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– Hemos venido a charlar sobre Guy Brouard.

– Ah.

– Vosotros llevabais sus asuntos bancarios, ¿verdad?

– Y también los de su hermana. ¿Hay algún problema con sus cuentas?

– Eso parece, David. Lo siento. -Le Gallez pasó a explicarle lo que sabían: la desinversión de una cartera de acciones y bonos importante seguida de una serie de reintegros de su cuenta bancaria, realizados durante un período de tiempo relativamente corto. En última instancia, parecía que su cuenta había quedado sustancialmente reducida. Ahora el hombre estaba muerto, como seguramente ya sabría Robilliard si había estado al tanto las últimas semanas, y como su muerte era un homicidio…-. Tenemos que echar un vistazo a todo -concluyó Le Gallez.

Robilliard parecía pensativo.

– Por supuesto que sí -dijo-. Pero para poder utilizar cualquier dato del banco como prueba, necesitarás una orden del juez. Imagino que ya lo sabes.

– Lo sé -dijo Le Gallez-. Pero lo único que queremos de momento es información: adonde fue ese dinero, por ejemplo, y cómo fue a parar ahí.

Robilliard consideró su petición. Los otros esperaron. Antes, Le Gallez le había explicado a Saint James que una llamada del Servicio de Inteligencia Financiera bastaría para obtener información general del banco, pero que él prefería el contacto personal. No sólo sería más eficaz, le dijo, sino también más rápido. Las instituciones financieras estaban obligadas por ley a revelar las transacciones sospechosas al FIS cuando el FIS se lo solicitaba. Pero no tenían que ponerse de inmediato precisamente. Había miles de formas de retrasarlo. Por este motivo, había requerido la asistencia del Departamento de Fraudes en la persona del sargento Marsh. Hacía ya demasiados días que Guy Brouard había muerto para tener que esperar con impaciencia mientras el banco mareaba la perdiz con algo que la ley le exigía con bastante claridad que hiciera.

– Siempre que entiendas la situación respecto a las pruebas… -dijo al fin Robilliard.

Le Gallez se dio unos golpecitos en la sien.

– Lo tengo todo aquí, David. Danos lo que puedas.

El director procedió a hacerlo personalmente mientras los dejaba disfrutando de las vistas del puerto y del muelle de Saint Julián que se abrían ante la ventana.

– Con un buen telescopio, se puede ver Francia desde aquí -comentó Le Gallez.

A lo que Marsh respondió:

– Pero ¿quién querría verla? -Y los dos hombres se rieron como dos vecinos cuya hospitalidad hacia los turistas se había agotado tiempo atrás.

Cuando Robilliard regresó unos cinco minutos después, traía unos listados de ordenador. Señaló una pequeña mesa de reuniones, a la que se sentaron. Colocó el listado sobre la mesa, delante de él.

– Guy Brouard tenía una cuenta importante -dijo-; no tanto como la de su hermana, pero importante al fin y al cabo. Ha habido pequeños movimientos de ingresos y reintegros en la de ella durante los últimos meses; pero teniendo en cuenta quién era el señor Brouard (el alcance del negocio de Chateaux Brouard cuando lo dirigía él), no existía ningún motivo real para pensar en movimientos sospechosos.

– Mensaje recibido -dijo Le Gallez. Y luego preguntó a Marsh-: ¿Lo tienes, Dick?

– De momento, estamos colaborando -reconoció Marsh.

Saint James admiró el juego provinciano que tenía lugar entre los dos hombres. Imaginaba cuánto podían complicarse los trámites si las partes comenzaban a exigir consejo legal, órdenes del jefe de la judicatura o un mandamiento judicial del SIF. Esperó a que se produjeran más avances entre ellos, y éstos fueron inmediatos.

– Ha realizado una serie de transacciones a Londres -les contó Robilliard-, todas al mismo banco, a la misma cuenta. Empiezan -consultó el listado- hace poco más de ocho meses. Prosiguieron a lo largo de la primavera y del verano en cantidades cada vez mayores y culminan en una última transferencia el 1 de octubre. La transferencia inicial es de cinco mil libras. La última es de doscientas cincuenta mil libras.

– ¿Doscientas cincuenta mil libras? ¿Todo a la misma cuenta cada vez? -dijo Le Gallez-. Dios santo, David. ¿Quién vigila el negocio?

