Margaret aguantó la respiración. Sabía que se había extendido demasiado, pero no le quedó más remedio. Tenía que darle las pistas para que supiera cómo tenía que describir la relación entre su padre y la mujer con la que él había pensado casarse. Lo único que tenía que hacer era recoger el testigo y decir: “Oh, sí, papá y Carmel. Qué risa. Tienen que hablar con ella si buscan adonde ha ido a parar ese dinero”; pero no lo dijo.
En lugar de eso, contestó:
– No sería Carmel. Apenas se conocían. Papá no estaba interesado. No era su tipo.
– Pero me dijiste… -dijo Margaret a su pesar.
Adrián la miró.
– Creo que no. Lo diste por sentado. ¿Y por qué no? Era muy lógico, ¿no?
Margaret vio que los otros dos no tenían ni idea de acerca de qué hablaban madre e hijo, pero no había duda de que les interesaba averiguarlo. Sin embargo, estaba tan desconcertada por la noticia que acababa de darle su hijo, que no pudo asimilarla lo suficientemente deprisa para decidir el daño que provocaría tener delante de ellos la conversación que necesitaba tener con Adrián. Dios santo, ¿acerca de qué más le había mentido? Y si se le ocurría musitar siquiera la palabra “mentira” en presencia de estos londinenses, ¿cómo diablos la utilizarían? ¿Adonde los llevaría eso?
– Me precipité en mis conclusiones. Tu padre siempre… Bueno, ya sabes cómo era con las mujeres. Supuse… Debí de entenderlo mal… Pero sí que dijiste que ella se lo tomó como una aventura para pasar el rato, ¿verdad? Tal vez te referías a otra persona y yo pensé que era Carmel…
Adrián sonrió irónicamente, disfrutando del espectáculo que ofrecía su madre al retractarse de lo que acababa de decir. La dejó con la incertidumbre un poco más antes de intervenir.
– No sé de nadie en Inglaterra -les dijo a los demás-, pero papá se estaba tirando a alguien de la isla. No sé quién era, pero mi tía sí lo sabe.
– ¿Se lo contó?
– Les oí discutir sobre ello. Lo único que puedo decirles es que se trata de alguien joven, porque Ruth amenazó con contárselo al padre de ella. Dijo que si era la única forma de impedir que papá siguiera con una niña, lo haría. -Adrián sonrió sin alegría y añadió-: Mi padre era un mal bicho. No me sorprende que al final alguien lo matara.
Margaret cerró los ojos, deseó fervientemente que algo se la llevara de allí y maldijo a su hijo.
Capítulo 25
Saint James y su mujer no tuvieron que ir a buscar a Ruth Brouard. Ella misma los encontró. Entró en el salón radiante de emoción.
– Señor Saint James, qué suerte tan increíble. He llamado a su hotel y me han dicho que estaba aquí. -Hizo caso omiso de su cuñada y de su sobrino y le pidió a Saint James que la acompañara porque de repente todo estaba claro y quería explicárselo enseguida.
– ¿Debo…? -preguntó Deborah señalando el exterior de la casa.
Cuando supo quién era, Ruth le dijo que ella también podía ir.
– ¿A qué viene todo esto, Ruth? -protestó Margaret Chamberlain-. Si tiene que ver con la herencia de Adrián…
Pero Ruth siguió sin hacerle caso, hasta el punto de cerrar la puerta mientras continuaba hablando.
– Tiene que perdonar a Margaret -le dijo a Saint James-. Es bastante… -Se encogió de hombros significativamente y prosiguió diciendo-: Acompáñenme. Estoy en el estudio de Guy.
Una vez allí, no perdió el tiempo con preámbulos.
– Ya sé qué hizo con el dinero -les dijo-. Venga. Mire. Véalo usted mismo.
Saint James vio que, en la mesa de su hermano, había un óleo. Medía unos sesenta centímetros de alto por cuarenta y cinco de ancho y estaba sujeto en las esquinas con libros de las estanterías. Ruth lo tocó con indecisión, como si fuera un objeto de culto.
– Guy por fin lo recuperó.
– ¿Qué es? -preguntó Deborah, de pie al lado de Ruth y mirando el dibujo.
