Ruth se quedó mirando.
– Oh, Dios mío -dijo y, de repente, lo comprendió.
Se le nubló la vista y, en un instante, le perdonó todo a su hermano: los secretos que le había ocultado y las mentiras que le había contado, su forma de utilizar a otras personas, la necesidad de ser viril y la obligación de seducir. Una vez más, volvía a ser esa niña pequeña que se agarraba de la mano de su hermano mayor. “N'aie pas peur -le había dicho-. N'aie jamáis peur. On ventrera a la maison.”
Uno de los policías estaba hablando, pero Ruth sólo era vagamente consciente de su voz. Apartó miles de recuerdos de su mente y se las apañó para decir:
– Paul no robó esto. Lo estaba guardando para mí. Siempre ha querido que lo tuviera. Diría que lo estaba cuidando hasta que llegara mi cumpleaños. Guy habría querido que estuviera en un sitio seguro. Y sabía que podía confiar en Paul. Imagino que eso fue lo que pasó.
No podía decir nada más. Se sintió embargada por la emoción, pasmada por la importancia de lo que su hermano había hecho -y los problemas inimaginables que había pasado- para honrarla a ella, a su familia y su herencia.
– Les hemos ocasionado muchas molestias -murmuró a los policías-. Les pido disculpas. -Aquello bastó para animarlos a marcharse.
Señaló el edificio que el dibujante había retratado, los minúsculos obreros que trabajaban en él, la mujer etérea sentada en primer plano con los ojos clavados en el enorme libro que descansaba en su regazo. Tenía el cabello hacia atrás como si una brisa lo meciera. Estaba igual de hermosa que cuando Ruth la había visto por última vez hacía más de sesenta años: eternamente joven e intacta, congelada en el tiempo.
Ruth buscó a Paul y le cogió la mano. Ahora era ella quien temblaba y no podía hablar. Pero podía actuar y eso hizo. Acercó la mano del chico a sus labios y luego se levantó.
Le indicó que la acompañara. Lo llevaría arriba para que pudiera ver por sí mismo y comprendiera totalmente la naturaleza del extraordinario regalo que acababa de darle.
Valerie encontró la nota tras regresar de La Corbiére. Constaba de tres palabras escritas con la letra disciplinada de Kevin: “Recital de Cherie”. El que no hubiera escrito nada más transmitía su disgusto.
Sintió una pequeña puñalada. Había olvidado el concierto de Navidad del colegio de la niña. Se suponía que tenía que acompañar a su marido para aplaudir los esfuerzos vocales de su sobrina de seis años; pero con el temor de necesitar saber qué nivel de responsabilidad tenía en la muerte de Guy Brouard, no había podido pensar en nada más. Tal vez Kevin le había recordado el concierto en el desayuno, pero no lo habría oído. Ya estaba planeando el día: cómo y cuándo podría escabullirse para ir a la Casa de las Conchas sin que la echaran en falta, qué le diría a Henry cuando llegara.
Cuando éste regresó a casa, Valerie estaba quitando la grasa de la superficie de una olla para preparar un caldo de pollo. A su lado, sobre la encimera, descansaba una nueva receta para la sopa. La había recortado de una revista con la esperanza de tentar a Ruth para que comiera.
Kevin entró por la puerta y se quedó observándola con la corbata aflojada y el chaleco desabrochado. Valerie vio que iba demasiado elegante para una fiesta de Navidad presentada por niños menores de diez años y sintió una segunda puñalada al verle: estaba guapo; tendría que haber ido con él.
La mirada de su marido se posó en la nota que había dejado colgada en la nevera.
– Lo siento -dijo Valerie-. Se me olvidó. ¿Cherie estuvo bien?
Kevin asintió. Se quitó la corbata, la enrolló en su mano y la dejó en la mesa junto a un cuenco de nueces. Se despojó de la chaqueta y luego del chaleco. Separó una silla y se sentó.
– ¿Mary Bell está bien? -preguntó Valerie.
– Todo lo bien que cabría esperar, son las primeras navidades sin él.
– También son tus primeras navidades sin él.
– Para mí es distinto.
– Supongo. Pero es bueno que las niñas te tengan a ti.
