– Si esto es lo que parece ser, puede que nos encontremos en un callejón sin salida, a no ser que involucremos a algún organismo estadounidense que tenga mano dura: Hacienda, el FBI o la policía de Nueva York.
– Eso serviría -comentó Saint James en un tono mordaz.
Lynley se rio.
– Volveré a llamarte. -Y se despidió.
Cuando colgó el teléfono, Saint James se tomó un momento para pensar en lo que implicaba la información de Lynley. La contrapuso a todos los datos que conocía y no le gustó demasiado el resultado que obtuvo.
– ¿Qué sucede? -le preguntó al fin Ruth Brouard.
Salió de su ensimismamiento.
– Me preguntaba si conserva el embalaje en el que llegaron los planos del museo, señora Brouard.
Al principio, Deborah Saint James no vio a su marido cuando salió de entre los arbustos. Había anochecido y pensaba en lo que había visto dentro del túmulo prehistórico al que la había llevado Paul Fielder. Es más, pensaba en qué significaba que el chico conociera la combinación del candado y se hubiera esforzado tanto en taparla para que no la viera.
Así que no vio a Simón hasta que casi lo tuvo delante. Tenía un rastrillo y estaba al otro lado de tres anexos más próximos a la mansión. Revisaba las basuras de la finca y, al parecer, ya había vertido el contenido de cuatro cubos.
Dejó lo que estaba haciendo cuando ella lo llamó.
– ¿Vas a hacerte detective de basuras? -le preguntó.
– Me lo estoy pensando, aunque me limitaré a la basura de cantantes y políticos -respondió Simón-. ¿Qué has descubierto?
– Todo lo que necesitas saber y más.
– ¿Te ha hablado Paul del cuadro? Bien hecho, cariño.
– En realidad, no sé si Paul habla alguna vez -admitió-. Pero me ha llevado al lugar donde lo encontró, aunque al principio pensaba que iba a encerrarme dentro. -Pasó a describirle el lugar y la naturaleza del túmulo al que Paul la había llevado, incluyendo la información sobre el candado y el contenido de las dos cámaras de piedra. Acabó diciendo-: Los preservativos…, el catre… Era obvio para qué lo utilizaba Guy Brouard, Simón. Aunque, para serte sincera, no acabo de entender por qué no tenía sus aventuras en la casa.
– Su hermana estaba allí casi siempre -le recordó Saint James-. Y como las aventuras eran con una adolescente…
– En plural, si contamos también a Paul Fielder. Supongo que sería por eso. Es todo tan sucio, ¿verdad? -Deborah giró la cabeza y miró hacia los arbustos, el césped, el sendero que cruzaba el bosque-. Bueno, allí no los veía nadie, créeme. Hay que saber dónde está el dolmen exactamente para encontrarlo.
– ¿Te enseñó en qué lugar del dolmen?
– ¿En qué lugar encontró el cuadro? -Cuando Simón asintió, Deborah se lo contó.
Su marido escuchó, apoyando el peso de su cuerpo en el rastrillo como un peón que está descansando. Cuando terminó de describir el altar y la grieta que había detrás y aclaró que la grieta estaba en el mismo suelo, Simón negó con la cabeza.
– No puede ser, Deborah. Ese cuadro vale una fortuna. -Le contó todo lo que había averiguado a través de Kevin Duffy. Acabó diciendo-: Y Brouard lo sabría.
– ¿Que era un De Hooch? Pero ¿cómo? Si el cuadro perteneció durante años a su familia, si había pasado de padres a hijos como reliquia familiar…, ¿cómo iba a saberlo? ¿Tú lo habrías sabido?
– No. Pero Brouard sabría lo que se había gastado para recuperar el cuadro, una cifra que ronda los dos millones de libras. No me creo que después de desembolsar tanto dinero y de los problemas que le supuso encontrar el lienzo, lo depositara aunque sólo fueran cinco minutos dentro de un dolmen.
– Pero ¿si estaba cerrado…?
– No es por eso, cariño. Estamos hablando de un cuadro del siglo XVII. No iba a dejarlo en un escondite donde el frío o la humedad podrían haberlo dañado.