– La señora hermosa con el libro y la pluma -dijo Ruth-. Pertenecía a mi abuelo, y antes, a su padre, y al padre de su padre, y a todos los padres que hubo antes. Con el tiempo tenía que ser de Guy. Y supongo que gastó todo ese dinero para encontrarla. No hay nada más… -Se le quebró la voz, y Saint James levantó la cabeza del cuadro y vio que, detrás de sus gafas redondas, Ruth Brouard tenía los ojos llenos de lágrimas-. Ahora es lo único que queda de ellos. ¿Comprende?
Se quitó las gafas y, secándose los ojos con la manga de su grueso jersey, se acercó a una mesa que había entre dos sillones en un extremo de la estancia. Allí, cogió una fotografía y regresó con ellos.
– Aquí está -dijo-. Pueden verlo en la fotografía. Maman nos la dio la noche que nos separamos porque estamos todos. Aquí pueden verlos. Granpére, Grandmére, Tante Esther, Tante Becca, sus flamantes maridos, nuestros padres, nosotros. Dijo: “Gardez-la…”. -Ruth pareció darse cuenta de que se había transportado a otro lugar y otra época. Cambió de idioma-. Disculpen. Dijo: “Guardadla hasta que volvamos a encontrarnos, así nos reconoceréis cuando nos veáis”. No sabíamos que eso no sucedería nunca. Y miren la fotografía. Aquí está, encima del aparador, la señora hermosa con el libro y la pluma, donde estuvo siempre. Vean las figuritas que hay detrás de ella a lo lejos, atareadas en la construcción de esa iglesia. Un enorme edificio gótico que tardaron cien años en acabar y aquí está ella, sentada tan…, bueno, tan serena, como si supiera algo sobre esa iglesia que el resto de nosotros nunca conoceremos. -Ruth sonrió mirando afectuosamente el cuadro, aunque le brillaban los ojos-. Tres cher frére -murmuró-. Tu n'as jamáis oublié.
Saint James se había acercado a Deborah para mirar la fotografía mientras Ruth Brouard hablaba. Vio que, en efecto, el cuadro que tenían delante en la mesa era el mismo que aparecía en la fotografía, y que la fotografía era la que él había contemplado la última vez que estuvo en esta habitación. En ella, una familia estaba reunida en torno a una mesa para la cena de Pascua. Todos sonreían contentos a la cámara, en paz con un mundo que pronto los destrozaría.
– ¿Qué pasó con el cuadro?
– Nunca lo supimos -contestó Ruth-. Sólo podíamos hacer conjeturas. Cuando terminó la guerra, esperamos. Durante un tiempo pensamos que nuestros padres vendrían a buscarnos. No lo sabíamos, al menos al principio. Durante algún tiempo no perdimos la esperanza… Bueno, los niños hacen eso, ¿no? No lo supimos hasta más adelante.
– Que habían muerto -murmuró Deborah.
– Que habían muerto -dijo Ruth-. Se quedaron demasiado tiempo en París. Huyeron al sur pensando que allí estarían a salvo, y ya no volvimos a saber nada de ellos. Habían ido a Lavaurette. Pero allí no estaban a salvo de Vichy. Traicionaron a los judíos cuando se lo pidieron. Eran peores que los nazis, en realidad, porque al fin y al cabo los judíos eran franceses, la propia gente de Vichy. -Alargó la mano para coger la fotografía que aún sostenía Saint James y la miró mientras seguía hablando-. Cuando acabó la guerra, Guy tenía doce años y yo, nueve. Pasaron años antes de que pudiera ir a Francia y averiguar qué le había pasado a nuestra familia. Por la última carta que recibimos, sabíamos que habían abandonado todas sus pertenencias, excepto la ropa que les cupo en una maleta para cada uno. Así que dejaron a la señora hermosa con el libro y la pluma, junto al resto de sus cosas, en casa de un vecino, Didier Bombard, para que se las guardara. Él le dijo a Guy que los nazis se lo llevaron todo porque era propiedad de judíos. Pero podría estar mintiendo, naturalmente. Lo sabíamos.
– Entonces, ¿cómo logró encontrarlo su hermano? -preguntó Deborah-. ¿Después de tantos años?
– Mi hermano era un hombre muy decidido. Habría contratado a la gente que hiciera falta: primero para buscarlo y luego para adquirirlo.