– En realidad, quería hablar con usted -dijo Saint James-. ¿Tiene un momento?
La mirada de Kevin se posó en el lienzo que tenía Saint James; pero si lo reconoció, no dio muestras de ello.
– Ahora tengo un momento -dijo.
– ¿Sabía que Guy Brouard era amante de su sobrina?
– Mis sobrinas tienen seis y ocho años, señor Saint James. Guy Brouard era muchas cosas para mucha gente, pero la pederastía no le interesaba.
– Me refiero a la sobrina de su mujer: Cynthia Moullin -dijo Saint James-. ¿Sabía que Cynthia tenía una relación con Brouard?
No contestó, pero desvió la mirada hacia la mansión, lo cual fue respuesta suficiente.
– ¿Habló con Brouard del tema? -preguntó Saint James.
De nuevo, no respondió.
– ¿Y con el padre de la chica?
– No puedo ayudarle con este tema -dijo Duffy-. ¿Es todo lo que ha venido a preguntarme?
– En realidad, no -dijo Saint James-. He venido a preguntarle acerca de esto. -Con cuidado, desenrolló el lienzo antiguo.
Kevin Duffy clavó las púas de la horca en la tierra, de forma que la herramienta quedó de pie. Se acercó a Saint James, limpiándose las manos en el trasero del pantalón. Miró la pintura y dejó escapar un largo silbido entre los labios.
– Al parecer, el señor Brouard se tomó muchísimas molestias para recuperarlo -dijo Saint James-. Su hermana me ha dicho que desapareció de la familia en los años cuarenta. No sabe cuál es su procedencia original, dónde ha estado desde la guerra ni cómo lo recuperó su hermano. Me preguntaba si usted podría arrojar un poco de luz.
– ¿Por qué iba yo…?
– Tiene dos estanterías llenas de libros y vídeos de arte en el salón, señor Duffy, y un título en historia del arte colgado en la pared. Eso sugiere que podría saber más sobre este cuadro que el típico encargado de mantenimiento.
– No sé dónde ha estado -contestó-. Y no sé cómo lo recuperó.
– Queda una cuestión -señaló Saint James-. ¿Sabe entonces cuál es su procedencia original?
Kevin Duffy no había dejado de mirar el cuadro.
– Venga conmigo -dijo al cabo de un momento, y entró en la casa.
Junto a la puerta, se quitó de una patada las botas llenas de barro y llevó a Saint James al salón. Encendió una hilera de luces en el techo que iluminaron directamente sus libros y cogió unas gafas que descansaban en el reposabrazos de un sillón raído. Repasó su colección de volúmenes de arte hasta que encontró el que quería. Lo cogió de la estantería, se sentó y abrió el libro por el índice. Al dar con lo que buscaba, pasó las páginas hasta llegar a la adecuada. La miró durante un largo rato antes de girar el volumen sobre sus rodillas para ponerlo de cara a Saint James.
– Véalo usted mismo -dijo.
Lo que Saint James vio no era una fotografía de la pintura -como creía que vería, teniendo en cuenta la reacción anterior de Duffy-, sino un dibujo, un mero estudio para un futuro cuadro. Estaba parcialmente coloreado, como si el artista quisiera comprobar qué tonos combinarían mejor en la obra final. Sin embargo, sólo había terminado el vestido de la dama y el azul que había elegido era el mismo que había acabado utilizando en el cuadro. Tal vez, tras tomar una decisión rápida sobre el resto de la obra y considerar innecesario seguir coloreando el dibujo, el artista había pasado al lienzo final, que Saint James tenía en las manos en esos momentos.
La composición y las figuras del dibujo del libro eran idénticas a la pintura que Paul Fielder había entregado a Ruth Brouard. En ambos, la señora hermosa con el libro y la pluma estaba sentada apaciblemente en primer plano, mientras que detrás un grupo de obreros cargaban las piedras que formaban una enorme catedral gótica. La única diferencia entre el estudio y la obra acabada era que alguien había dado un título al primero: se llamaba Santa Bárbara, y cualquiera que quisiera verlo lo encontraría entre los maestros holandeses en el Museo Real de Bellas Artes de Amberes.
– Ah -dijo Saint James lentamente-, sí. Cuando lo vi, pensé que era importante.
