Se bajó del coche. El granito labrado de las paredes del puerto albergaba pocos barcos en aquella época del año, y el agua de diciembre que lamía las piedras tenía la ventaja de estar libre de las manchas de gasolina que, en el apogeo del verano, dejaban los navegantes descuidados que eran la pesadilla constante de los pescadores locales. Enfrente del agua, en el extremo norte de The Bridge, el muelle de carga emitía su cacofonía de martilleos, soldaduras, chirridos y palabrotas mientras se ponían a punto para la próxima temporada las embarcaciones que en invierno estaban fuera del agua. Si bien Frank sabía a qué correspondía cada sonido y cómo estaba relacionado cada uno con el trabajo que se realizaba en las embarcaciones del muelle, dejó que ocuparan el lugar de otra cosa bien distinta, transformando los martilleos en los pasos firmes de las botas sobre los adoquines; los chirridos en el ruido áspero del percutor de un fusil, las palabrotas en las órdenes dadas cuando llegaba el momento de disparar, comprensibles en cualquier idioma.
No podía borrar las historias de su cabeza, ni siquiera ahora, cuando más lo necesitaba: cincuenta y tres años de historias, contadas una y otra vez, pero que nunca se habían agotado y nunca habían sido inoportunas hasta este momento. Aun así, acudían a su mente, quisiera o no: 28 de junio de 1940, 18:55, el zumbido de un avión al acercarse y el miedo y la confusión que aumentaban entre aquellos que se habían reunido en el muelle de Saint Peter Port para ver zarpar el buque correo, como solían hacer normalmente, y entre aquellos cuyos camiones hacían cola para depositar las cajas de tomates en las bodegas de los cargueros… Había demasiada gente en la zona, y cuando llegaron los seis aviones, dejaron tras de sí muertos y heridos. Las bombas incendiarias cayeron sobre los camiones, y los explosivos de alta potencia los hicieron volar por los aires, mientras las ametralladoras acribillaban a la multitud sin miramientos: hombres, mujeres y niños.
Después, vinieron las deportaciones, los interrogatorios, las ejecuciones y esclavizaciones, y también la separación inmediata de las personas de sangre judía y las incontables proclamas y órdenes; trabajos forzosos por esto y fusilamientos por esto otro; control de la prensa, control del cine, control de la información, control de las mentes.
Aparecieron contrabandistas que se lucraban con la miseria de sus conciudadanos. Los granjeros con receptores de radio escondidos en sus graneros se convirtieron en héroes inverosímiles. Un pueblo, obligado a andar buscando comida y combustible en las basuras, se vio sumido en unas circunstancias que parecían olvidadas por el resto del mundo mientras la Gestapo se movía entre la gente, observando, escuchando y esperando a abalanzarse sobre cualquiera que diera un solo paso en falso.
“La gente moría, Frankie. Aquí mismo, en esta isla, la gente sufría y moría por culpa de los alemanes. Y algunas personas lucharon contra ellos del único modo que podían. Así que no lo olvides nunca, hijo. Camina con orgullo. Provienes de una familia que conoció la peor de las épocas y vivió para contarlo. No todos los chavales de esta isla pueden decir lo mismo sobre lo que pasó aquí, Frank.”
La voz y los recuerdos. La voz que inculcaba recuerdos continuamente. Frank no podía acallarlos, ni siquiera ahora. Sentía que le perseguirían el resto de su vida. Podía ahogarse en el Leteo, pero eso no bastaría para reiniciar su cerebro.
Se suponía que los padres no mentían a sus hijos. Si elegían ser padres, tendría que ser para transmitir las verdades de la vida que habían aprendido a través de la experiencia. ¿En quién podía confiar el hijo de un hombre sino en el propio hombre?
A eso se reducía todo para Frank mientras solo, en el muelle, contemplaba el agua, pero viendo en su lugar un reflejo de la historia que había moldeado sin piedad a una generación de isleños. Todo se reducía a la confianza. El la había entregado como único regalo que un niño puede dar a la figura distante y reverencial de su padre. Graham había cogido esta confianza y había abusado de ella de una manera atroz. Lo que quedó después fue el esqueleto delicado de una relación construida con paja y pegamento. El viento áspero de la revelación la había destruido. La propia estructura insustancial podría no haber existido nunca.
