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– Valerie. -La voz de Kevin sonó ronca-. ¿Qué ha pasado con nosotros?

– ¿No lo sabes?

– Dímelo tú.

Ella lo miró.

– ¿Hay un nosotros?

Kevin parecía tan perplejo que, por un instante, Valerie quiso dejarlo ahí, en el punto al que habían llegado, tan cerca del límite, pero sin llegar a cruzarlo. Pero no podía hacerlo.

– ¿De qué estás hablando? -le preguntó.

– De las decisiones -dijo ella-, de alejarse de ellas cuando hay que tomarlas, o de tomar unas cuando hay que alejarse de otras. Es lo que ha pasado. He visto cómo pasaba. Lo he visto del derecho, del revés, he intentado no verlo. Pero da igual, tienes razón. Ha llegado el momento de hablar.

– Val, ¿le contaste…?

Lo detuvo antes de que siguiera por esa dirección.

– Los hombres no se alejan a menos que haya una carencia, Kev -le dijo.

– ¿Alejarse?

– Una carencia, en algún lugar, en lo que ya tienen. Primero pensé: “Bueno, puede comportarse como si fuera su padre sin convertirse en su padre, ¿no? Puede darles lo que un padre da a sus hijas, y sabremos llevarlo bien. Puede ocupar el lugar de Corey en sus vidas. Puede hacer eso. Estará bien si lo hace”. -Tragó saliva y deseó no tener que decirlo. Pero sabía que, como su hermano, en realidad no podía elegir-. Pensé, cuando pensaba en ello, Kev: “No tiene que hacer lo mismo por la mujer de Corey”.

– Espera -dijo Kevin-. Has estado pensando… Mary Beth… ¿Y yo?

Parecía horrorizado. Valerie se habría sentido aliviada si no hubiera necesitado seguir hablando para asegurarse de que borraba de la mente de Kevin cualquier otro pensamiento que no estuviera relacionado con la sospecha de que se había enamorado de la viuda de su hermano.

– ¿No fue así? -le preguntó-. ¿No es así? Quiero que me digas la verdad, Kev. Creo que la merezco.

– Todos queremos la verdad -dijo Kevin-. No sé si la merecemos.

– ¿En un matrimonio? -dijo ella-. Dímelo, Kevin. Quiero saber qué está pasando.

– Nada -dijo-. No sé cómo has podido creer que pasaba algo.

– Sus hijas, sus llamadas, el que necesitara que hicieras esto o lo otro. Estás ahí para ayudarla y echas de menos a los chicos y quieres… Sé que echas de menos a los chicos, Kev.

– Claro que los echo de menos. Soy su padre. ¿Por qué no iba a echarlos de menos? Pero eso no significa… Val, debo a Mary Beth lo que un hermano le debe a su hermana, nada más y nada menos. Imaginaba que tú más que nadie lo comprenderías. ¿A eso venía todo?

– ¿Qué?

– El silencio. Los secretos. Como si estuvieras escondiéndome algo. Es así, ¿verdad? ¿Me ocultas algo? Siempre hablas, pero últimamente no lo haces. Las veces que te he preguntado… -Hizo un gesto con la mano y luego la dejó caer a su lado-. No me has dicho nada. Así que pensaba… -Kevin apartó la mirada, y se puso a examinar el caldo de pollo como si fuera una poción mágica.

– ¿Qué pensabas? -le preguntó Valerie, porque al final tenía que saberlo y él tenía que hablar para que ella pudiera negarlo y, al negarlo, dar por zanjado el asunto.

– Al principio -dijo Kevin-, decidí que se lo habías contado a Henry a pesar de prometer que callarías. Pensé: “Dios santo, le ha contado a su hermano lo de Cyn y cree que se ha cargado a Brouard y no me lo dirá porque yo le advertí que no lo hiciera”. Pero entonces decidí que era otra cosa, algo peor. Peor para mí, quiero decir.

– ¿Qué?

– Le conocía, Val. Tenía a Anaïs, pero ella no era para él. Tenía a Cyn, pero es sólo una cría. Quería a una mujer que fuera una mujer de verdad y que tuviera los conocimientos de una mujer, una que fuera tan necesaria para él como él lo era para ella. Y tú eres esa clase de mujer, Val. Él lo sabía. Me di cuenta de que lo sabía.

