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– ¿Cuándo vuelves a casa? -le preguntó.

– No es asunto tuyo, madre. -Sacó sus cigarrillos e intentó cinco veces encender uno. Cualquier otra persona se habría rendido después de la segunda cerilla, pero su hijo no. Al menos en este sentido, era clavado a su madre.

– Adrián -dijo Margaret-, se me está agotando la paciencia.

– Vete a casa -dijo él-. No tendrías que haber venido.

– ¿Qué piensas hacer exactamente si no vuelves a casa conmigo?

Adrián sonrió sin alegría antes de dirigirse a su lado del coche. Le contestó desde detrás del capó.

– Créeme, algo se me ocurrirá -dijo.

Saint James se separó de Deborah mientras subían la cuesta que llevaba del aparcamiento al hotel. Había estado pensativa durante todo el trayecto de regreso de Le Reposoir. Había conducido prestando atención como siempre, pero Simón sabía que no tenía la cabeza puesta en el tráfico, ni siquiera en el camino que habían tomado. Sabía que estaba pensando en la explicación que había planteado sobre por qué un cuadro valiosísimo estaba escondido en un túmulo de tierra prehistórico rodeado de piedras. No podía culparla, naturalmente. Él también pensaba en su explicación, sencillamente porque no podía descartarla. Sabía que, igual que la preferencia de Deborah por ver el bien en todas las personas podía llevarla a pasar por alto verdades básicas sobre ellas, la tendencia de él a desconfiar de todo el mundo también podía llevarle a ver las cosas como no eran en realidad. Así que ninguno de los dos habló mientras regresaban a Saint Peter Port. Sólo cuando se acercaban a los escalones de la entrada del hotel, Deborah se volvió hacia él como si hubiera tomado alguna clase de decisión.

– Aún no voy a entrar. Primero daré un paseo.

Simón dudó antes de contestar. Sabía cuan peligroso era decir las palabras equivocadas. Pero también era consciente de que aún era más peligroso no decir nada en una situación en la que Deborah sabía más de lo que debería saber como parte no desinteresada.

– ¿Adonde vas? -dijo-. ¿No prefieres tomar una copa, un té o algo?

La expresión de sus ojos cambió. Deborah sabía qué estaba diciendo en realidad, a pesar de sus esfuerzos por fingir.

– Quizá necesite un guardia armado, Simón -contestó.

– Deborah…

– Volveré pronto -dijo, y se marchó, no por donde habían venido, sino hacia Smith Street, que bajaba hasta High Street y, más allá, al puerto.

No tenía más remedio que dejarla marchar, puesto que reconocía que, en esos momentos, él no sabía mejor que ella cuál era la verdad acerca de la muerte de Guy Brouard. Lo único que tenía era una sospecha, que Deborah estaba convencida y decidida a no compartir.

Después de entrar en el hotel, oyó que gritaban su nombre y vio que la recepcionista le extendía un papel desde detrás del mostrador.

– Un mensaje de Londres -le dijo al entregárselo junto con la llave de su habitación. Vio que había escrito “Lin.com” para referirse al cargo de su amigo en New Scotland Yard, una fórmula que, sin embargo, habría divertido al comisario en funciones, pese a haber abreviado mal su apellido-. Dice que se compre un móvil -añadió la mujer de manera significativa.

Arriba en la habitación, Saint James no devolvió la llamada de Lynley de inmediato, sino que se acercó a la mesa junto a la ventana y marcó un número distinto.

Cuando su llamada fue atendida, Saint James supo que en California, Jim Ward estaba en una “reunión de socios”. Por desgracia, ésta no se celebraba en el despacho, sino en el hotel Ritz Carlton.

– En la costa -le dijo dándose importancia una mujer que se había identificado como “Southby, Strange, Willow y Ward. Al habla Crystal”-. Están todos incomunicados -añadió-. Pero puede dejar un mensaje.