Haber vivido más de medio siglo fingiendo que no era responsable de las muertes de hombres buenos… Frank no sabía cómo construir un sentimiento de cariño hacia su padre con los desechos repugnantes que Graham Ouseley había dejado tras de sí con ese único dato. Sabía que ahora no podía. Tal vez algún día… Si llegaba a su misma edad… Si entonces veía la vida de otra forma…
Detrás de él, escuchó que al fin el tráfico comenzaba a moverse. Se dio la vuelta y vio que el camión del cruce había logrado salir de su situación. Volvió a subir al coche y se incorporó al flujo de vehículos que abandonaban Saint Sampson. Avanzó con ellos hacia Saint Peter Port, acelerando al fin cuando dejó atrás la zona industrial de Bulwer Avenue y accedió a la carretera que seguía la calle alargada en forma de media luna de la bahía de Belle Greve.
Tenía que hacer otra parada antes de regresar a Talbot Valley, así que siguió hacia el sur con el agua a la izquierda y Saint Peter Port que se alzaba como una fortaleza gris de terrazas a la derecha. Serpenteó a través de los árboles de Le Val des Terres y entró en Fort Road con menos de quince minutos de retraso sobre la hora que había quedado que pasaría por casa de los Debiere.
Habría preferido evitar otra conversación con Nobby; pero cuando el arquitecto lo llamó y se mostró tan insistente, su habitual sentimiento de culpa fue motivación suficiente para que Frank dijera:
– Muy bien, me pasaré. -Y mencionó la hora en que probablemente iría a verle.
Nobby abrió él mismo la puerta y llevó a Frank a la cocina, donde ante la aparente ausencia de su mujer, estaba preparando la cena de los chicos. En la habitación hacía un calor insoportable, y Nobby tenía la cara grasienta de sudor. El aire estaba muy cargado por el olor a palitos de pescado quemados. Del salón llegaba el ruido de un juego de ordenador en funcionamiento, con las convenientes explosiones resonando rítmicamente a medida que el jugador eliminaba con habilidad a los malos.
– Caroline está en la ciudad. -Nobby fue a inspeccionar una bandeja que extrajo lentamente del horno. Los palitos de pescado humeaban y desprendían otro olor nauseabundo. Hizo una mueca-. ¿Cómo puede gustarles esto?
– Basta con que lo detesten sus padres -observó Frank.
Nobby los puso en la encimera y utilizó una cuchara de madera para pasarlos a un plato. Cogió una bolsa de patatas congeladas del frigorífico y las echó sobre la bandeja, que volvió a meter en el horno. Mientras tanto, en el fogón, una olla hervía con entusiasmo. Enviaba una nube de vapor que flotaba sobre ellos en el aire como el fantasma de la señora Beeton.
Nobby la removió y sacó la cuchara llena de guisantes. Tenían un color verde artificial, como si estuvieran secos. Los miró con recelo, luego volvió a dejarlos en el agua hirviendo.
– Tendría que estar aquí para encargarse de esto. Se le da mejor. Yo soy un desastre -dijo Nobby.
Frank sabía que su ex alumno no le había llamado para que le diera lecciones de cocina, pero también sabía que no soportaría estar en la calurosa cocina mucho rato más. Así que asumió el control y, mientras se cocinaban las patatas, buscó un colador, echó los guisantes y luego los tapó con papel de plata, igual que los odiosos palitos de pescado. Hecho esto, abrió la ventana de la cocina.
– ¿Por qué querías verme, Nobby? -preguntó entonces al otro hombre, que había puesto la mesa para sus hijos.
– Caroline está en la ciudad -dijo.
– Ya me lo has dicho.
– Ha ido a pedir trabajo. Pregúntame dónde.
– De acuerdo. ¿Dónde?
Nobby soltó una carcajada, absolutamente carente de alegría.