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Paul se acercó a su padre, para llevarle a una seguridad que no existía. Entonces, Billy arremetió contra él.

– Aléjate, mamón. No te metas, ¿me oyes? Es asunto nuestro, mío y suyo. -Cogió a su padre de la mandíbula y la apretó, le giró la cabeza hacia un lado de forma que Paul pudiera ver claramente la cara de su padre-. Mírale el careto -le dijo Billy-. Es patético. No peleará con nadie.

Los ladridos de Taboo se hicieron más fuertes. Se acercaban unas voces.

Billy volvió a girar la cara de su padre. Le pellizcó la nariz y le agarró las dos orejas.

– ¿Qué hará falta? -se burló-. ¿Qué te convertirá en un hombre, papá?

Ol apartó las manos de su hijo con la cabeza.

– ¡Basta! -Habló con voz fuerte.

– ¿Ya? -se rio Billy-. Papá, papá, acabamos de empezar.

– ¡He dicho que basta! -gritó Ol Fielder.

Aquello era lo que quería Billy, que se apartó bailando encantado. Cerró los puños y se rio, dando puñetazos al aire. Se volvió hacia su padre e imitó los saltitos elegantes de un boxeador.

– ¿Dónde quieres que sea, aquí o fuera?

Avanzó hacia la cama, lanzando ganchos y derechazos. Pero sólo uno alcanzó el cuerpo de su padre -un golpe en la sien- antes de que el cuarto se llenara de gente. Unos hombres de uniforme azul cruzaron la puerta, seguidos de Mave Fielder con los dos hermanos pequeños de Paul. Detrás de ella iban los dos medianos, con la cara llena de mermelada y una tostada en la mano.

Paul pensó que venían a separar a su padre y a su hermano mayor. Alguien había llamado a la policía y estaban por los alrededores, tan cerca que habían logrado llegar en un tiempo récord. Se encargarían de la situación y se llevarían a Billy. Lo encerrarían y por fin reinaría la paz en casa.

Sin embargo, lo que sucedió fue muy distinto.

– ¿Paul Fielder? ¿Eres Paul Fielder? -le preguntó uno a Billy mientras el segundo avanzaba hacia el hermano de Paul.

– ¿Qué pasa aquí, señor? -preguntó el segundo policía al padre de Paul-. ¿Hay algún problema?

Ol Fielder dijo que no. No, no había ningún problema, tan sólo una riña familiar que estaban solucionando.

– Éste es su hijo Paul -quiso saber el policía.

– Buscan a nuestro Paulie -dijo Mave Fielder a su marido-. No quieren decir por qué, Ol.

Billy soltó un grito de placer.

– Por fin te han pillado, gilipollas -le dijo a Paul-. ¿Has estado montando el espectáculo en los baños públicos? Ya te advertí que no merodearas por allí.

Paul tembló contra la cabecera de la cama. Vio que uno de sus hermanos menores agarraba a Taboo del collar. El perro seguía ladrando, y uno de los policías dijo:

– ¿Puede hacer que se calle?

– ¿Tiene una pistola? -preguntó Billy riéndose.

– ¡Bill! -gritó Mave. Y luego dijo-: ¿Ol? ¿Qué pasa?

Pero, naturalmente, Ol Fielder no sabía más que los otros.

Taboo siguió ladrando. Se retorció, intentando zafarse del hermano menor de Paul.

– ¡Hagan algo con este puto animal! -dijo el policía.

Paul sabía que Taboo sólo quería que lo soltaran. Sólo quería asegurarse de que Paul no estaba herido.

– A ver, déjame… -dijo el otro policía, y cogió el collar de Taboo para sacarlo fuera.

El perro enseñó los dientes. Le mordió. El agente gritó y le dio una patada fuerte. Paul saltó de la cama hacia su perro, pero Taboo ya estaba bajando las escaleras entre aullidos.

Paul intentó seguirlo, pero notó que alguien tiraba de él.

– ¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho? -decía su madre llorando, mientras Billy se reía como un loco.

Los pies de Paul buscaban agarrarse al suelo y, sin querer, le dio una patada al agente. El hombre gruñó y soltó a Paul, lo que le dio tiempo al chico para coger la mochila y salir hacia la puerta.

– ¡Detenedle! -gritó alguien.