– ¿Así que pensaste que el señor Brouard y yo…? -Valerie apenas podía creerlo: no sólo que su marido creyera lo que creía, por muy irracional que fuera, sino también la suerte que tenía de que lo creyera. Parecía tan abatido, que sintió una alegría inmensa. Quería reírse por lo disparatado que era pensar que, de entre todas las mujeres, Guy Brouard pudiera fijarse en ella, con sus manos ásperas de trabajar y su cuerpo de madre, que ningún bisturí de cirujano plástico había arreglado. Quiso decirle a su marido que el estúpido Guy perseguía la juventud y la belleza para sustituir su propia decadencia. Pero en lugar de eso, dijo-: ¿Por qué diablos ibas a pensar eso, cariño?

– Tú no eres reservada -dijo-. Si no era por Henry…

– Y no era por él -dijo mientras sonreía a su marido y permitía que la mentira la poseyera como fuera.

– Entonces, ¿qué podía ser?

– Pero creer que el señor Brouard y yo… ¿Cómo se te ocurre pensar que me interesaría por él?

– No pensaba. Sólo veía. Él era quien era y tú tenías secretos. Él era rico y Dios sabe que nosotros nunca lo seremos y tal vez eso podía influirte. Mientras que tú… Ésa era la parte fácil.

– ¿Por qué?

Kevin abrió las manos. Su rostro le transmitió que lo que estaba a punto de decir era la parte más razonable de la fantasía que había estado viviendo.

– ¿Quién no lo intentaría si tenía la más mínima posibilidad de conseguirlo?

Valerie sintió, por la pregunta que había hecho, por la expresión de su cara y el movimiento de sus brazos, que todo su cuerpo se enternecía. Sintió que la ternura acudía a sus ojos y a sus facciones. Fue hacia él.

– Sólo ha habido un hombre en mi vida, Kevin -le dijo-. Hay pocas mujeres que puedan decirlo, y menos aún que lo digan orgullosas. Yo puedo decirlo y estoy orgullosa de decirlo. Siempre fuiste y has sido el único.

Valerie notó cómo los brazos de Kevin la rodeaban. Éste la atrajo hacia él sin delicadeza. La abrazó sin deseo. Lo que buscaba era seguridad, y lo sabía porque ella también la buscaba.

Afortunadamente, Kevin no le preguntó nada más.

Así que ella no dijo nada de nada.

Margaret abrió su segunda maleta sobre la cama y empezó a sacar más ropa de la cómoda. La había doblado con cuidado cuando llegó, pero ahora no le preocupaba cómo iba a guardarla. Había terminado con aquel lugar y terminado con los Brouard. No sabía cuándo salía el siguiente vuelo a Inglaterra, pero pensaba estar en él.

Había hecho lo que había podido: por su hijo, por su ex cuñada, por todo el mundo, maldita sea. Pero la forma en que Ruth la rechazó fue la gota que colmó el vaso, más aún que su última conversación con Adrián.

– Te diré lo que cree -había anunciado. Había ido a su cuarto a buscarle y no le había encontrado. Al final, lo localizó en el piso de arriba, en la galería donde Guy guardaba parte de las antigüedades que había coleccionado a lo largo de los años junto con la mayoría de las obras de arte. El hecho de que todo aquello pudiera haber sido de Adrián, debiera ser de Adrián… Daba igual que todos los lienzos fueran tonterías modernas, manchas de pintura y figuras que parecían cortadas por un robot de cocina; seguramente eran valiosos, tendrían que haber sido de su hijo, y la idea de que Guy hubiera pasado sus últimos años negando deliberadamente a su hijo lo que le correspondía… Margaret estaba furiosa. Prometió que se vengaría.

Adrián no hacía nada en la galería. Apoltronado en un sillón, simplemente se dedicaba a ser Adrián. Hacía frío allí y, para abrigarse, se había puesto la chaqueta de piel. Tenía las piernas extendidas delante de él y las manos en los bolsillos. La suya podría ser la postura de alguien que ve a su equipo de fútbol humillado en el terreno de juego, pero Adrián no tenía los ojos clavados en un televisor, sino en la repisa de la chimenea. En ella había media docena de fotografías familiares, entre las cuales había una de Adrián con su padre, otra de Adrián con sus hermanastras, y una más de Adrián con su tía.