hambre. A veces Valerie le da de comer. Cogería una galleta.
– ¿Y se la guardó en la mochila? ¿Y me echó a su perro encima cuando intenté ver qué había cogido? Adelante, Ruth, deja que se lleve la plata, o una de las antigüedades de Guy, o alguna joya, o lo que fuera que cogió. Salió corriendo cuando nos vio a Adrián y a mí, y si tú no crees que sea culpable de nada, podrías preguntarle por qué agarró la mochila y se enfrentó a nosotros cuando intentamos arrebatársela.
– No te creo -dijo Ruth-. Paul no nos robaría nada.
– ¿Ah, no? Entonces sugiero que le pidamos a la policía que registre su mochila.
Margaret fue a la mesita de noche y descolgó el teléfono. Lo sostuvo provocadoramente hacia su cuñada.
– ¿Llamo yo, o lo harás tú, Ruth? Si el chico es inocente, no tiene nada que temer.
El banco de Guy Brouard estaba en Le Pollet, una prolongación de High Street paralela a la parte baja del muelle norte. Era una vía relativamente corta en la que prácticamente no daba el sol, pero que estaba flanqueada por edificios que tenían casi trescientos años de antigüedad. Era un recordatorio de la naturaleza cambiante de las ciudades de todo el mundo: una magnífica mansión antigua del siglo XVIII -de granito labrado y esquinas muy marcadas- había sido transformada durante el siglo XX en un hotel, mientras que, en las inmediaciones, un par de casas de piedra del siglo XIX eran ahora tiendas de ropa. Los escaparates de cristal en las fachadas eduardianas de las tiendas situadas tan cerca de la mansión hablaban de la vida comercial que había florecido en esta zona en la época anterior a la primera guerra mundial, mientras que, detrás, se alzaba imponente el edificio absolutamente moderno de una institución financiera londinense.
El banco que buscaban Le Gallez y Saint James estaba al final de Le Pollet, no muy lejos de una parada de taxis que daba paso al muelle. Se dirigieron allí acompañados del sargento Marsh del Departamento de Fraudes, un hombre más bien joven con patillas de boca de hacha anticuadas.
– Todo esto es un poco exagerado, ¿no cree, señor? -le comentó Marsh.
Le Gallez contestó mordazmente:
– Dick, quiero darles una razón para que colaboren desde el principio. Así ahorramos tiempo.
– Diría que una llamada del SIF habría servido, señor -señaló Marsh.
– Tengo por costumbre cubrirme, chico. Y no soy un hombre que se olvide de sus costumbres. Los de Inteligencia Financiera tal vez les aflojarían la lengua, pero una visita de Fraudes… les aflojará los intestinos.
El sargento Marsh sonrió y puso los ojos en blanco.
– Vosotros los de Homicidios no os divertís lo suficiente -dijo.
– Nos divertimos cuando podemos, Dick. -Le Gallez abrió la pesada puerta de cristal del banco y condujo a Saint James adentro.
El director era un hombre llamado Robilliard, y resultó que ya conocía bastante a Le Gallez. Cuando entraron en su despacho, el hombre se levantó de su silla.
– Louis, ¿cómo estás? -dijo, y extendió la mano al inspector en jefe. Prosiguió diciendo-: Te hemos echado de menos en el fútbol. ¿Cómo va el tobillo?
– Recuperado.
– Pues te esperamos en el campo el fin de semana. A ese cuerpo no le vendría mal un poco de ejercicio.
– Los cruasanes por la mañana me están matando -reconoció Le Gallez.
Robilliard se rio.
– Sólo los gordos mueren jóvenes.
Le Gallez le presentó a sus acompañantes y añadió: