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– No tenía… -Ruth se preguntó por qué dolía tanto decirlo. Conocía a su hermano. Sabía cómo era: la suma de muchas partes buenas y sólo una oscura, dañina, peligrosa-. No tenía ninguna aventura. No había dejado a nadie.

– ¿Acaso no han detenido a una mujer, querida?

– Sí.

– ¿Y no estaban ella y Guy…?

– Por supuesto que no. Sólo llevaba aquí unos días. No tenía nada que ver con… nada.

Margaret ladeó la cabeza, y Ruth vio lo que estaba pensando. A Guy Brouard le bastaban unas pocas horas para conseguir sus propósitos cuando se trataba de sexo. Margaret estaba a punto de indagar en el tema. La expresión astuta en su rostro bastaba para transmitir que buscaba hacerlo de una forma que no sugiriera curiosidad morbosa ni la creencia de que su marido mujeriego al fin había recibido su merecido, sino compasión por el hecho de que Ruth hubiera perdido a su hermano, al que quería más que a su propia vida. Pero Ruth se salvó de tener que mantener esa conversación. Alguien llamó a la puerta abierta del salón de mañana con indecisión, y una voz temblorosa dijo:

– ¿Ruthie? Yo… ¿Molesto…?

Ruth y Margaret se volvieron y vieron a una tercera mujer en la puerta y, detrás de ella, a una adolescente desgarbada y alta que aún no estaba acostumbrada a su estatura.

– Anaïs -dijo Ruth-. No te he oído entrar.

– Hemos utilizado nuestra llave. -Anaïs la mostró en la palma de su mano, una sencilla declaración del lugar que ocupaba en la vida de Guy-. Esperaba que fuera… Oh, Ruth, no puedo creer… Aún… No puedo… -Rompió a llorar.

La chica situada detrás de ella apartó la mirada nerviosa, frotándose las manos en las perneras del pantalón. Ruth cruzó la sala y abrazó a Anaïs Abbott.

– Puedes utilizar la llave cuando quieras. Es lo que habría querido Guy.

Mientras Anais lloraba sobre su hombro, Ruth extendió la mano a la hija de quince años de la mujer. Jemima sonrió fugazmente -ella y Ruth siempre se habían llevado bien-, pero no se acercó, sino que miró detrás de Ruth a Margaret y luego a su madre.

– Mamá -dijo en voz baja, pero angustiada. A Jemima nunca le habían gustado este tipo de manifestaciones. Desde que Ruth la conocía, se había avergonzado en más de una ocasión de la tendencia de Anaïs a la exhibición pública de sus sentimientos.

Margaret carraspeó significativamente. Anaïs se separó de los brazos de Ruth y sacó un paquete de pañuelos del bolsillo de la chaqueta de su traje pantalón. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza; un casquete cubría su pelo rubio rojizo que cuidaba con esmero.

Ruth hizo las presentaciones. Era una situación incómoda: ex mujer, amante actual, hija de amante actual. Anaïs y Margaret intercambiaron unos saludos educados y se estudiaron mutuamente de inmediato.

No podían ser más distintas. A Guy le gustaban las rubias -siempre le habían gustado-, pero aparte de eso, las dos mujeres no compartían más similitudes, salvo quizá su pasado, porque a decir verdad, a Guy también le habían gustado siempre las mujeres normales. Y no importaba qué educación hubieran recibido, cómo vistieran o se comportaran o hubieran aprendido a pronunciar las palabras. De vez en cuando Anaïs aún tenía algo de barrio obrero, y la madre de Margaret, mujer de la limpieza, aparecía en su hija cuando ella menos quería que se conociera esa parte de su historia.

Aparte de eso, sin embargo, eran el día y la noche. Margaret era alta, imponente, autoritaria y se arreglaba demasiado; Anaïs era menudita, delgada hasta el punto de maltratarse físicamente para seguir los cánones odiosos de la actualidad -al margen de los pechos patentemente artificiales y demasiado voluptuosos-, pero siempre vestía como una mujer que nunca se había puesto un solo complemento sin la aprobación de su espejo.

