Deborah preparó un té mientras China levantaba el auricular del teléfono y lo colgaba alternativamente, a veces marcaba algunos números, a veces ni siquiera llegaba tan lejos. En el camino de regreso a los apartamentos Queen Margaret, al final había decidido llamar a su madre. Había dicho que tenía que informarla de lo que estaba sucediendo con Cherokee. Pero ahora que se enfrentaba al momento de la verdad, como lo llamó ella, no podía hacerlo. Así que había marcado los números del prefijo internacional. Había marcado el 1 para Estados Unidos. Incluso había llegado a marcar el prefijo de Orange, California. Pero entonces se había echado atrás.
Mientras Deborah calculaba la cantidad de té, China le explicó sus dudas, que resultaron ser fruto de su superstición.
– Es como si fuera a gafarle si llamo.
Deborah recordaba haberle oído esa expresión antes. Piensa que te saldrá bien un trabajo fotográfico o tal vez un examen y sacarás un suspenso, porque al pensarlo antes, lo gafas. Dices que esperas una llamada de tu novio y gafas la posibilidad de que te llame. Comenta lo fluido que está el tráfico en una de las enormes autopistas de California y seguro que te encuentras un accidente y una caravana de siete kilómetros al cabo de diez minutos. Deborah había denominado esta clase de pensamiento sesgado “la ley de Chinalandia” y se había acostumbrado bastante a tener cuidado para no gafar ninguna situación mientras vivió con China en Santa Bárbara.
– Pero ¿cómo iba a gafar las cosas? -dijo.
– No lo tengo claro. Es la sensación que tengo, simplemente: que si la llamo y le cuento lo que está pasando, vendrá y entonces todo irá a peor.
– Pero me parece que eso infringe la ley básica de Chinalandia -observó Deborah-. Al menos como la recuerdo yo. -Encendió el hervidor eléctrico.
Al oír que Deborah utilizaba el término de los viejos tiempos, China sonrió, a su pesar, al parecer.
– ¿Por? -preguntó.
– Bueno, según el recuerdo que tengo de cómo funcionaban las cosas en Chinalandia, el objetivo es diametralmente opuesto a lo que en realidad se quiere conseguir. No hay que dejar que el destino sepa lo que uno tiene en mente para que no se inmiscuya y fastidie las cosas. Vas por la puerta de atrás. Persigues lo que quieres a escondidas.
– Despistas al muy cabrón -murmuró China.
– Exacto. -Deborah sacó unas tazas del armario-. En este caso en particular, me parece que debes llamar a tu madre. No tienes alternativa. Si la llamas e insistes en que venga a Guernsey…
– Ni siquiera tiene pasaporte, Debs.
– Tanto mejor. Tendrá que tomarse muchas molestias para llegar aquí.
– Por no mencionar los gastos.
– Hum. Sí. El éxito está prácticamente garantizado. -Deborah se apoyó en la encimera-. Tendrá que sacarse el pasaporte deprisa. Lo que significa ir hasta… ¿dónde?
– Los Angeles, un edificio federal; por la autopista de San Diego.
– ¿Pasado el aeropuerto?
– Mucho después; incluso pasado Santa Mónica.
– Perfecto: un tráfico espantoso y muchas dificultades. Así que primero tendrá que ir hasta allí y sacarse el pasaporte, hacer todos los preparativos para el viaje, volar a Londres y luego a Guernsey. Y después de haberse tomado todas estas molestias, en un estado de ansiedad desgarrador…
– Llegará aquí y ya se habrá resuelto todo.
– Seguramente una hora antes de que llegue. -Deborah sonrió-. Voilá! La ley de Chinalandia en acción. Tantas molestias, tantos gastos… para nada, al final. -Detrás de ella, el hervidor se apagó. Vertió el agua en una tetera verde pesada, la llevó a la mesa y le hizo un gesto a China para que se sentara con ella-. Pero si no la llamas…
China dejó el teléfono y fue a la cocina. Deborah esperó a que concluyera la frase; en lugar de hacerlo, sin embargo, China se sentó y tocó una de las tazas, girándola despacio entre las manos.
