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En el pasillo, fuera del estudio, el suelo de madera crujió. Deborah levantó la cabeza. Otro crujido. Se levantó, cruzó la habitación y abrió la puerta.

Bajo la luz difusa procedente de una farola que seguía encendida en la calle a aquella hora temprana de la mañana, Cherokee River estaba cogiendo la chaqueta del radiador, donde Deborah la había colocado para que se secara durante la noche. Su intención parecía inequívoca.

– No puedes marcharte -dijo Deborah con incredulidad.

Cherokee se dio la vuelta.

– Cielos. Me has dado un susto de muerte. ¿ De dónde has salido?

Deborah señaló la puerta del estudio, donde detrás de ella estaba encendida la lámpara de la mesa de Simón y la estufa de gas dibujaba un resplandor suave en el techo alto.

– Me he levantado temprano. Estaba revisando unas fotografías. Pero ¿qué haces tú? ¿Adonde vas?

Cherokee cambió de posición y se pasó la mano por el pelo con su gesto característico. Señaló las escaleras y los pisos de arriba.

– No podía dormir. Te juro que no podré volver a hacerlo nunca, en ningún lado, hasta que consiga que alguien vaya a Guernsey. Así que he imaginado que la embajada…

– ¿Qué hora es? -Deborah examinó su muñeca y descubrió que no se había puesto el reloj. No había mirado la hora en el estudio, pero por la penumbra que había fuera, incluso intensificada por la insufrible lluvia, sabía que no podían ser más de las seis-. Aún faltan horas para que abra la embajada.

– He pensado que habría cola o algo así. Quiero ser el primero.

– Aún puedes serlo, aunque te tomes un té. O un café si quieres. Y algo de comer.

– No. Ya has hecho suficiente. Dejando que pasara la noche aquí. Invitándome a que me quedara. La sopa y el baño y todo lo demás. Me has sacado de un apuro.

– Me alegro. Pero no voy a aceptar que te marches ahora mismo. No tiene sentido. Yo misma te llevaré en coche con tiempo de sobra para que seas el primero de la cola, si es eso lo que quieres.

– No quiero que…

– No tienes que querer nada -dijo Deborah con firmeza-. No me estoy ofreciendo. Estoy insistiendo. Así que deja ahí la chaqueta y ven conmigo.

Cherokee pareció pensárselo un momento: miró hacia la puerta, donde sus tres cristales permitían que penetrara la luz. Los dos podían oír la lluvia persistente y, como para enfatizar el tiempo desagradable al que tendría que enfrentarse si se aventuraba a salir, una ráfaga de viento procedente del Támesis surgió como el gancho de un boxeador y chocó con fuerza en las ramas del sicómoro que había en la calle.

– De acuerdo. Gracias -dijo con reticencia.

Deborah lo llevó abajo a la cocina. Peach alzó la cabeza desde su cesta y gruñó. Alaska, que había ocupado su puesto habitual durante el día en el alféizar de la ventana, los miró, parpadeó y siguió examinando los dibujos de la lluvia sobre los cristales.

– Esos modales -le dijo Deborah a la perra, y acomodó a Cherokee en la mesa, donde éste estudió las cicatrices que las marcas del cuchillo habían dejado en la madera y los círculos quemados de ollas demasiado calientes. Deborah encendió una vez más el hervidor eléctrico y cogió una tetera del viejo aparador-.También voy a prepararte algo de comer. ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo de verdad? -Deborah lo miró-. Supongo que ayer no.

– Me tomé la sopa.

Deborah expresó su desaprobación con un resoplido.

– No podrás ayudar a China si te vienes abajo. -Se fue a la nevera y sacó huevos y beicon; cogió tomates de una cesta que había cerca del fregadero y champiñones del rincón oscuro próximo a la puerta exterior, donde su padre los guardaba en un gran saco de papel, colgado de un gancho entre los impermeables de la familia.

