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– Ruthie, qué buena eres. No queremos ocasionarte la más mínima molestia.

– Y no lo hacéis -dijo Ruth-. Anda, ve, Jemima. Déjanos charlar un rato a las chicas mayores.

Ruth no pretendía que la expresión “chicas mayores” resultara ofensiva; pero al marcharse Jemima, vio que sí lo había resultado. Con la edad que estaba dispuesta a anunciar -cuarenta y seis-, Anaïs podía ser hija de Ruth, en realidad. Sin duda lo parecía. Y se esforzaba al máximo para parecerlo. Porque sabía mejor que la mayoría de las mujeres que los hombres mayores se sentían atraídos por la juventud y la belleza femeninas del mismo modo que la juventud y la belleza femeninas se sentían atraídas por la fuente que proporcionaba los medios para mantenerlas. En cualquier caso, la edad no importaba. El aspecto y los recursos lo eran todo. Hablar de la edad, sin embargo, había sido una especie de metedura de pata. Pero Ruth no hizo nada para suavizar la incorrección. Estaba llorando la muerte de su hermano, por el amor de Dios. Podían disculparla.

Anaïs se acercó al marco de la labor. Examinó el diseño del último panel.

– ¿Qué número es éste?

– El quince, creo.

– ¿Y cuántos te quedan aún?

– Los necesarios para contar toda la historia.

– ¿Entera? ¿Incluso que Guy… al final? -Anaïs tenía los ojos rojos, pero no lloró más. Pareció utilizar su propia pregunta para introducir el motivo de su visita a Le Reposoir-. Ahora todo ha cambiado, Ruth. Estoy preocupada por ti. ¿Estás bien atendida?

Por un momento, Ruth pensó que se refería al cáncer y a cómo iba a enfrentarse a su muerte inminente.

– Creo que seré capaz de sobrellevarlo -dijo, pero la respuesta de Anaïs la sacó del error de pensar que la mujer había ido a ofrecerle protección, cuidados o simplemente apoyo durante los meses venideros.

– ¿Has leído el testamento, Ruthie? -dijo Anaïs. Y como si en el fondo supiera realmente lo vulgar que era aquella pregunta, añadió-: ¿Has podido asegurarte de que vas a estar bien atendida?

Ruth le contó a la amante de su hermano lo que le había contado a la ex mujer de su hermano. Se las arregló para transmitir la información con dignidad, pese a lo que quería decir sobre quién debería interesarse por el reparto de la fortuna de Guy y quién no.

– Ah. -La voz de Anaïs reflejaba su decepción. Que no hubiera una lectura del testamento sugería que no tendría la seguridad de cuándo, cómo o si iba a ser capaz de pagar los miles de tipos de formas que había elegido para conservarse joven desde que había conocido a Guy. También significaba que seguramente los lobos estarían diez pasos más cerca de la puerta de la impresionante casa que ocupaban ella y su hija al norte de la isla cerca de la bahía de Le Grand Havre. Ruth siempre había sospechado que Anaïs Abbott vivía por encima de sus posibilidades, fuera viuda de un financiero o no; y en cualquier caso, ¿quién sabía qué significaba eso: “Mi marido era financiero”, en estos días en que las acciones no valían nada una semana después de comprarlas y los mercados mundiales se asentaban en arenas movedizas? Naturalmente, podía ser un mago de las finanzas que multiplicaba el dinero de los demás como panes ante los pobres, o un corredor de Bolsa capaz de convertir cinco libras en cinco millones con el tiempo, la fe y los recursos suficientes. Pero, por otro lado, podía ser simplemente un empleado de Barclays cuyo seguro de vida había permitido a su apenada viuda moverse en círculos más elevados que aquellos en los que había nacido y entrado por matrimonio. Fuera lo que fuese, acceder a esos círculos y moverse en ellos requería dinero contante y sonante: para la casa, la ropa, el coche, las vacaciones…, por no mencionar esos pequeños imprevistos como la comida. Así que era razonable pensar que seguramente en estos momentos Anaïs Abbott se encontrara en una situación desesperada. Había realizado una inversión considerable en su relación con Guy. Para que esa inversión generara dividendos, se suponía que Guy tenía que vivir y estar dispuesto a casarse.

