– Y se habrían necesitado años para encontrarlo -dijo Saint James-; por no mencionar un ejército de historiadores del arte, conservadores, museos, casas de subastas e investigadores. -”Más una pequeña fortuna”, añadió para sí mismo.
– Tuvo suerte de encontrarlo -dijo Duffy-. Hubo obras que desaparecieron durante la guerra, y nunca volvió a saberse nada. Hay otras sobre las que aún se discute. No sé cómo demostró el señor Brouard que el cuadro era suyo.
– Parece que no intentó demostrar nada, sino que lo compró -explicó Saint James-. Ha desaparecido una gran cantidad de dinero de sus cuentas. Lo han transferido a Londres.
Duffy levantó una ceja.
– ¿En serio? -Kevin parecía tener dudas-. Supongo que pudo conseguirlo en una subasta, o pudo aparecer en una tienda de antigüedades de un pueblo o en un mercadillo. No obstante, resulta difícil creer que nadie supiera qué era.
– Pero ¿cuántas personas son expertas en historia del arte?
– No lo digo por eso -dijo Duffy-. Cualquiera puede ver que es antiguo. Cabría pensar que lo llevarían a algún lugar para que lo tasaran.
– Pero ¿y si alguien lo robó cuando acabó la guerra…? Un soldado lo coge… ¿Dónde? ¿En Berlín? ¿Munich?
– ¿Berchtesgaden? -sugirió Duffy-. Todos los peces gordos alemanes tenían casas allí. Se llenó de soldados aliados cuando acabó la guerra. Todo el mundo fue a por las sobras.
– De acuerdo. Berchtesgaden -reconoció Saint James-. Un soldado coge el cuadro durante el saqueo. Se lo lleva a Hackney y lo cuelga encima del sofá en su casa pareada y se olvida. Se queda allí hasta que muere y pasa a sus hijos. Nunca han pensado gran cosa de las posesiones de sus padres, así que lo venden todo en una subasta o un mercadillo, lo que sea. Venden el cuadro. Acaba en un tenderete; en Portobello Road, por ejemplo, o en Bermondsey, o en una tienda de Camden Passage, o incluso en un pueblo, como ha sugerido usted. Brouard tuvo personas buscándolo durante años, y cuando lo vieron, lo compraron.
– Supongo que pudo ser así -dijo Duffy-. No. La verdad es que tuvo que ser así.
A Saint James le intrigó la contundencia de la afirmación de Duffy.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Porque es la única manera que tuvo el señor Brouard de recuperarlo. No tenía forma de demostrar que era suyo. No pudo adquirirlo a través de Christie's o Sotheby's, ¿verdad? Así que tuvo que ser…
– Espere -le interrumpió Saint James-. ¿Por qué no a través de Christie's o Sotheby's?
– Alguien habría superado sus pujas: algún Getty con una fortuna ilimitada, algún magnate del petróleo árabe. Quién sabe quiénes más.
– Sin embargo, Brouard tenía dinero…
– Pero no en estas cantidades. No tenía el dinero suficiente. No si Christie's o Sotheby's sabían exactamente lo que tenían en su poder y todo el mundo del arte pujaba para adquirirlo.
Saint James miró el cuadro: cuarenta y cinco por sesenta centímetros de lienzo, óleo y una genialidad indiscutible.
– Exactamente -dijo con lentitud-, ¿de cuánto dinero estamos hablando, señor Duffy? ¿Qué valor calcula que tiene?
– Diez millones de libras como mínimo, diría yo -dijo Kevin Duffy-. Y ésa sería la puja inicial.
Paul llevó a Deborah hacia la parte de atrás de la casa, y al principio ella creyó que se dirigían a los establos. Pero el chico ni los miró, sino que cruzó el patio que separaba las cuadras de la casa y daba paso a los arbustos, que también atravesó.
Al seguirlo, se encontró en una ancha extensión de césped tras la cual se alzaba un bosque de olmos. Paul penetró en él, y Deborah aceleró el paso para no perderlo. Cuando llegó a los árboles, vio que había un sendero fácil de seguir; la tierra estaba esponjosa por la gruesa capa de hojas caídas. Lo recorrió hasta que delante de ella, a lo lejos, vislumbró un muro de piedra rugoso. Vio que Paul trepaba por él. Pensó que esta vez iba a perderle definitivamente; pero cuando el chico llegó arriba, se detuvo y esperó a que alcanzara el muro, momento en que le tendió la mano y la ayudó a pasar al otro lado.
