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Lo que Frank pensaba de todo aquello era que la chica era demasiado joven para encargarse de recibir, saludar, organizar y vender los talentos que ofrecían Pompas Fúnebres Markham y Swift. Aparentaba unos dieciséis años, aunque seguramente rondaba los veinte y se había presentado como Arabella Agnes Swift, bisnieta mayor del fundador. Le había estrechado la mano afectuosamente y lo había conducido a su despacho, que, pensando en las personas acongojadas con las que se reunía habitualmente, se parecía lo menos posible a un despacho. Estaba decorado como el salón de una abuelita, con un juego de sofá y dos sillones, una mesita de café y fotografías familiares sobre la repisa de una chimenea falsa en la que estaba encendida una estufa eléctrica. Arabella aparecía en una de las fotografías, vestida con la toga de una licenciada universitaria. De ahí había deducido Frank la edad de la joven.

La chica estaba esperando educadamente a que le contestara. Con discreción, había colocado un volumen encuadernado en piel sobre la mesita de café, en el que sin duda habría fotografías de ataúdes para que la familia del difunto pudiera elegir. Tenía una libreta de espiral horizontal sobre las rodillas, pero no cogió el bolígrafo que había dejado cuidadosamente encima cuando se había sentado a su lado en el sofá. Era una profesional moderna a todos los efectos y no se asemejaba en absoluto al lúgubre personaje dickensiano que Frank había supuesto que encontraría tras las puertas de Pompas Fúnebres Markham y Swift.

– También podemos celebrar la ceremonia en nuestra capilla, si lo prefiere -comentó en un tono bastante amable-. Algunas personas no son practicantes habituales. Hay quien prefiere un funeral más agnóstico.

– No -dijo Frank al fin.

– Entonces, ¿celebrará el servicio en una iglesia? Si pudiera proporcionarme el nombre…, y el del ministro también.

– No habrá ceremonia -dijo Frank-. No habrá entierro. Él no querría. Quiero que… -Frank se calló. “Querer” no era el verbo correcto-. Prefería que lo incineraran. Puede ocuparse, ¿verdad?

– Sí. Por supuesto -le aseguró Arabella-. Nos encargaremos de todos los preparativos y transportaremos el cuerpo al crematorio. Usted sólo tendrá que recoger la urna. Permítame que le enseñe… -Se inclinó hacia delante, y Frank percibió el aroma de su perfume, una fragancia agradable que sabía que seguramente sería un consuelo para aquellos que lo necesitaban. Incluso a él, que no necesitaba sus condolencias, le recordó al contacto con el pecho de su madre. Se preguntó cómo sabían los perfumistas qué olor produciría ese rápido viaje en la memoria.

– Las hay de distintas clases -continuó Arabella-. Puede tomar su decisión en función de lo que desee hacer con las cenizas. Hay personas a quienes les consuela guardarlas, mientras que hay otras…

– No quiero urna -la interrumpió Frank-. Cogeré las cenizas como me las den: en una caja, en una bolsa; como me las den.

– Ah. Bien, por supuesto. -Su rostro era sumamente desapasionado. No le correspondía a ella comentar qué hacían los seres queridos del difunto con los restos de éste, y tenía experiencia suficiente para saberlo. La decisión de Frank no proporcionaría a Markham y Swift el negocio al que seguramente estaban acostumbrados, pero ése no era su problema.

Así que los preparativos se realizaron deprisa y con el menor alboroto posible. Al cabo de muy poco tiempo, Frank estaba sentado tras el volante del Peugeot, bajando por Brock Road y, después, subiendo hacia el puerto de Saint Sampson.

Había sido un proceso más fácil de lo que esperaba. Primero había salido de casa y había ido a las otras dos casitas adyacentes para comprobar el contenido y cerrar la puerta con llave durante la noche. Luego había regresado y se había acercado a su padre, que estaba tirado inmóvil al pie de las escaleras.

