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– International Access -observó Saint James.

– ¿Qué es eso? -dijo Ruth.

– Es adonde fue a parar su dinero, el dinero que transfirió de su cuenta en Guernsey. Es una empresa en Inglaterra.

– Ah, entonces es eso. -Alargó la mano hacia una pequeña lámpara, que iluminó la mesa de su hermano, y la acercó para alumbrar mejor el cuadro-. Supongo que lo encontraron ellos. Tiene sentido, ¿verdad?, cuando uno piensa en las enormes colecciones de arte que se compran y venden todos los días en Inglaterra. Cuando hable con ellos, imagino que le contarán cómo lo localizaron y quién se encargó de devolvérnoslo: detectives privados, lo más probable; tal vez una galería también. Tuvo que comprarlo, naturalmente. No se lo darían sin más.

– Pero si es suyo… -dijo Deborah.

– ¿Cómo podíamos demostrarlo? Sólo teníamos esta única fotografía familiar como prueba, y ¿quién miraría una foto de una cena familiar y decidiría que el cuadro que colgaba en la pared del fondo es el mismo que éste? -Señaló la pintura que tenían delante en la mesa-. No teníamos otros documentos. Siempre estuvo en la familia, la señora hermosa con el libro y la pluma, y, aparte de esta única foto, no había forma de demostrarlo.

– ¿Y los testimonios de las personas que la habían visto en la casa de su abuelo?

– Ahora ya han muerto todos, supongo -dijo Ruth-. Y aparte del señor Bombard, tampoco sabría quiénes eran. Así que Guy no tenía otro modo de recuperarlo que comprándoselo a quien lo tuviera, y es lo que hizo, ténganlo por seguro. Imagino que era su regalo de cumpleaños para mí: devolver a la familia lo único que quedaba de la familia, antes de que yo muriera.

En silencio, miraron el lienzo extendido sobre la mesa. El cuadro era antiguo, no cabía la menor duda. A Saint James le parecía holandés o flamenco, y era una obra fascinante, un ejemplo de belleza eterna que en su época sin duda fue una alegoría para el artista y para su mecenas.

– Me pregunto quién será -dijo Deborah-. Por su vestido parece una especie de aristócrata. Es magnífico, ¿verdad? Y el libro es muy grande. Tener un libro así… Incluso saber leer en esa época… Debía de ser bastante rica. Tal vez fuera una reina.

– La señora con el libro y la pluma -dijo Ruth-. Para mí basta.

Saint James salió de su contemplación del dibujo y le dijo a Ruth Brouard:

– ¿Cómo ha topado con él esta mañana? ¿Estaba en la casa, entre las cosas de su hermano?

– Lo tenía Paul Fielder.

– ¿El chico al que su hermano hacía de mentor?

– Me lo ha dado él. Margaret creía que había robado algo de la casa porque no quería que nadie se acercara a su mochila. Pero lo que tenía dentro era esto, y me lo ha entregado inmediatamente.

– ¿Cuándo ha sido?

– Esta mañana. La policía le ha traído desde Bouet.

– ¿Aún está aquí?

– Imagino que estará por los jardines. ¿Por qué? -La expresión de Ruth se volvió seria-. No creerá que lo ha robado, ¿verdad? Porque, en serio, él no haría algo así. No es propio de Paul.

– ¿Podría dejármelo un rato, señora Brouard? -Saint James tocó el borde del cuadro-. Lo guardaré bien.

– ¿Por qué?

– Si no le importa -dijo solamente a modo de respuesta-. No tiene que preocuparse. Se lo devolveré pronto.

Ruth miró el cuadro como si se resistiera a separarse de él, que sin duda era lo que le pasaba. Sin embargo, al cabo de un momento, asintió con la cabeza y apartó los libros de cada esquina del lienzo.

– Hay que enmarcarlo. Hay que colgarlo como es debido.

Le tendió la pintura a Saint James. Él la cogió y le dijo:

– Imagino que sabe que su hermano tenía un romance con Cynthia Moullin, ¿verdad, señora Brouard?

Ruth apagó la lámpara de la mesa y la colocó en su lugar original. Por un momento, Saint James creyó que no iba a contestarle, pero al fin dijo:

– Los sorprendí juntos. Me dijo que iba a contármelo. Dijo que quería casarse con ella.

– ¿No le creyó?

– En demasiadas ocasiones, señor Saint James, mi hermano afirmó haberla encontrado al fin. “Esta mujer, Ruth, es la definitiva de verdad”, decía. Siempre lo creía en el momento… porque siempre confundía ese escalofrío de la atracción sexual con el amor, como le sucede a mucha gente. El problema de Guy era que parecía incapaz de estar por encima de estas sensaciones. Y cuando el sentimiento se apagaba, como suele suceder con estas cosas, siempre imaginaba que era la muerte del amor y no simplemente la oportunidad de comenzar a amar.

