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– Siéntate -repitió-. No vas a ningún lado. Tenemos que hablar.

– ¿Qué? -dijo, y a Margaret le enfureció que su voz no sonara cautelosa sino irritada, como si abusara de su valioso tiempo.

– Carmel Fitzgerald -dijo-. Pienso llegar al fondo de esto.

Los ojos de Adrián se clavaron en los de ella, y Margaret vio que su hijo cometía la temeridad de mirarla con insolencia, como un adolescente sorprendido haciendo algo que tenía prohibido, algo que deseaba fervientemente que le sorprendieran haciendo para, de este modo, consumar un acto de rebeldía que se negaba a verbalizar. Margaret notó en las palmas de las manos el deseo de borrar de un bofetón esa expresión de la cara de Adrián: ese labio superior ligeramente levantado y esos resoplidos por la nariz. Se contuvo y fue hacia una silla.

Adrián se quedó junto a la puerta, pero no se marchó de la habitación.

– Carmel -dijo-. De acuerdo. ¿Qué pasa con ella?

– Me dijiste que ella y tu padre…

– Lo diste por sentado. Yo no te dije una mierda.

– No te atrevas a utilizar esa clase de…

– Una mierda -repitió-. Una auténtica mierda, madre. Una puta mierda.

– ¡Adrián!

– Lo diste por sentado. Te has pasado la vida comparándome con él. Así que ¿por qué alguien iba a preferir al hijo antes que al padre?

– ¡Eso no es cierto!

– Sin embargo, curiosamente, ella sí me prefería a mí. Incluso cuando estuvimos aquí con él. Se notaba porque Carmel no era su tipo y ella lo sabía. No era rubia, no era sumisa tal como le gustaban a él, no se sentía intimidada por su dinero y su poder. Pero la cuestión es que a ella no le impresionó, daba igual el encanto que desprendiera. Ella sabía que sólo era un juego, y lo era, ¿no?: la conversación inteligente, las anécdotas, las preguntas sagaces mientras centraba toda la atención en una mujer. Él no la deseaba, en realidad no, pero si ella hubiera querido, lo habría intentado porque siempre lo intentaba. Era un acto reflejo. Ya lo sabes. ¿Quién iba a saberlo mejor? Sólo que ella no quiso.

– Entonces, ¿por qué diablos me dijiste…? ¿Insinuaste…? Y no puedes negarlo. Lo insinuaste. ¿Por qué?

– Ya te lo habías imaginado todo en tu cabeza. Carmel y yo rompimos después de venir aquí a verle, ¿y qué otra razón podía haber? Le sorprendí bajándole las bragas…

– ¡Basta!

– Y me vi obligado a romper con ella. O ella rompió conmigo, porque le gustaba más él que yo. Es lo único que se te ocurrió, ¿verdad? Porque si no era eso, si no me había dejado por él, entonces tenía que ser por otro motivo y no querías pensar eso porque esperabas que por fin todo hubiera quedado atrás.

– No digas tonterías.

– Te contaré lo que pasó, madre. Carmel estaba dispuesta a aceptarlo casi todo. No era guapa y tampoco tenía mucha chispa. No era probable que tuviera más de una relación en su vida, así que estaba dispuesta a conformarse. Y después de haberse conformado, no era probable que persiguiera a otros hombres. En resumen, era perfecta. Tú lo viste. Yo lo vi. Todo el mundo lo vio. Carmel también lo vio. Éramos el uno para el otro. Pero sólo había un problema: un compromiso que no fue capaz de asumir.

– ¿Qué clase de compromiso? ¿A qué te refieres?

– Un compromiso nocturno.

– ¿Nocturno? ¿Te vio sonámbulo? ¿Se asustó? No comprendió que estas cosas…

– Me meé en la cama -la interrumpió. Su cara ardía de humillación-. ¿Vale? ¿Contenta? Me meé en la cama.

Margaret intentó que el asco no se le notara en su voz.

– Podría haberle pasado a cualquiera. Una noche que bebes demasiado… Una pesadilla, incluso… La confusión de estar en una casa que no es la tuya…

– Todas las noches que pasamos aquí -dijo-. Todas las noches. Fue comprensiva, pero ¿quién puede culparla por cortar conmigo? Incluso una ajedrecista menudita sin la más mínima posibilidad de tener a ningún otro hombre en su vida pone límites. Estuvo dispuesta a soportar el sonambulismo, los sudores nocturnos, las pesadillas, incluso mis estados de ensimismamiento; pero el límite fue tener que dormir con mi pis, y no puedo culparla. Yo llevo durmiendo con él treinta y siete años, y es muy desagradable.

– ¡No! Lo habías superado. Sé que lo habías superado. Pasara lo que pasase aquí, en casa de tu padre, fue una anomalía. No volverá a pasar porque tu padre ha muerto. Así que la llamaré. Se lo contaré.

– ¿Tanto lo deseas?

– Te mereces…

– No mientas. Carmel era tu mejor oportunidad de librarte de mí, madre. Las cosas no salieron como tú esperabas.

– ¡No es cierto!

– ¿No? -Meneó la cabeza con un desdén complacido-. Y yo que creía que no querías más mentiras. -Se volvió hacia la puerta, ya no había ninguna madre que le impidiera marcharse de la habitación. Abrió. Mientras se iba del salón, dijo girando la cabeza-: He acabado con todo esto.

– ¿Con qué? Adrián, no puedes…

– Sí puedo -dijo-. Y lo haré. Soy quien soy, que es exactamente lo que tú querías que fuera, reconozcámoslo. Mira adonde nos ha llevado eso, madre, a este preciso momento: a tener que aguantarnos mutuamente.

– ¿Me echas la culpa a mí? -le preguntó Margaret horrorizada por cómo decidía interpretar sus gestos de amor. No le daba las gracias por protegerle, no le agradecía que lo orientara, no reconocía que hubiera intercedido por él. Dios santo, como mínimo, al menos merecía un gesto de agradecimiento por interesarse incansablemente por sus asuntos-. Adrián, ¿me echas la culpa a mí? -repitió cuando no le contestó.

Pero la única respuesta que recibió fue una risotada. Adrián cerró la puerta y siguió su camino.

– China dijo que no se había liado con él -le dijo Deborah a su marido en cuanto salieron al sendero. Midió todas las palabras-. Pero pudo… Tal vez no quiso decírmelo. Tal vez le avergonzara haber tenido un rollo con él, porque lo hizo por despecho después de lo de Matt. No puede estar orgullosa de ello; no por motivos morales, sino porque… Bueno, es bastante triste. Es… Es bastante desesperado, en cierto modo. Y detestaría ver eso en ella: estar desesperada. Detestaría lo que dice eso de ella.

– Explicaría por qué no estaba en su cuarto -reconoció Simón.

– Y da a otra persona, alguien que supiera dónde estaba, la oportunidad de coger la capa, el anillo, algunos cabellos suyos, sus zapatos… Sería fácil.

– Sin embargo, sólo una persona pudo hacerlo -señaló Saint James-. Lo ves, ¿no?

Deborah apartó la mirada.

– No puedo creer eso de Cherokee. Simón, hay más gente, otras personas tuvieron la oportunidad y, mejor aún, tenían un móviclass="underline" Adrián, por ejemplo, y también Henry Moullin.

Simón guardó silencio y observó a un pajarito que cruzó a toda velocidad las ramas desnudas de uno de los castaños. Musitó su nombre -fue casi un suspiro-, y Deborah percibió plenamente la diferencia en las posiciones que ocupaban. Él tenía información. Ella no. Evidentemente, Simón vinculaba esa información a Cherokee.