Margaret, naturalmente, no había ido hasta Guernsey para conocer, menos aún consolar o entretener, a una de las muchas amantes de su ex marido. Así que después de murmurar un digno aunque tremendamente falso “Encantada de conocerte”, le dijo a Ruth:

– Hablaremos más tarde, cielo. -Y abrazó a su cuñada, le dio dos besos en las mejillas y dijo-: Querida Ruth -como si quisiera que Anaïs Abbott supiera con este gesto inusitado y ligeramente inquietante que una de ellas ocupaba un lugar en esta familia y la otra no. Luego se fue, dejando tras de sí el rastro de Chanel N.° 5. Era demasiado temprano para llevar ese perfume, pensó Ruth. Pero Margaret no sería consciente de ello.

– Tendría que haber estado con él -dijo Anaïs en voz muy baja en cuanto la puerta se cerró detrás de Margaret-. Quería estar con él, Ruthie. Desde que pasó todo esto, no hago más que pensar que si hubiera pasado la noche aquí, habría bajado a la bahía por la mañana. A verlo, simplemente. Porque verlo era una alegría. Y… Oh, Dios mío, Dios mío, ¿por qué ha tenido que pasar esto?

“A mí” fue lo que no añadió. Pero Ruth no era estúpida. No había pasado toda la vida observando la manera como su hermano había iniciado, llevado y acabado sus enredos con las mujeres para no saber en qué punto se encontraba el eterno juego de seducción, desilusión y abandono que jugaba. Guy estaba a punto de romper con Anaïs Abbott cuando murió. Si Anaïs no lo sabía directamente, era probable que lo notara de algún modo.

– Ven -le dijo Ruth-. Sentémonos. ¿Le pido a Valerie un café? Jemima, ¿quieres algo, cielo?

– ¿Tienes algo para Biscuit? Está ahí fuera. Se ha quedado sin comida esta mañana y…

– Pato, cielo -la interrumpió su madre. La reprobación estaba más que clara al llamar a Jemima por el apodo de su infancia. Esas dos palabras decían todo lo que Anaïs callaba: las niñas pequeñas se preocupan por sus perros; las chicas se preocupan por los chicos-. El perro sobrevivirá. De hecho, habría sobrevivido la mar de bien si lo hubiéramos dejado en casa, que es donde debería estar. Ya te lo he dicho. No podemos esperar que Ruth…

– Lo siento. -Pareció que Jemima había hablado más enérgicamente de lo que pensaba que debía hacerlo delante de Ruth, porque agachó la cabeza de inmediato y empezó a toquetear con una mano la costura de sus elegantes pantalones de lana. La pobre no iba vestida como una adolescente normal. Se había encargado de ello un curso de verano en una escuela de modelos de Londres en combinación con la observancia de su madre; por no mencionar la intrusión de ésta en el armario de la niña. Iba vestida como una modelo del Vogue. Pero a pesar del tiempo dedicado a aprender a maquillarse, peinarse y desfilar por la pasarela, en realidad seguía siendo la desgarbada Jemima, Pato para su familia y patosa a los ojos del mundo por el mismo tipo de torpeza que sentiría un pato si lo soltaran en un entorno donde le impidieran nadar en el agua.

Ruth se compadeció de la chica.

– ¿Ese perrito tan dulce? -dijo-. Seguramente estará muy triste ahí fuera sin ti, Jemima. ¿Quieres entrarlo?

– Qué tontería -dijo Anaïs-. Está bien. Puede que esté sordo, pero tiene la vista y el olfato perfectamente. Sabe muy bien dónde está. Déjalo fuera.

– Sí. Claro. Pero ¿tal vez querría un poco de ternera picada? Y hay pastel de carne que sobró del almuerzo de ayer. Jemima, baja a la cocina y pídele a Valerie un poco de pastel. Puedes calentarlo en el microondas, si quieres.

Jemima alzó la cabeza, y su expresión reconfortó a Ruth más de lo que esperaba.

– ¿No pasa nada si…? -dijo la niña mirando a su madre.

Anaïs era lo suficientemente lista para saber cuándo ceder a un viento más fuerte del que ella misma podía levantar.