– ¿Y cómo va…?
– Adelante, pero con más complicaciones de las que querría. -Saint James puso al día a su amigo sobre la investigación independiente que él y Deborah intentaban llevar a cabo mientras, a la vez, trataban de no interferir en el trabajo de la policía local.
– No sé hasta cuándo podré seguir investigando basándome en el dudoso poder de mi reputación -concluyó.
– ¿Por eso me llamas? -dijo Lynley-. Hablé con Le Gallez cuando Deborah vino a Scotland Yard. Me lo dejó muy claro: no quiere que la Met se inmiscuya en su caso.
– No es eso -se apresuró a tranquilizarle Saint James-. Es sólo si puedes hacer un par de llamadas por mí.
– ¿Qué clase de llamadas? -Lynley parecía cauteloso.
Saint James se lo explicó. Cuando acabó, Lynley le contó que, en realidad, el cuerpo que se ocupaba en el Reino Unido de las cuestiones sobre los bancos ingleses era la Autoridad de Servicios Financieros. Haría lo que pudiera para obtener información del banco que había recibido la transferencia de Guernsey; pero tal vez le requirieran una orden judicial, lo que podría llevar un poco más de tiempo.
– Puede que se trate de algo totalmente legal -le dijo Saint James-. Sabemos que el dinero fue a parar a un grupo llamado International Access en Bracknell. ¿Puedes intentarlo por ahí?
– Puede que tengamos que hacerlo. Veré qué puedo sacar.
Cuando colgó, Saint James bajó al vestíbulo del hotel, donde reconoció que tendría que haberse comprado un móvil hacía tiempo mientras intentaba recalcarle a la recepcionista la importancia de que le localizara si entraba alguna llamada de Londres para él. La mujer anotó la información, y cuando estaba asegurándole de mala gana que le transmitiría cualquier mensaje, Deborah y China regresaron de su excursión a Le Grand Havre.
Los tres se dirigieron al bar del hotel, donde pidieron un café e intercambiaron información. Saint James vio que Deborah había llegado a una serie de conclusiones realistas con los datos que había recabado. Por su parte, China no utilizó estos hechos para intentar moldear la opinión de Saint James respecto al caso, y él tuvo que admirarla por ello. Si estuviera en su situación, dudaba que pudiera ser tan cauto.
– Cynthia Moullin nos ha hablado de una piedra -dijo Deborah para concluir-. Y ha dicho que le había dado esa piedra a Guy Brouard para protegerle. Y su padre quería que se la devolviera. Por lo que me pregunto si no será la misma piedra que se utilizó para ahogarle. El padre tiene un móvil clarísimo. Incluso la encerró hasta que le vino el período para comprobar que no estaba embarazada de Guy Brouard.
Saint James asintió.
– La conjetura de Le Gallez es que alguien pensara utilizar el anillo de la calavera y los huesos cruzados para ahogar a Brouard, pero cambió de idea cuando vio que Brouard llevaba la piedra encima.
– ¿Y ese alguien sería Cherokee? -China no esperó una respuesta-. No tienen más móvil que el que tenían cuando me detuvieron a mí. Y necesitan un móvil para que todo encaje, ¿verdad, Simón?
– En el mejor de los mundos, sí. -Quiso añadir el resto de lo que sabía, que la policía había encontrado algo que sería tan importante como un móvil, pero no estaba dispuesto a compartir esa información con nadie. No era que sospechara que China River o su hermano hubieran cometido el crimen. Más bien sospechaba de todo el mundo y la cautela le decía que no soltara prenda.
Antes de que pudiera seguir -eligiendo entre ganar tiempo y mentir descaradamente-, Deborah habló.
– Cherokee no sabría que Guy Brouard tenía esa piedra.
– A menos que viera que la tenía -dijo Saint James.
– ¿Y cómo pudo verlo? -replicó Deborah-. Cynthia ha dicho que Brouard la llevaba encima. ¿No sugiere eso que la llevaba en un bolsillo y no en la mano?
– Podría ser, sí -dijo Saint James.
– Sin embargo, Henry Moullin sí sabía que la tenía. Le pidió explícitamente a su hija que se la devolviera, es lo que nos ha dicho ella. Si le contó que había dado su amuleto de la suerte o protección para el mal de ojo o lo que sea al hombre con el que estaba furioso, ¿por qué no iba a ir a buscarle y exigirle que se la devolviera?