Aunque Ruth sintiera cierta aversión por Anaïs Abbott debido al plan maestro que creía que siempre había seguido, sabía que tenía que excusar como mínimo parte de sus maquinaciones. Porque Guy sí que le había inducido a creer en la posibilidad de una unión entre ellos, una unión legal, cogidos de la mano delante de un cura o unos minutos sonriendo y sonrojándose en Le Greffe. Era razonable que Anaïs hiciera ciertas suposiciones porque Guy había sido generoso. Ruth sabía que había sido él quien había mandado a Jemima a Londres y albergaba pocas dudas respecto a que también fuera la razón -económica o no- de que los pechos de Anaïs sobresalieran como dos firmes melones franceses perfectamente simétricos de un tórax demasiado pequeño para acomodarlos de manera natural. Pero ¿estaba todo pagado, o había facturas pendientes? Ésa era la cuestión. En un momento, Ruth tuvo la respuesta.

– Le echo de menos, Ruth -dijo Anaïs-. Era… Tú sabes que le quería, ¿verdad? Tú sabes cuánto le quería, ¿verdad?

Ruth asintió con la cabeza. El cáncer que se alimentaba de su columna vertebral comenzaba a exigir su atención. Asentir con la cabeza era lo único que podía hacer cuando aparecía el dolor e intentaba dominarlo.

– Él lo era todo para mí, Ruth. Mi pilar. Mi centro. -Anaïs agachó la cabeza. Unos rizos suaves escaparon de su casquete, y se posaron en su nuca como la caricia de un hombre-. Tenía una forma de enfrentarse a las cosas… Las sugerencias que hacía… Las cosas que hacía… ¿Sabías que fue idea suya que Jemima fuera a Londres al curso de modelo? Para que ganara seguridad en sí misma, decía. Era muy propio de Guy tan lleno de generosidad y amor.

Ruth volvió a asentir, atrapada por la garra del cáncer. Apretó los labios y reprimió un gruñido.

– No había nada que no hiciera por nosotros -dijo Anaïs-. El coche… Su mantenimiento… La piscina… Ahí estaba, ayudando, dando. Qué hombre tan maravilloso. Nunca conoceré a nadie tan… Se portó tan bien conmigo. ¿Y ahora sin él…? Siento que lo he perdido todo. ¿Te dijo que este año pagó los uniformes del colegio? Sé que no. No lo haría porque en eso consistía parte de su bondad, en proteger el orgullo de las personas a las que ayudaba. Incluso… Ruth, este hombre bueno, querido, incluso me daba una asignación mensual. “Significas más para mí de lo que nunca creía que significaría nadie, y quiero que tengas más de lo que puedas darte tú misma.” Se lo agradecí, Ruth, una y otra vez. Pero nunca llegué a agradecérselo bastante. Aun así, quería que supieras algunas de las cosas buenas que hizo, todo lo bueno que hizo por mí, para ayudarme, Ruth.

Sólo podría haber hecho más ostensible su petición garabateándola en la alfombra Wilton. Ruth se preguntó qué cotas de mal gusto iba a alcanzar su hermano con sus supuestas dolencias.

– Gracias por tu elegía, Anaïs -decidió decirle a la mujer-. Saber que sabías que era la bondad personificada… -”Y lo era, lo era”, gritó el corazón de Ruth-. Es un acto de bondad que hayas venido a decírmelo. Te estoy tremendamente agradecida. Eres muy buena.

Anaïs abrió la boca para hablar. Incluso tomó aire antes de darse cuenta, al parecer, de que no había nada más que decir. No podía pedirle dinero directamente en este momento sin parecer avariciosa y grosera. Aunque no le importara demasiado, seguramente no estaría dispuesta a dejar de fingir tan pronto que era una viuda independiente para quien era más importante tener una relación sólida que aquello que la financiaba. Llevaba fingiendo demasiado tiempo.

Así que mientras seguían sentadas en el salón de mañana, Anais Abbott no dijo nada más y Ruth tampoco. Al fin y al cabo, ¿qué más podían decirse en realidad?

Capítulo 7

En Londres, el tiempo siguió mejorando durante el día, y gracias a ello los Saint James y Cherokee River pudieron iniciar el viaje a Guernsey. Llegaron a última hora de la tarde, después de sobrevolar el aeropuerto y ver debajo de ellos, mientras anochecía, las estrechas carreteras como hilos grises de algodón desenrollándose caprichosamente, serpenteando por entre aldeas rocosas y campos pelados. El cristal de innumerables invernaderos atrapaba los últimos rayos de sol, y los árboles desnudos en los valles y las laderas marcaban las zonas donde los vientos y las tormentas atacaban con menos fiereza. Era un paisaje variado desde el aire: acantilados altos e imponentes al este y al sur de la isla que descendían hasta bahías tranquilas al oeste y el norte.