Se hizo un silencio entre ellos. El caldo de pollo borboteó. Se oyó el crujido de unos neumáticos en el sendero de gravilla, a poca distancia de la ventana de la cocina. Valerie miró fuera y vio que un coche de policía abandonaba los jardines de la finca. Frunció el ceño, regresó a la olla del caldo y añadió el apio cortado. Echó un puñado de sal y esperó a que su marido hablara.
– El coche no estaba cuando lo he necesitado para ir a la ciudad -dijo-. He tenido que coger el Mercedes de Guy.
– Con lo arreglado que ibas, habrá encajado a la perfección en el cuadro. ¿Le gustó a Mary Beth ir en un coche tan elegante?
– He ido solo. Cuando he salido, ya era demasiado tarde para pasar a buscarla. He llegado cuando ya había empezado el concierto. He estado esperándote. Pensaba que habrías salido un momento a algún sitio, a la farmacia a recoger medicamentos para la mansión o algo así.
Valerie repasó otra vez la superficie del caldo, quitando una capa de grasa inexistente. Ruth no se comería una sopa con demasiada grasa. Vería las delicadas manchas ovales y apartaría el tazón. Así que Valerie tenía que estar alerta y poner toda su atención en el caldo de pollo.
– Cherie te ha echado de menos -insistió Kevin-. Tenías que ir.
– Pero Mary Beth no ha preguntado dónde estaba, ¿verdad?
Kevin no respondió.
– Bien… -dijo Valerie en un tono tan agradable como pudo-. Ahora ya tiene las ventanas de su casa bien selladas, ¿no, Kev? ¿No hay más filtraciones?
– ¿Dónde estabas?
Valerie fue a la nevera y miró dentro, intentando pensar qué podía decirle. Fingió examinar el contenido, pero sus pensamientos daban vueltas en su cabeza como mosquitos en torno a la fruta pasada.
Kevin arañó el suelo con la silla cuando se levantó. Se acercó a la nevera y cerró la puerta. Valerie regresó a los fogones, y Kevin la siguió hasta allí. Cuando cogió la cuchara para ocuparse del caldo, él se la arrebató y la dejó con cuidado en el escurrecubiertos.
– Es hora de hablar.
– ¿De qué?
– Creo que ya lo sabes.
Valerie no iba a admitir nada. No podía permitírselo. Así que llevó la conversación por otro lado, aun sabiendo el terrible riesgo que corría de repetir el sufrimiento de su madre: esa maldición del abandono que parecía perseguir a su familia. Había vivido su infancia y su adolescencia bajo su sombra, y había hecho todo lo que había estado en su mano para asegurarse de que nunca tendría que ver la espalda de su esposo mientras se marchaba. Le había sucedido a su madre y a su hermano. Pero había jurado que a ella nunca le pasaría. Creía que, cuando trabajamos y luchamos, nos sacrificamos y amamos, merecemos recibir devoción a cambio. La había tenido durante años y sin ningún atisbo de duda. Aun así, tenía que arriesgarse a perderla para ofrecer protección donde más se necesitaba ahora.
Se preparó y dijo:
– Echas de menos a los chicos, ¿verdad? Es una parte de lo que ha pasado. Hicimos un buen trabajo con ellos, pero ahora tienen su vida y tú echas de menos hacer de padre. Ahí empezó. Vi la añoranza que sentiste la primera vez que las niñas de Mary Beth vinieron a cenar.
No miró a su marido, y él no dijo nada. En cualquier otra situación, podría haber interpretado su silencio como un sí y haber olvidado el resto de la conversación. Pero en esta situación no podía hacerlo, porque olvidar una conversación significaba correr el riesgo de que empezara otra. Llegados a este punto, había pocos temas seguros que escoger, así que eligió ése, diciéndose que al final también habría salido.
– ¿No es verdad, Kev? ¿No es así como empezó todo? -A pesar de haber elegido el tema deliberadamente, de haberlo escogido con la cabeza fría para mantener a salvo para siempre otro conocimiento mucho más terrible, se acordó de su madre y de cómo había sido para ella: las súplicas y las lágrimas y los “No me dejes, haré lo que sea, seré lo que sea, seré ella si me lo pides”. Se prometió a sí misma que si llegaban a ese punto, no reaccionaría igual que su madre.