– No hay nada que nos diga que no lo hiciera -señaló Saint James-. Pero hasta que lo sepamos seguro…
– Le cargamos el muerto a Cherokee -concluyó China con rotundidad. Miró a Deborah como diciendo: “¿Lo ves?”.
A Saint James no le gustó la idea de “chicas contra chicos” que implicaba aquella mirada.
– No descartamos nada. Eso es todo -dijo Saint James.
– Mi hermano no lo hizo -insistió China-. Mira: Anaïs Abbott tiene un móvil. Henry Moullin también tiene móvil. Incluso Stephen Abbott tiene móvil si quería ligarse a Cynthia o quería separar a su madre de Brouard. ¿Dónde encaja Cherokee? En ningún sitio. ¿Y por qué? Porque no lo hizo. No conocía a estas personas más que yo.
– No puedes desechar todo lo que señala a Henry Moullin, no para centrarte en Cherokee, ¿verdad? -añadió Deborah-. No cuando ni siquiera hay nada que indique que podría estar implicado en la muerte de Guy Brouard. -Al parecer, sin embargo, leyó algo en el rostro de Saint James mientras hacía su último comentario, porque dijo-: A menos que sí haya algo. Y debe de haberlo, porque, si no, ¿por qué habrían detenido a Cherokee? Así pues, hay algo, naturalmente. ¿En qué estaría pensando? Has hablado con la policía. ¿Qué te han dicho? ¿Tiene que ver con el anillo?
Saint James miró a China, quien se inclinó hacia él con atención, y luego a su mujer.
– Deborah -dijo negando con la cabeza, y acabó con un suspiro que transmitía su disculpa-. Lo siento, cariño.
Deborah abrió más los ojos al darse cuenta, al parecer, de lo que su marido estaba diciendo y haciendo. Apartó la mirada, y Saint James vio que apretaba las manos en su regazo como si ese gesto fuera a contener su temperamento. Evidentemente, China también lo captó porque se levantó, a pesar de no haberse acabado el café.
– Creo que voy a ver si me dejan hablar con mi hermano, o si puedo encontrar a Holberry y hacer que le dé un mensaje, o… -Dudó. Miraba hacia la puerta del bar, donde dos mujeres cargadas con bolsas de Marks & Spencer entraban para tomarse un descanso en las compras matutinas. Después de ver que se acomodaban, de escuchar su risa tranquila y su charla, China se quedó triste.
– Os busco luego, ¿vale? -dijo mirando a Deborah. Se despidió de Saint James con un movimiento de cabeza y cogió su abrigo.
Deborah gritó su nombre mientras su amiga se marchaba deprisa de la sala, pero China no se dio la vuelta. Deborah sí se giró, hacia su marido.
– ¿Era necesario? -le preguntó-. Casi le has llamado asesino. Y crees que ella también está implicada, ¿verdad? Por eso no has querido decir lo que sabes, no delante de ella. Crees que lo hicieron ellos, juntos, o bien uno de los dos. Es lo que crees, ¿verdad?
– No sabemos que no lo hicieran -contestó Saint James, aunque, en realidad, no era lo que quería decirle a Deborah. En lugar de contestar, sabía que estaba reaccionando al tono de acusación de su mujer, pese a darse cuenta de que esa reacción nacía de la irritación y que era un primer paso para acabar discutiendo con ella.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó Deborah.
– ¿Y cómo no puedes decirlo tú, Deborah?
– Porque acabo de contarte lo que hemos averiguado, y no hay nada que tenga que ver con Cherokee o con China.
– No -reconoció-. Lo que has averiguado tú no tiene nada que ver con ellos.
– Pero lo que tú tienes, sí. Es lo que estás diciendo. Y como un buen detective, te lo guardas para ti. Bueno, muy bien. Mejor me vuelvo a Inglaterra. Mejor dejo que…
– Deborah.
– … te ocupes de todo tú solo, ya que estás tan decidido a hacerlo. -Igual que había hecho China, empezó a ponerse el abrigo. Sin embargo, le costó y fue incapaz de hacer la salida dramática que sin duda deseaba hacer.