Robilliard se ruborizó levemente.

– Ya os lo he dicho. Los Brouard son titulares de cuentas importantes. Él dirigía un negocio con propiedades en todo el mundo.

– Estaba retirado, maldita sea.

– Así es. Pero, verás, si las transferencias las hubiera hecho alguien que no conociéramos tan bien, si fueran ingresos y reintegros realizados por un ciudadano extranjero, por ejemplo, habrían saltado todas las alarmas de inmediato. Sin embargo, no había nada que sugiriera una irregularidad. Sigue sin haber nada que lo sugiera. -Arrancó un post-it de la parte superior del listado y prosiguió diciendo-: El nombre de la cuenta receptora es International Access. Tiene una dirección en Bracknell. Imagino que será una empresa nueva en la que Brouard estaba inviniendo. Si lo investigáis, apuesto a que es exactamente lo que descubriréis.

– Lo que a ti te gustaría que descubriéramos -dijo el inspector Le Gallez.

– Es lo único que sé -replicó Robilliard.

Le Gallez no aflojó.

– ¿Lo único que sabes, o lo único que quieres decirnos, David?

A esta pregunta, Robilliard dio una palmada en el listado y dijo:

– Mira, Louis, no hay nada que me diga que esto no es lo que parece.

Le Gallez cogió el papel.

– De acuerdo. Ya lo veremos.

Fuera, los tres hombres se detuvieron delante de una panadería, donde Le Gallez miró con nostalgia unos cruasanes de chocolate en el escaparate.

– Hay que investigarlo, señor -dijo el sargento Marsh-; pero como Brouard está muerto, no sé si habrá alguien en Londres que pierda el culo por llegar al fondo de este asunto.

– Podría tratarse de una transacción legal -señaló Saint James-. Tengo entendido que el hijo, Adrián Brouard, vive en Inglaterra. Y también tenía otros hijos. Cabe la posibilidad de que alguno de ellos sea el propietario de International Access y que Brouard estuviera haciendo lo que pudiera para apoyarla.

– Capital de inversión -dijo el sargento Marsh-. Tenemos que enviar a alguien a Londres para que trate con el banco de allí. Llamaré a la ASF y daré las instrucciones, pero yo diría que van a pedir una orden judicial. El banco, quiero decir. Si llamáis a Scotland Yard…

– Tengo a alguien en Londres -le interrumpió Saint James-: alguien en Scotland Yard. Tal vez pueda ayudarnos. Le llamaré. Pero mientras tanto… -Pensó en todo lo que había averiguado durante los últimos días. Siguió los posibles rastros que había ido dejando cada información-. Deje que me ocupe de la vertiente londinense del caso -le dijo a Le Gallez-. Después de eso, diría que ha llegado el momento de hablar con franqueza con Adrián Brouard.

Capítulo 23

– Así son las cosas, hijo -le dijo a Paul su padre. Le cogió el tobillo y sonrió con afecto, pero Paul podía ver la pena en sus ojos. La vio antes de que su padre le pidiera que subiera a su cuarto para “tener una charla íntima y sincera, Paulie”. El teléfono sonó-. Sí, señor Forrest, el chico está aquí mismo -contestó Ol Fielder, y escuchó largamente. Su cara pasó lentamente del placer a la preocupación y a la decepción disimulada-. Ah, bueno -dijo al término de los comentarios de Dominic Forrest-, sigue siendo una buena cantidad y nuestro Paul no va a rechazarla, se lo aseguro.

Después, le había pedido a Paul que le acompañara arriba, haciendo caso omiso a Billy, que dijo:

– ¿Qué ha pasado? ¿Al final nuestro Paulie no va a ser el nuevo Richard Branson?

Subieron al cuarto de Paul, donde el chico se sentó dando la espalda a la cabecera de la cama. Su padre se sentó en el borde y le explicó que su parte de la herencia, que el señor Forrest había pensado que ascendería a unas setecientas mil libras, en realidad era una cantidad que rondaba las sesenta miclass="underline" bastante menos de lo que el señor Forrest les había inducido a esperar, cierto, pero seguía siendo una suma nada despreciable. Paul podía utilizarla de muchas formas distintas, ¿verdad?: un instituto de formación profesional, la universidad, viajes. Podía comprarse un coche y así ya no tendría que depender más de esa bici vieja.