– ¿Importante? -El tono de Kevin Duffy era una mezcla de veneración e incredulidad-. Lo que tiene en las manos es un Pieter de Hooch del siglo XVII. Hasta hoy, no creo que nadie supiera que el cuadro existía realmente.
Saint James miró el lienzo.
– Dios santo -dijo.
– Consulte todos los libros de historia del arte que caigan en sus manos y no encontrará este cuadro -dijo Kevin Duffy-; sólo el dibujo, el estudio, y nada más. Por lo que se sabe, de Hooch nunca llegó a realizar la pintura. Los temas religiosos no eran su especialidad, así que siempre se ha dado por sentado que sólo fue un pasatiempo y que luego abandonó la obra.
– Por lo que se sabe. -Saint James vio que la aseveración de Kevin Duffy corroboraba la afirmación de Ruth, quien había dicho que el cuadro siempre había estado en su familia, desde que tenía memoria. Generación tras generación, cada padre lo había legado a sus hijos: una reliquia familiar. Por esta razón, seguramente nadie había pensado en llevar el cuadro a un experto para saber qué era exactamente. Sólo era, como había dicho la propia Ruth, la pintura familiar de la señora hermosa con el libro y la pluma. Saint James le dijo a Kevin Duffy cómo lo llamaba Ruth Brouard.
– No es una pluma -dijo Kevin Duffy-. Sostiene una palma. Es el símbolo de un mártir. Aparece en cuadros de temática religiosa.
Saint James examinó la pintura más detenidamente y vio que, en efecto, parecía ser una hoja de palma, pero también comprendió que un niño, que no estaba educado en los símbolos que se utilizaban en las pinturas de esa época y que miraba el cuadro a lo largo de los años, podía haber interpretado que era una pluma larga y elegante.
– Ruth me habló de que su hermano fue a París cuando tuvo la edad suficiente -dijo Saint James-, después de la guerra. Fue a recoger las pertenencias de la familia, pero todo lo que poseían había desaparecido. Supongo que el cuadro también.
– Es lo primero que desaparecería -reconoció Duffy-. Los nazis estaban decididos a apropiarse de lo que consideraban arte ario. “Repatriación”, lo llamaban. La verdad es que esos cabrones se quedaban con todo lo que podían.
– Parece que Ruth cree que el vecino de la familia, un tal señor Didier Bombard, tenía acceso a sus pertenencias. Como no era judío, si el cuadro lo tenía él, ¿por qué iba a acabar en manos de los alemanes?
– Las obras de arte acabaron en manos de los nazis por muchas vías. No era un robo directo. Había intermediarios franceses, marchantes de arte que las adquirían, y comerciantes alemanes que ponían anuncios en los periódicos de París para pedir que se llevaran obras de arte a uno u otro hotel y las mostraban a posibles compradores. El tal señor Bombard pudo vender el cuadro por esta vía. Si no sabía qué era, tal vez lo llevó a uno de estos comerciantes y estuvo agradecido de recibir doscientos francos a cambio.
– ¿Y luego? ¿Dónde pudo ir a parar después?
– ¿Quién sabe? -dijo Duffy-. Cuando acabó la guerra, los aliados crearon unidades de investigación para devolver las obras de arte a sus propietarios; pero estaban por todas partes. Goring solo tenía muchísimas. Habían muerto millones de personas, familias enteras exterminadas sin que nadie reclamara sus posesiones. Y si quedaba alguien vivo, pero no podía demostrar que algo le pertenecía, estaba perdido. -Meneó la cabeza con indignación-. Supongo que es lo que pasó en este caso. O alguien con las manos largas en alguno de los ejércitos aliados se lo guardó en su talego y se lo llevó a casa de recuerdo, o alguien en Alemania, un único propietario tal vez, se lo compró a un comerciante francés durante la guerra y pudo esconderlo cuando entraron los aliados. El tema es que si la familia había muerto, ¿quién sabía qué pertenecía a quién? ¿Y cuántos años tenía Guy Brouard entonces? ¿Doce? ¿Catorce? Cuando acabó la guerra, no pensaría en recuperar las pertenencias de su familia. Pensaría en ello años después, pero para entonces el cuadro llevaría ya tiempo desaparecido.