Margaret dijo su nombre, y luego:
– ¿Me has oído? Ruth cree que no tienes derecho al dinero de tu padre. El también lo creía, según ella. Dice que no creía en “derechos adquiridos”. Ésas han sido sus palabras. Como si tuviéramos que tragarnos ese cuento. Si tu padre hubiera tenido la suerte de que alguien le dejara una herencia, ¿crees que la habría despreciado? ¿Habría dicho: “Oh, Dios santo. No, gracias. No es bueno para mí. Mejor déjasela a alguien cuya pureza no se estropee con dinero inesperado”. No es muy probable. Los dos son unos hipócritas. Lo que hizo, lo hizo para castigarme a través de ti, y ella está feliz como una perdiz de seguir adelante con su plan. ¡Adrián! ¿Me escuchas? ¿Has oído una palabra de lo que te he dicho?
Se preguntó si había escapado a uno de sus estados crepusculares, algo que sería típico de él. “Sumérgete en tu interior durante un período prolongado de catatonía falsa, jovencito. Deja que mamá se ocupe de los detalles difíciles de tu vida.”
Finalmente, Margaret había llegado al límite: la historia de llamadas de las escuelas en las que Adrián fracasaba, los orientadores diciéndole en confianza que realmente al chico no le pasaba nada; los psicólogos con sus expresiones comprensivas informándole de que tenía que dejar volar a su hijo si quería que mejorara; los maridos que consideraban que sus alas protectoras no eran lo suficientemente grandes para amparar a un hijastro con tantos problemas; los hermanos castigados por atormentarle; los profesores sermoneados por entenderle mal; los médicos con los que discutía por ser incapaces de ayudarle; los animales de compañía rechazados por ser incapaces de satisfacerle; los empleados a quienes pedía tres y cuatro oportunidades; los caseros ante los que intercedió; las posibles novias presionadas y manipuladas… Y todo aquello la había conducido a este momento cuando, como mínimo, se suponía que Adrián tenía que escuchar, murmurar una única palabra de agradecimiento, decirle: “Has hecho lo que has podido, mamá”, o tal vez incluso gruñir; pero no, eso era pedirle demasiado, ¿verdad?, era pedirle un pequeño esfuerzo, era pedirle sentido común, que se preocupara de tener una vida que fuera una vida y no sólo una prolongación de la suya porque, Dios santo, Dios santo, una madre debía tener algunas garantías, ¿no? ¿No debía tener al menos la garantía de saber que sus hijos tendrían la voluntad de sobrevivir si los dejaba solos?
Pero la maternidad no le había dado ninguna garantía en absoluto acerca de su hijo mayor. Al ver aquello, Margaret sintió que su determinación al fin se agrietaba.
– ¡Adrián! -dijo, y cuando no le contestó, le dio un fuerte bofetón en la mejilla-. ¡No soy un mueble! -gritó-. ¡Contéstame! Adrián, si no… -Volvió a levantar la mano.
Adrián la detuvo justo cuando empezaba a bajar hacia su cara. La cogió con fuerza y siguió agarrándola mientras se levantaba. Entonces, la apartó como si fuera basura y dijo:
– Siempre empeoras las cosas. No quiero que estés aquí. Vete a casa.
– Dios mío -dijo ella-. ¿Cómo te atreves a…? -Pero no logró decir más.
– Basta -dijo Adrián, y la dejó en la galería.
Por lo tanto, se había marchado a su habitación, donde sacó las maletas de debajo de la cama. Había llenado la primera y ahora estaba con la segunda. Ahora sí que se iría a casa. Lo dejaría a su suerte. Le daría la oportunidad que al parecer buscaba para ver cómo se las arreglaba él solo.
En el sendero, dos puertas de un coche se cerraron una detrás de la otra, y Margaret fue a la ventana. Había oído marcharse a la policía hacía menos de cinco minutos y había visto que no se habían llevado a Fielder con ellos. Esperaba que hubieran regresado a buscarle, que hubieran encontrado un motivo para encerrar al pequeño animal. Pero vio un Ford Escort azul marino, y el conductor y el pasajero estaban enzarzados en una conversación junto al capó.
