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Margaret tardó un momento en digerir las implicaciones de lo que Saint James estaba revelando y darse cuenta de hasta qué punto la herencia de Adrián acababa de quedar diezmada. Con lo mísera que era ya, considerando lo que tendría que haber sido si Guy no hubiera impedido ingeniosamente que su hijo se beneficiara de su fortuna, ahora parecía que la cantidad era mucho menor de lo que incluso había imaginado.

– ¿Nos está diciendo que en realidad…? -empezó a decir Margaret.

– Madre -la interrumpió Adrián-. Siga -le dijo entonces a Saint James.

Al parecer, el londinense había venido para algo más que para comunicar simplemente el cambio en las expectativas de Adrián. Les dijo que durante los últimos ocho o nueve meses, Guy había enviado dinero fuera de Guernsey, y Saint James estaba allí para ver si Adrián sabía algo acerca de por qué su padre había transferido grandes cantidades de dinero a una cuenta en Londres con una dirección en Bracknell. Contó a Adrián que tenía a alguien en Londres que se ocupaba de esa información, pero si el señor Brouard pudiera facilitarles el trabajo proporcionándoles detalles que tuviera…

Lo que significaba eso estaba claro como el agua y, antes de que Adrián pudiera hablar, Margaret dijo:

– ¿Cuál es su trabajo exactamente, señor Saint James? Sinceramente, y, por favor, comprenda que no es mi intención ser maleducada, no veo por qué mi hijo tendría que responder a sus preguntas, sean las que sean. -Aquello debería haber bastado para advertir a Adrián de que cerrara el pico; pero naturalmente, no fue así.

– No sé por qué mi padre tendría que mandar dinero a ningún sitio -dijo Adrián.

– ¿No se lo mandaba a usted? ¿Por motivos personales? ¿Algún negocio? ¿O por cualquier otro motivo? ¿Algún tipo de deuda?

Adrián sacó un paquete de tabaco arrugado del bolsillo de los vaqueros. Cogió un cigarrillo y lo encendió.

– Mi padre no apoyaba mis negocios -dijo-, ni nada que yo hiciera. Yo quería, pero no lo hizo. Eso es todo.

Margaret se estremeció por dentro. Su hijo no podía oír cómo sonaba eso. No podía saber qué parecía. Y les ofrecería más de lo que pedían. ¿Por qué no cuando le brindaban una ocasión tan maravillosa de herirla? Se habían peleado y ahí estaba la oportunidad de igualar el resultado, que él aprovecharía sin molestarse en pensar en las ramificaciones de lo que decía. Su hijo era exasperante.

– Entonces, ¿no tiene usted ninguna relación con International Access, señor Brouard? -le preguntó Saint James.

– ¿Qué es eso? -preguntó Margaret con cautela.

– El destinatario de todas las transferencias del padre del señor Brouard. Más de dos millones de libras en transacciones, al final.

Margaret intentó parecer interesada más que horrorizada, pero sintió como si le dieran una patada en la boca del estómago. Se obligó a no mirar a su hijo. Y si Guy realmente le había enviado dinero, pensó, y si Adrián también le había mentido acerca de esto… Porque ¿no era International Access el nombre que Adrián había contemplado para la empresa que deseaba montar? Qué típico de él era dar un título al plan antes de ponerlo en marcha. Pero ¿no se llamaba así su invento y la idea brillante que le haría ganar millones si su padre asumía el papel de socio capitalista? Sin embargo, Adrián afirmaba que su padre no había invertido nada en su idea, ni siquiera cincuenta peniques. ¿Y si no era así? ¿Y si Guy había estado dándole dinero todo este tiempo?

Había que ocuparse enseguida de cualquier cosa que hiciera que Adrián pareciera culpable de algo.

– Señor Saint James -dijo Margaret-, puedo asegurarle que si Guy envió dinero a Inglaterra, no se lo envió a Adrián.