No costó mucho hacerlo. La habitación estaba tan abarrotada de gente, que no había adonde ir y, sin duda, ningún lugar en el que esconderse. Enseguida estaban bajando a Paul por las escaleras y conduciéndole afuera.

A partir de ese momento, le envolvió un torbellino de imágenes y sonidos. Oía a su madre preguntando sin cesar qué querían de su pequeño Paulie, y a su padre diciendo: “Mave, mujer, intenta calmarte”. Oía a Billy riéndose y, en alguna parte, los ladridos de Taboo, y fuera vio una hilera de vecinos. Arriba, vio que el cielo estaba azul por primera vez en muchos días y, recortados en él, los árboles que bordeaban el aparcamiento de tierra parecían impresiones dibujadas al carboncillo.

Antes de saber qué le estaba pasando, se encontró en la parte trasera de un coche de policía, agarrando la mochila contra su pecho. Notaba frío en los pies, se los miró y vio que no llevaba zapatos. Aún tenía puestas las destrozadas zapatillas de andar por casa, y nadie había pensado en darle tiempo para ponerse una chaqueta.

La puerta del coche se cerró de un portazo y el motor rugió. Paul oyó que su madre seguía gritando. Giró la cabeza cuando el coche empezó a moverse y vio cómo su familia desaparecía.

Entonces, de detrás de la muchedumbre, Taboo salió corriendo hacia ellos. Ladraba con furia y las orejas se le movían arriba y abajo.

– Estúpido perro -murmuró el agente que conducía-. Si no vuelve a casa…

– No es problema nuestro -dijo el otro.

Salieron de Bouet y entraron en Pitronnerie Road. Cuando llegaron a Le Grand Bouet y ganaron velocidad, Taboo seguía corriendo frenéticamente tras ellos.

Deborah y China tuvieron algunos problemas para encontrar la casa de Cynthia Moullin en La Corbiére. Les habían dicho que todo el mundo la conocía como la Casa de las Conchas y que no les pasaría inadvertida a pesar de estar en una calle que tenía aproximadamente la anchura de una rueda de bicicleta, que a su vez era el ramal de otra calle que serpenteaba entre terraplenes y setos. Al tercer intento, cuando por fin vieron un buzón de conchas de ostras, decidieron que tal vez habían encontrado el lugar que buscaban. Deborah metió el coche en el sendero, lo que les permitió ver un enorme despliegue de conchas rotas en el jardín.

– La casa antes llamada de las Conchas -murmuró Deborah-. No me extraña que no la hayamos visto.

El lugar parecía desierto: ningún coche en el sendero, un granero cerrado, las cortinas corridas sobre las ventanas con forma de diamante. Pero mientras salían del coche a la entrada llena de conchas esparcidas, vieron a una chica agachada al fondo de lo que quedaba del imaginativo jardín. Abrazaba la parte superior de un pequeño pozo de los deseos de hormigón con conchas incrustadas, con su cabeza rubia apoyada en el borde. Parecía una estatua de Viola después del naufragio y no se movió mientras Deborah y China se acercaban a ella.

Sin embargo, sí habló.

– Vete. No quiero verte. He llamado a la abuela, y dice que puedo ir a Alderney. Quiere que vaya, y pienso ir.

– ¿Eres Cynthia Moullin? -preguntó Deborah a la chica.

Esta levantó la cabeza, sobresaltada. Miró a China y luego a Deborah como si intentara entender quiénes eran. Entonces miró detrás de ellas, tal vez para ver si las acompañaba alguien más. Como no había nadie con ellas, dejó caer el cuerpo. Su cara volvió a adoptar una expresión de desesperación.

– Creía que era mi padre -dijo sin ánimo y volvió a bajar la cabeza hacia el borde del pozo de los deseos-. Quiero morirme. -Se agarró al lateral del pozo de nuevo como si pudiera imponer su voluntad a su cuerpo.

– Sé lo que se siente -dijo China.

– Nadie sabe lo que se siente -replicó Cynthia-. Nadie lo sabe porque es mi dolor. Él se alegra. “Ahora puedes dedicarte a tus cosas. El daño está hecho, y lo pasado pasado está.” Pero las cosas no son así. El cree que se ha terminado. Pero nunca se terminará. Para mí no. Nunca lo olvidaré.