Reconoció al pasajero de la recepción posterior al entierro de Guy: el hombre discapacitado de aspecto asceta que había visto merodeando cerca de la chimenea. Su acompañante, el conductor, era una mujer pelirroja. Margaret se preguntó qué querrían, a quién habían ido a ver.
Pronto tuvo su respuesta. Porque Adrián apareció en el sendero, procedente de la bahía. El hecho de que los recién llegados estuvieran girados hacia él le dijo a Margaret que seguramente le habían visto en la carretera al entrar con el coche y que estaban esperándole.
Se le encendieron todas las luces de alarma. Independientemente de su determinación anterior de dejar a Adrián a su suerte, que su hijo hablara con unos desconocidos mientras el asesinato de su padre seguía sin esclarecerse significaba que Adrián estaba en peligro.
Margaret sostenía un camisón que iba a guardar en la maleta. Lo lanzó sobre la cama y salió corriendo de su cuarto.
Oyó el murmullo de la voz de Ruth en el estudio de Guy mientras se dirigía a las escaleras. Anotó mentalmente que debía ocuparse más tarde de la negativa de su cuñada a dejar que se enfrentara con ese vándalo en potencia mientras estaba presente la policía. Ahora había que atender una situación más urgente.
Una vez fuera, vio que el hombre y su acompañante pelirroja iban al encuentro de su hijo.
– ¿Hola? -dijo-. ¿Hola? Eh, hola. ¿Puedo ayudarlos en algo? Soy Margaret Chamberlain.
Vio el leve temblor en el rostro de Adrián y lo interpretó como un ligero desprecio. Estuvo a punto de dejarle allí con ellos -bien sabía Dios que se merecía tener que arreglárselas solo-, pero descubrió que no podía hacerlo sin saber primero qué querían exactamente.
Alcanzó a los visitantes y volvió a presentarse. El hombre dijo que se llamaba Simón Allcourt-Saint James, que su acompañante era su mujer, Deborah, y que habían venido a ver a Adrián Brouard. Saint James señaló con la cabeza al hijo de Margaret mientras comunicaba esta información; era uno de esos gestos que decía: “Sé que eres tú”, y que impedía que Adrián escapara en caso de que se lo estuviera planteando.
– ¿Qué desean? -dijo Margaret en un tono agradable-. Soy la madre de Adrián, por cierto.
– ¿Tiene unos minutos? -le preguntó Allcourt-Saint James a Adrián como si Margaret no hubiera hablado claro.
La mujer notó que se encrespaba por dentro, pero intentó mantener el mismo tono de voz agradable de antes.
– Lo siento. No tenemos tiempo para charlas. He de marcharme a Inglaterra, y como Adrián tiene que llevarme a…
– Pasen -dijo Adrián-. Podemos hablar dentro.
– Adrián, cariño -dijo Margaret. Lo miró larga e intensamente, telegrafiando su mensaje: “Deja de comportarte como un estúpido. No tenemos ni idea de quiénes son estas personas”.
Adrián no le hizo caso y los guió hasta la puerta. A Margaret no le quedó más remedio que seguirlos.
– Bueno, sí. Supongo que sí tenemos unos minutos, ¿no? -dijo esforzándose por representar un frente unido.
Margaret les habría obligado a mantener la charla de pie en el vestíbulo de piedra donde hacía frío y sólo había sillas duras contra las paredes para sentarse: lo mejor para hacer que su visita fuera breve. Sin embargo, Adrián los llevó al salón de arriba. Una vez allí, tuvo la sensatez de no pedirle que se fuera, y Margaret se acomodó en el centro de uno de los sofás para asegurarse de que su presencia no pasaba inadvertida.
A Saint James -puesto que así fue como le pidió que lo llamara cuando utilizó su apellido compuesto- no pareció importarle que fuera a presenciar lo que tuviera que decirle a su hijo. Tampoco su mujer, que se sentó junto a Margaret en el sofá sin que nadie se lo pidiera y se mantuvo vigilante como si le hubieran dicho que estudiara a todos los participantes en la conversación. Por su parte, Adrián no parecía preocupado porque dos desconocidos hubieran ido a hablar con él. Tampoco se inquietó cuando Saint James comenzó a hablar sobre un dinero -una gran cantidad de dinero- que había desaparecido del patrimonio de su padre.