– Abandoné esa manera de pensar hace un tiempo. De todas formas, siempre fue sólo un juego. Pero dejó de funcionar. O tal vez yo dejé de funcionar. No lo sé. -Apartó la taza-. Empezó con Matt, cuando éramos adolescentes. ¿Te lo he contado alguna vez? Pasaba por delante de su casa, y si no miraba para ver si estaba en el garaje o cortando el césped para su madre o algo así, si ni siquiera pensaba en él cuando pasaba, estaría allí. Pero si miraba o pensaba en él, incluso si pensaba en su nombre, entonces no estaría. Siempre funcionaba. Así que seguí haciéndolo. Si actuaba con indiferencia, él se interesaría por mí. Si no quería quedar con él, él querría quedar conmigo. Si pensaba que nunca querría darme ni un beso de buenas noches, lo haría. Se moriría de ganas de hacerlo. A cierto nivel, siempre supe que las cosas no funcionaban realmente así, pensando y diciendo exactamente lo contrario a lo que quería en realidad; pero en cuanto empecé a ver el mundo de esa forma, a jugar a ese juego, continué haciéndolo. Acabó significando: planifica una vida con Matt y no sucederá nunca; sigue adelante tú sola y ahí estará él, suspirando por comprometerse para siempre.
Deborah sirvió el té y acercó con delicadeza una taza a su amiga.
– Siento que las cosas acabaran de este modo -le dijo-. Sé lo que sentías por él, lo que querías, anhelabas, esperabas…, lo que sea.
– Sí, lo que sea. Ése es el tema, de acuerdo. -El azúcar estaba en un tarro en el centro de la mesa. China le dio la vuelta, y los granulos blancos cayeron como copos de nieve en la taza. Cuando a Deborah empezaba a parecerle que la infusión estaría imbebible, China dejó el tarro.
– Ojalá hubiera salido como tú querías -dijo Deborah-. Pero tal vez aún pueda pasar.
– ¿Como pasó con tu vida? No. Yo no soy como tú. A mí no me salen las cosas redondas. Nunca me han salido y nunca me saldrán.
– No sabes…
– Rompí con un hombre, Deborah -la interrumpió China con impaciencia-. Créeme, ¿vale? En mi caso no había otro hombre, cojo o no, esperando a que la cosa se fastidiara para entrar él en acción y sustituir al otro.
Deborah se estremeció al oír las palabras hirientes de su vieja amiga.
– ¿Es así como ves mi vida…, lo que pasó? ¿Es lo que…? China, no es justo.
– ¿No? Ahí estaba yo, luchando por mi relación con Matt desde el principio, rompiendo y empezando otra vez. Volvíamos a juntarnos con la promesa de que esta vez todo sería distinto. Nos metíamos en la cama y follábamos como locos. Rompíamos tres semanas después por una estupidez: decía que llegaría a las ocho y no aparecía hasta las once y media y ni siquiera se molestaba en llamar para decirme que llegaría tarde, y yo no podía soportarlo ni un segundo más, así que le decía que se había acabado, que se fuera, que habíamos terminado, que ya había tenido suficiente. Luego, diez días después, me llamaba. Me decía: “Eh, nena, dame otra oportunidad, te necesito”. Y yo le creía porque era muy estúpida o estaba muy desesperada, y empezábamos de nuevo otra vez. Y durante todo este tiempo, tú estabas follándote a un duque, nada más y nada menos, o lo que fuera. Y cuando se esfuma para siempre, diez minutos después, aparece Simón. Lo dicho: a ti siempre te salen las cosas redondas.
– Pero no fue así -protestó Deborah.
– ¿Ah, no? Cuéntame cómo fue. Haz que suene como mi situación con Matt. -China cogió la taza de té, pero no bebió-. No puedes, ¿verdad? Porque tu situación nunca ha sido como la mía.
– Los hombres no son…
– No estoy hablando de los hombres. Estoy hablando de mi vida: de cómo es para mí, y de cómo ha sido siempre para ti, maldita sea.
– Sólo ves las cosas desde fuera -argumentó Deborah-. Comparas la parte superficial con cómo te sientes por dentro, y no tiene sentido. China, yo ni siquiera tengo madre. Ya lo sabes. Crecí en la casa de otra persona. Durante la primera parte de mi vida, me daba terror hasta mi propia sombra, me acosaban en el colegio por ser pelirroja y tener pecas, era demasiado tímida para pedir nada a nadie, ni siquiera a mi padre. Era patéticamente agradecida si alguien me daba una palmadita en la cabeza como a un perro. Los únicos compañeros que tuve hasta los catorce años fueron los libros y una cámara de tercera mano. Vivía en la casa de otra persona, donde mi padre era poco más que un criado, y siempre pensaba: “¿Por qué no podría ser alguien? ¿Por qué no tiene una carrera, como la de médico o dentista o banquero o algo así? ¿Por qué no tiene un trabajo normal como los padres de los otros niños? ¿Por qué…?”.