Allí, Deborah vio que las formas y detalles cuidadosos de Le Reposoir daban paso a un prado grande pero abandonado, donde las malas hierbas, los arbustos y las zarzas crecían exuberantes hasta casi la altura de la cintura y un sendero abierto entre ellos conducía a un curioso montículo de tierra. No se sorprendió cuando Paul saltó del muro y corrió por el sendero. En el túmulo, se dirigió hacia la derecha y bordeó la base. Deborah se apresuró a seguirle.
Estaba preguntándose cómo podía ser que un extraño montículo de tierra escondiera un cuadro cuando vio las piedras cuidadosamente colocadas que bordeaban la parte inferior del túmulo. Entonces se dio cuenta de que no estaba mirando una loma natural, sino algo construido por el hombre en la prehistoria.
El sendero de la derecha estaba abierto en la vegetación, igual que el acceso desde el muro; y a poca distancia por el perímetro del túmulo, se topó con Paul Fielder, que estaba introduciendo la combinación de un candado que cerraba una puerta de roble torcida y desgastada que les permitiría entrar. Al parecer, Paul oyó que se acercaba, porque utilizó el hombro para ocultarle la combinación del candado. Con un clic y un chasquido lo abrió y con el pie empujó la puerta mientras se guardaba con cuidado el candado en el bolsillo. La abertura resultante en el túmulo no tenía más de un metro de altura. Paul se agachó, entró arrastrándose y desapareció rápidamente en la oscuridad.
No le quedaba más remedio que ir corriendo a avisar a Simón como una mujercita obediente, o seguir al chico. Deborah se decidió por lo último.
Al otro lado de la puerta un pasadizo estrecho y mohoso la encerró; del suelo al techo de piedra había menos de un metro y medio. Pero unos seis metros más adelante, el pasadizo se abría y elevaba a una cueva central, vagamente iluminada por la luz del exterior. Deborah se irguió, parpadeó y esperó a que sus ojos se acostumbraran. Entonces, se dio cuenta de que estaba dentro de una cámara grande. Era totalmente de granito -tanto el suelo como las paredes y el techo-, y a un lado había lo que parecía una piedra vigilante en la que, con imaginación, casi podía verse la escultura antigua de un guerrero con su arma lista para ahuyentar a los intrusos. Había otra pieza de granito que se alzaba sobre el suelo unos diez centímetros y que parecía ser una especie de altar. Cerca había una vela, pero no estaba encendida. El chico no estaba allí dentro.
Deborah tuvo un mal momento. Se imaginó encerrada en aquel lugar sin que nadie supiera exactamente dónde estaba. Se permitió soltar un taco fervoroso por haber seguido alegremente a Paul Fielder, pero entonces se tranquilizó y le llamó. Como respuesta, oyó el roce de una cerilla. La luz se filtró por la grieta de una pared de piedra deforme situada a su derecha. Vio que indicaba la presencia de otra cámara más y fue en esa dirección.
La abertura que encontró no tendría más de veinticinco centímetros de ancho. Se deslizó a través de ella, rozando la fría humedad de la pared exterior, y vio que esta segunda cámara estaba equipada con velas y un pequeño catre de tijera. En la cabecera había una almohada; a los pies, una caja de madera tallada; en el centro, Paul Fielder estaba sentado con una caja de cerillas en una mano y una vela encendida en la otra. Empezó a colocarla en un hueco formado por dos de las piedras de la pared externa. Cuando lo consiguió, encendió una segunda vela y echó unas gotas de cera en el suelo para pegarla allí.
– ¿Éste es tu lugar secreto? -le preguntó Deborah en voz baja-. ¿Es aquí donde encontraste el cuadro, Paul?
No parecía probable. Parecía más razonable suponer que se trataba de un escondite destinado a algo completamente distinto, y estaba bastante segura de a qué. El catre era un testimonio mudo de ello, y cuando Deborah cogió la caja de madera al pie de la cama y la abrió, obtuvo la confirmación de lo que había imaginado.