– ¡Papá! ¡Dios mío! Te tengo dicho que nunca subas… -había gritado entonces mientras corría a su lado. Vio que la respiración de su padre era superficial, casi inexistente. Paseó por la sala y miró la hora. Al cabo de diez minutos, fue al teléfono y marcó el número de emergencias. Explicó la situación. Luego esperó.

Graham Ouseley murió antes de que la ambulancia llegara a Moulin des Niaux. Mientras su alma pasaba de la tierra al Juicio, Frank se descubrió llorando por los dos y por lo que habían perdido, y así fue como lo encontraron los técnicos: llorando como un crío y sosteniendo contra su pecho la cabeza de su padre, donde un único moratón señalaba el lugar exacto de la frente que había recibido el golpe con las escaleras.

El médico personal de Graham llegó deprisa y agarró con fuerza a Frank por el hombro. No debía de haber sufrido, le informó el doctor Langlois. Seguramente tuvo un ataque al corazón al intentar subir las escaleras. Demasiado esfuerzo, ya se sabe. Pero teniendo en cuenta lo pequeño que era el moratón de la cara… Todo apuntaba a que estaba inconsciente cuando se golpeó con el peldaño de madera y que murió poco después sin saber siquiera qué le había pasado de repente.

– Sólo he ido a cerrar con llave las casas -explicó Frank, que notaba que las lágrimas se le secaban en las mejillas y le quemaban la piel agrietada alrededor de los ojos-. Cuando he vuelto… Siempre le decía que nunca intentara…

– Estos viejecitos son independientes -dijo Langlois-. Lo veo continuamente. Saben que no son unos chavales; pero no quieren ser una carga para nadie, así que no piden lo que necesitan cuando lo necesitan. -Le apretó el hombro-. Poco podías hacer para cambiarlo, Frank.

El médico se quedó mientras los técnicos de la ambulancia entraban la camilla e incluso hasta después de que se llevaran el cadáver. Frank se sintió obligado a ofrecerle un té.

– No le haría ascos a un whisky -le confió el hombre, así que Frank sacó el whisky de malta Oban, sirvió dos dedos y observó cómo el médico los apuraba agradecido-. Impresiona mucho que un padre muera de manera inesperada -dijo Langlois antes de marcharse-, independientemente de que nos hayamos preparado para ello. Pero tenía… ¿Cuántos? ¿Noventa años?

– Noventa y dos.

– Noventa y dos. Estaría preparado. Ellos, los mayores, lo están, ¿sabes? Tuvieron que prepararse hace medio siglo. Supongo que creía que cada día que vivía después de los años cuarenta era un regalo de Dios.

Frank deseaba con todas sus fuerzas que el hombre se fuera, pero Langlois siguió parloteando, contándole lo que menos quería oír: que el molde con el que hicieron a hombres como Graham Ouseley hacía tiempo que se había roto; que Frank debería alegrarse inmensamente de haber tenido un padre como él y durante tantísimos años, hasta la vejez del propio Frank en realidad; que Graham estaba orgulloso de tener un hijo con quien pudo vivir en paz y armonía hasta su muerte; que la dedicación tierna e incesante de Frank había significado muchísimo para Graham…

– Valóralo -le dijo Langlois con solemnidad. Entonces se marchó, y Frank subió las escaleras hasta su cuarto, se sentó en la cama, se tumbó al final y esperó con los ojos secos a que llegara el futuro.

Ahora, tras alcanzar South Quay, se encontró atrapado en Saint Sampson. Detrás de él, se extendía el tráfico de The Bridge mientras la gente salía del barrio comercial de la ciudad y se dirigía a casa y, delante, la caravana llegaba hasta Bulwer Avenue. Allí, en el cruce, parecía que un camión articulado había realizado un giro demasiado cerrado en South Quay y estaba plegado en una posición imposible con demasiados vehículos que intentaban pasar, muy poco espacio para maniobrar y demasiadas personas alrededor ofreciendo consejos. Al ver aquello, Frank giró el volante del Peugeot a la izquierda. Salió despacio del tráfico y se dirigió al borde del muelle, donde aparcó mirando al agua.