– Entonces, ¿crees que Paul miente?
– No digo eso. Sólo digo que es improbable que Brouard pusiera el cuadro en una cámara prehistórica. Si quería esconderlo, a la espera de que llegara el cumpleaños de su hermana, como sostiene ella, o por cualquier otro motivo, hay cientos de lugares dentro de su propia casa donde podría haberlo guardado arriesgándose mucho menos a que se dañara.
– Entonces, ¿otra persona…? -dijo Deborah.
– Me temo que es lo único que tiene sentido. -Simón se puso a trabajar de nuevo con el rastrillo.
– Y tú ¿qué estás buscando? -Deborah escuchó la inquietud en su voz y supo que Simón también la había notado, porque cuando la miró, sus ojos estaban más oscuros, como siempre que estaba preocupado.
– La forma como llegó a Guernsey -contestó.
Se volvió hacia la basura y siguió esparciéndola hasta encontrar lo que al parecer buscaba. Era un tubo de unos noventa centímetros de largo y veinte centímetros de diámetro. En ambos extremos, la circunferencia estaba rodeaba por una arandela metálica robusta con los lados hacia abajo para poder cerrar el tubo herméticamente.
Simón lo sacó rodando de entre la basura y se encorvó para recogerlo. En un lado, vio que la superficie del tubo estaba rajada de arriba abajo. Habían ensanchado la abertura hasta crear un hueco, cuyos bordes estaban raídos, donde el cartón externo del tubo se abría para revelar su estructura real. Lo que tenían era un tubo escondido dentro de otro tubo, y no hacía falta ser un científico nuclear para deducir para qué se había utilizado este espacio interior oculto.
– Vaya -murmuró Simón y miró a Deborah.
Ella sabía qué pensaba porque, aunque no quería, también ella lo pensaba.
– ¿Puedo mirar…? -dijo, y cogió el tubo agradecida cuando Simón se lo entregó sin comentar nada.
Una vez inspeccionado, el tubo reveló lo que Deborah consideró el detalle más importante: el único modo de llegar al compartimento interior era claramente a través de la estructura exterior, ya que las arandelas estaban fijadas tan herméticamente en cada extremo del tubo que levantarlas habría dañado de manera irreversible toda la estructura. También habría alertado a cualquiera que examinara el tubo -concretamente, al destinatario, por no decir a los agentes de aduanas- de que alguien había intentado forzarlo. Sin embargo, no había ni una sola marca en las arandelas de metal en ninguno de los dos extremos. Deborah señaló este hecho a su marido.
– Lo veo -dijo-. Pero comprendes lo que significa, ¿verdad?
Deborah se puso nerviosa ante la intensidad de la mirada de Simón y de su pregunta.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Que quien lo trajo a Guernsey no sabía…?
– No lo abrió antes -la interrumpió-. Pero eso no significa que esa persona no supiera lo que había dentro, Deborah.
– ¿Cómo puedes decir eso? -Estaba abatida. Su voz interior y todos sus instintos gritaban que no.
– Por el dolmen, porque estaba en el dolmen. Guy Brouard fue asesinado por culpa de ese cuadro, Deborah. Es el único móvil que explica todo lo demás.
– Es demasiado oportuno -replicó ella-. También es lo que alguien quiere que creamos. No -dijo cuando Simón empezó a hablar-, escúchame, Simón. Dices que sabían lo que había dentro.
– Digo que uno de los dos lo sabía, no los dos.
– De acuerdo. Uno de los dos. Pero si es así, si querían…
– Quería. Si él quería -terció su marido en voz baja.
– Sí, vale. Eres muy testarudo. Si él…
– Cherokee River, Deborah.
– Sí. Cherokee. Si quería el cuadro, si sabía que estaba dentro del tubo, ¿por qué diablos lo trajo a Guernsey? ¿Por qué no desapareció con él y punto? No tiene sentido que lo trajera hasta aquí y después lo robara. Hay otra explicación completamente distinta.
– ¿Cuál?
– Creo que ya la sabes. Guy Brouard abrió el paquete y le enseñó el cuadro a alguien. Y ésa es la persona que le mató.