– ¿No? -Saint James parecía tan agradable como ella intentaba serlo; pero a Margaret no se le escapó la mirada que intercambió con su mujer, ni tampoco malinterpretó su significado. Como mínimo, les resultaba curioso que hablara por su hijo adulto que parecía perfectamente capaz de hablar por sí mismo. En el peor de los casos, pensaban que era una zorra entrometida. Bueno, que pensaran lo que quisieran. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que la opinión que dos desconocidos tuvieran de ella.

– Imagino que mi hijo me lo habría contado. Me lo cuenta todo -dijo-. Como no me ha dicho que su padre le mandaba dinero, Guy no le mandó dinero. Ahí lo tienen.

– Por supuesto -dijo Saint James, y miró a Adrián-. ¿Señor Brouard? ¿Tal vez por otros motivos que no eran empresariales?

– Ya se lo ha preguntado -señaló Margaret.

– Creo que no ha respondido -dijo la mujer de Saint James educadamente-. No del todo, quiero decir.

Era exactamente el tipo de mujer que Margaret despreciaba: sentada allí tan apaciblemente con el pelo alborotado y la piel perfecta. Seguramente estaba encantada de que la miraran y no la escucharan, como una esposa victoriana que había aprendido a recostarse y contemplar Inglaterra.

– A ver… -dijo Margaret.

– Mi padre no me dio dinero -la interrumpió Adrián- por ningún motivo.

– Ahí lo tiene -dijo Margaret-. Ahora, si no hay nada más, tenemos mucho que hacer antes de que me vaya. -Empezó a levantarse.

La siguiente pregunta de Saint James la detuvo.

– Entonces, ¿hay alguien más, señor Brouard? ¿Sabe si hay alguien en Inglaterra a quien podría querer ayudar de alguna forma, alguien que podría estar asociado con un grupo llamado International Access?

Aquello era el colmo. Ya le habían dado al hombre lo que quería, maldita sea. Ahora lo que ellos querían era que se marchara.

– Si Guy estaba mandando dinero a algún sitio -dijo Margaret-, seguramente había alguna mujer de por medio. Yo, por lo pronto, les sugiero que investiguen en esa dirección. Adrián, cariño, ¿me ayudas con las maletas? Es hora de irse ya.

– ¿Alguna mujer en particular? -preguntó Saint James-. Conozco su relación con la señora Abbott, pero como está aquí en Guernsey… ¿Hay alguien en Inglaterra con quien deberíamos hablar?

Margaret vio que tendrían que darle el nombre si querían deshacerse de él. Y era mucho mejor que le dieran ellos el nombre y no que lo averiguara y pudiera utilizarlo más adelante para emplumar a su hijo. Si lo sabía por ellos, aún podría parecer inocente. Por otra persona, parecería que tenían algo que esconder. Intentando que su tono fuera informal aunque ligeramente impaciente para mostrar a los intrusos que estaban abusando de su tiempo, le dijo a Adrián:

– Oh… Estaba esa joven con la que viniste a visitar a tu padre el año pasado: tu amiguita ajedrecista. ¿Cómo se llamaba? ¿Carol? ¿Carmen? No, Carmel. Eso es: Carmel Fitzgerald. A Guy le cayó bastante bien, ¿verdad? Incluso tuvieron una aventurilla, creo recordar. En cuanto tu padre supo que tú y ella no erais…, bueno, ya sabes. ¿No se llamaba así, Adrián?

– Papá y Carmel…

Margaret siguió hablando, para asegurarse de que los Saint James lo comprendían.

– A Guy le gustaban las mujeres, y como Carmel y Adrián no eran pareja… Cariño, tal vez se quedó más prendado de Carmel de lo que pensabas. A ti te pareció divertido; me acuerdo. “Papá ha elegido a Carmel como sabor del mes”, eso dijiste. Recuerdo que nos reímos con el juego de palabras. Pero ¿existe la posibilidad de que tu padre se encariñara con ella más de lo que pensabas? Me contaste que Carmel hablaba del tema como una aventura para pasar el rato, pero quizá para Guy fuera algo más importante… No sería muy propio de él comprar el afecto de alguien, pero tal vez fuera porque nunca le hizo falta. Y en el caso de ella… Cariño, ¿tú qué crees?