– ¿Se lo contó al padre de la chica? -preguntó Saint James.

Ruth fue de la mesa a la maqueta del museo de la guerra en el centro del estudio. Limpió el polvo inexistente del tejado.

– No me dejó otra alternativa. No quiso ponerle fin. Y estaba mal.

– ¿Por qué?

– Es una cría, prácticamente una niña. No tiene experiencia. Estuve dispuesta a hacer la vista gorda cuando eran mayores. Ellas sabían lo que hacían, independientemente de lo que pensaran que hacía Guy. Pero Cynthia… Fue demasiado. Llevó las cosas demasiado lejos. No me dejó otra alternativa que acudir a Henry. Era la única forma que se me ocurrió para salvarlos a los dos, a ella de un desengaño amoroso y a él de la censura.

– No funcionó, ¿verdad?

Ruth dio la espalda a la maqueta.

– Henry no mató a mi hermano, señor Saint James. No le puso la mano encima. Cuando tuvo ocasión de hacerlo, no pudo. Créame. No es de esa clase de hombres.

Saint James vio lo mucho que Ruth Brouard necesitaba creer aquello. Si permitía que sus pensamientos fueran en cualquier otra dirección, la responsabilidad que tendría que afrontar sería atroz. Y ya tenía que soportar suficientes atrocidades.

– ¿Está segura de lo que vio desde la ventana la mañana que murió su hermano, señora Brouard? -dijo.

– La vi -dijo-. La vi siguiéndole.

– Vio a alguien -la corrigió Deborah con delicadeza-. Alguien de negro. De lejos.

– No estaba en casa. Le siguió. Lo sé.

– Han detenido a su hermano -dijo Saint James-. Parece que la policía cree que antes cometió un error. ¿Existe alguna posibilidad de que viera a su hermano en lugar de a China River? El tendría acceso a la capa, y si alguien que hubiera visto antes a la mujer con ella lo vio después a él llevándola… Sería natural suponer que se trataba de China. -Saint James evitó mirar a Deborah mientras hablaba, puesto que sabía cómo reaccionaría a la insinuación de que cualquiera de los River estaba implicado en este caso. Pero aún quedaban temas de los que ocuparse, independientemente de los sentimientos de Deborah-. ¿También registró la casa buscando a Cherokee River? -le preguntó-. ¿Miró en su habitación como dice que hizo con la de China?

– Sí que miré en la de ella -protestó Ruth Brouard.

– ¿Y el cuarto de Adrián? ¿Miró ahí? ¿Y en el de su hermano? ¿Buscó a China allí?

– Adrián no… Guy y esa mujer no… Guy no… -Las palabras de Ruth se extinguieron.

Saint James no necesitaba otra respuesta.

Cuando la puerta del salón se cerró tras los visitantes, Margaret no tardó ni un segundo en abordar a su hijo para llegar al fondo de la cuestión. Adrián también había empezado a marcharse de la estancia, pero ella llegó a la puerta antes que él y le cerró el paso.

– Siéntate, Adrián -dijo-. Tenemos que hablar. -Percibió la amenaza en su voz y deseó poder retirarla, pero estaba rematadamente harta de tener que explotar sus reservas finitas de devoción maternal, y ahora ya no quedaba más remedio que afrontar los hechos: Adrián había sido un chico difícil desde el día en que nació, y los niños difíciles a menudo se convertían en adolescentes difíciles que, a su vez, se convertían en adultos difíciles.

Hacía tiempo que veía a su hijo como una víctima de las circunstancias y había utilizado esas circunstancias para encontrar una explicación convincente a todas sus rarezas. La inseguridad provocada por la presencia de hombres en su vida que claramente no le comprendían era su forma de racionalizar años de sonambulismo y estados de ausencia de los que sólo un tornado podría haber despertado a su hijo. El miedo a ser abandonado por una madre que se había vuelto a casar no una sino tres veces era su forma de excusar la incapacidad de Adrián para crearse una vida propia. Un trauma infantil aclaraba aquel único y terrible incidente de defecación en público que había provocado que lo expulsaran de la universidad. A los ojos de Margaret, siempre había habido una razón. Pero no se le ocurría ninguna para que su hijo mintiera a la única mujer que había entregado su vida para hacer la suya más llevadera. Si no podía conseguir la venganza que anhelaba, una explicación serviría.