Cherokee se levantó y se acercó a la ventana que había sobre el fregadero, donde extendió su mano hacia Alaska. La gata le olisqueó los dedos y, con la cabeza bajada regiamente, permitió al hombre que le rascara detrás de las orejas. Deborah miró desde el otro lado de la cocina y vio que Cherokee examinaba la estancia como si absorbiera cada uno de sus detalles. Siguió su mirada para registrar lo que ella tenía ya muy visto: desde las hierbas secas que su padre seguía colgando en manojos perfectamente arreglados, hasta las ollas y sartenes con fondo de cobre que cubrían la pared encima de los fogones; desde las baldosas viejas y gastadas del suelo, hasta el aparador en el que había de todo; desde fuentes para servir, hasta fotografías de los sobrinos y sobrinas de Simón.

– Tienes una casa muy chula, Debs -murmuró Cherokee.

Para Deborah, sólo era la casa en la que había vivido desde pequeña, primero como hija huérfana de madre del hombre que era la mano derecha indispensable de Simón y, luego, aunque por un breve período de tiempo, como amante de Simón antes de convertirse en esposa de Simón. Conocía sus corrientes de aire, sus problemas de tuberías y la irritante escasez de enchufes. Para ella, sólo era una casa.

– Es vieja y hay mucha corriente y, por lo general, es exasperante -dijo ella.

– ¿Sí? A mí me parece una mansión.

– ¿De verdad? -Con un tenedor, Deborah echó nueve lonchas de beicon en una sartén y empezó a freirías-. En realidad, pertenece a toda la familia de Simón. Estaba hecha un desastre cuando se hizo cargo. Había ratones dentro de las paredes y zorros en la cocina. Él y papá invirtieron casi dos años en dejarla habitable. Supongo que ahora sus hermanos y su hermana podrían mudarse y vivir con nosotros, puesto que la casa es de todos y no sólo nuestra. Pero no lo harán. Saben que él y papá hicieron todo el trabajo.

– Entonces, Simón tiene hermanos y hermanas -observó Cherokee.

– Dos hermanos en Southampton…, donde está el negocio familiar…, la empresa de transportes… Pero su hermana vive en Londres. Antes era modelo, pero ahora está intentando entrevistar a famosos poco conocidos para un canal de cable aún menos conocido que no ve nadie. -Deborah sonrió-. Es todo un personaje, Sidney, la hermana de Simón. Vuelve loca a su madre porque no sienta la cabeza. Ha tenido miles de novios. Los hemos ido conociendo unas vacaciones tras otras, y todos son siempre el hombre de su vida.

– Qué suerte tener una familia así -dijo Simón.

El tono de melancolía en su voz provocó que Deborah se girara y diera la espalda al fogón.

– ¿Quieres llamar a la tuya? -le preguntó-. A tu madre, quiero decir. Puedes utilizar el teléfono que está sobre el aparador, o el del estudio si quieres intimidad. Son… -Miró el reloj de pared y calculó-. En California sólo son las diez y cuarto de anoche.

– No puedo. -Cherokee volvió a la mesa y se dejó caer en una silla-. Se lo he prometido a China.

– Pero tiene derecho a…

– ¿China y mamá? -la interrumpió Cherokee-. Ellas no… Bueno, mamá nunca ha sido exactamente una madre, no es como las otras madres, y China no quiere que sepa nada de esto. Creo que es porque…, ya sabes…, otras madres cogerían el próximo avión; pero ¿la nuestra? Imposible. Podría haber una especie en peligro de extinción a la que hubiera que salvar. Así que ¿para qué decírselo? Al menos, es lo que piensa China.

– ¿Y su padre? ¿Está…? -Deborah dudó. El tema del padre de China siempre había sido delicado.

Cherokee levantó una ceja.

– ¿En la cárcel? Oh, sí. Está dentro otra vez. Así que no hay nadie a quien llamar.

Se oyeron unos pasos en las escaleras de las cocina. Deborah colocó platos sobre la mesa y escuchó la naturaleza irregular del descenso cauteloso de alguien.

– Será Simón -dijo.

Se había levantado más temprano de lo normal, mucho antes que su padre, algo que no gustaría a Joseph Cotter. Se había preocupado por Simón a lo largo de su ya lejana convalecencia tras un accidente de tráfico provocado por el alcohol que lo había lisiado, y no le gustaba que Simón le negara la oportunidad de rondar de forma protectora a su alrededor.