Saint James no tenía tiempo para esperar a que el arquitecto recibiera el mensaje, así que le pidió a la joven -que parecía estar comiendo apio- si podía ayudarle ella.

– Haré lo que pueda -dijo alegremente-. Estoy estudiando arquitectura.

La buena fortuna sonrió a Saint James cuando le preguntó por los planos que Jim Ward había enviado a Guernsey. No hacía tanto tiempo que los documentos habían salido del despacho de Southby, Strange, Willow y Ward, y resultaba que Crystal era la encargada de todos los envíos por correo convencional, UPS, FedEx, DHL, e incluso de mandar planos por Internet. Puesto que esta situación en concreto había sido radicalmente distinta al procedimiento que solían seguir, se acordaba bien y estaría encantada de explicárselo… si podía esperar un momento “porque me entra una llamada por la otra línea”.

Esperó, y a su debido tiempo, volvió a escuchar la voz alegre de la joven. Le contó que, en condiciones normales, los planos habrían pasado al otro lado del océano a través de la red y llegado a otro arquitecto, que asumiría el proyecto desde allí. Pero en este caso, los planos sólo eran una muestra del trabajo del señor Ward y no corría prisa enviarlos. Así que los embaló como siempre y los entregó a un abogado que fue a buscarlos. Descubrió que se trataba de un acuerdo al que habían llegado el señor Ward y el cliente de Europa.

– ¿Un tal señor Kiefer? -preguntó Saint James-. ¿El señor William Kiefer? ¿Fue él quien acudió a buscarlos?

Crystal dijo que no recordaba el nombre, pero creía que no era Kiefer. Aunque, después de pensarlo un momento, se dio cuenta de que no recordaba que el tipo hubiera dado ningún nombre. Simplemente había dicho que iba a recoger los planos que había que mandar a Guernsey, así que se los dio.

– Llegaron, ¿verdad? -preguntó con cierta preocupación.

Él respondió que sí.

– ¿Cómo estaban embalados? -preguntó Saint James.

La joven le contestó que de la forma habituaclass="underline" dentro de un tubo de envío grande de cartón duro.

– No se dañó por el camino, ¿verdad? -preguntó ella con la misma preocupación.

Saint James le respondió que no de la forma que ella pensaba. Le dio las gracias a Crystal y colgó pensativamente. Marcó el siguiente número, y el éxito fue inmediato cuando preguntó por William Kiefer: en menos de treinta segundos, el abogado californiano se puso al teléfono.

Cuestionó la versión de los hechos de Crystal. Dijo que no había enviado a nadie a recoger los dibujos arquitectónicos. El señor Brouard le había dicho explícitamente que alguien del estudio de arquitectura entregaría los planos en su despacho cuando estuvieran listos. Entonces, él tenía que encargarse de los preparativos para que los mensajeros transportaran los planos de California a Guernsey. Es lo que pasó y es lo que hizo.

– ¿Recuerda a la persona que entregó los planos del arquitecto, entonces? -preguntó Saint James.

– No lo vi. O no la vi. No sé si era hombre o mujer -contestó Kiefer-. La persona simplemente dejó los planos a nuestra secretaria. Los recibí cuando volví de comer. Estaban embalados, etiquetados y listos para salir. Pero tal vez ella recuerde… Espere un momento, ¿quiere?

Transcurrió más de un minuto, durante el cual Saint James estuvo entretenido con el hilo musicaclass="underline" Neil Diamond destrozando la lengua inglesa para mantener una rima horrorosa. Cuando la línea telefónica cobró vida de nuevo, Saint James se encontró hablando con una tal Cheryl Bennett.

Le contó a Saint James que la persona que llevó los planos arquitectónicos al despacho del señor Kiefer era un hombre. Y a la pregunta de si recordaba algo especial sobre él, la mujer se rio tontamente.

– Claro. No es habitual verlas en el condado de Orange.