Siguió la curva de Ann's Place, dado que desembocaba en Hospital Lane y más allá estaba la comisaría. Reflexionó acerca de la idea de conectar con los demás. Quizá, pensó, esa incapacidad suya creaba un abismo entre él y los otros; siempre el dichoso científico desapasionado, siempre introspectivo y pensativo, siempre considerando, sopesando y observando cuando las otras personas sólo se preocupaban de ser… Tal vez ahí residía también el origen de la inquietud que despertaba en él Cherokee River.
– ¡Sí que recuerdo el surf! -había dicho Deborah, cuyo rostro cambió un instante cuando le vino a la mente la experiencia compartida-. Fuimos los tres una vez… ¿Te acuerdas? ¿Dónde estábamos?
Cherokee se había quedado pensando antes de decir:
– Claro. Era Seal Beach, Debs. Más fácil que en Huntington, más protegido.
– Sí, sí. Seal Beach. Me hiciste meterme en el agua y me tambaleé en la tabla y no dejé de chillar por si chocaba contra el embarcadero.
– Algo que no hubiera pasado ni por asomo -dijo él-. Era imposible que te sostuvieras encima de la tabla el tiempo suficiente para chocar con nada, a menos que decidieras dormir encima.
Se rieron juntos, otro vínculo forjado, un instante natural entre dos personas cuando reconocían que existía una cadena común que conectaba el presente con el pasado.
Y así sucedía entre todas las personas que compartían cualquier tipo de historia, pensó Saint James. Así eran las cosas.
Cruzó la calle hasta la comisaría central de la policía de Guernsey. Se encontraba detrás de un muro imponente de una piedra con vetas de feldespato, y era un edificio en forma de “L” con cuatro hileras de ventanas en sus dos alas y la bandera de Guernsey ondeando en lo alto. Dentro, en la recepción, Saint James dio su nombre y tarjeta a un agente. ¿Sería posible, preguntó, hablar con el policía jefe encargado de la investigación del asesinato de Guy Brouard, o, si no, con el jefe de prensa?
El agente examinó la tarjeta. Su rostro indicaba que iban a realizarse algunas llamadas telefónicas al otro lado del canal para determinar exactamente quién era este científico forense que había aparecido por la puerta. Tanto mejor, porque si había que hacer alguna llamada, sería a la Met, a la fiscalía o a la universidad donde impartía clases Saint James, y si ése era el caso, tenía el terreno allanado.
Saint James estuvo veinte minutos esperando con impaciencia en recepción y leyó el tablón de anuncios media docena de veces. Pero fueron veinte minutos bien empleados, porque cuando pasaron, el inspector en jefe Louis Le Gallez salió personalmente para conducir a Saint James al centro de operaciones, una enorme capilla antigua con arcos estilo tudor en la que el equipo de ejercicio del departamento rivalizaba con archivadores, mesas de ordenador, tablones de anuncios y pizarras.
El inspector en jefe Le Gallez quería saber, naturalmente, qué interés tenía un científico forense de Londres en una investigación de asesinato en Guernsey que ya estaba cerrada.
– Tenemos al asesino -dijo, con los brazos cruzados sobre el pecho y una pierna colgando sobre la esquina de la mesa. Apoyó su peso, que era considerable para un hombre tan bajo, en el borde de la mesa y movió la tarjeta de Saint James adelante y atrás contra el lateral de su mano. Mostraba curiosidad más que cautela.
Saint James optó por ser totalmente sincero. El hermano de la acusada, comprensiblemente afectado por lo que le había ocurrido a su hermana, había pedido ayuda a Saint James después de no lograr que la embajada estadounidense intercediera por ella.
– La embajada estadounidense ha hecho lo que correspondía -respondió Le Gallez-. No sé qué más espera ese tipo. Él también fue sospechoso, por cierto. Pero la verdad es que lo fueron todos los que asistieron a la fiesta de Brouard. La noche antes de que la palmara. Media isla estaba allí. Y si eso no complicó terriblemente el asunto, nada lo complicó, créame.
Le Gallez tomó la iniciativa como si fuera plenamente consciente de hacia dónde pretendería dirigir Saint James la conversación a partir del comentario sobre la fiesta. Prosiguió diciendo que se había interrogado a todo el mundo que había estado en casa de los Brouard la noche antes del asesinato y que durante los días posteriores a la muerte de Guy Brouard no habían descubierto nada que alterara las sospechas iniciales de los investigadores: cualquiera que se hubiera escabullido de Le Reposoir como hicieron los River la mañana del asesinato era alguien a quien había que investigar.
– ¿Todos los demás invitados tenían coartada para la hora del asesinato? -preguntó Saint James.
Él no había insinuado eso, contestó Le Gallez. Pero en cuanto se acumularon las pruebas, lo que hacían el resto de personas la mañana que murió Guy Brouard no tenía nada que ver con el caso.
Lo que tenían contra China River era condenatorio, y Le Gallez pareció encantado de enumerarlo. Sus cuatro agentes de la escena del crimen habían examinado el lugar, y su patólogo forense había examinado el cuerpo. La señorita River había dejado una huella parcial en la escena: una pisada, parcialmente oculta por briznas de algas, había que reconocerlo; pero en las suelas de sus zapatos había incrustados granos de arena que se correspondían exactamente con la arena gruesa de la playa, y esos mismos zapatos se correspondían también con la huella parcial.
– Puede que estuviera allí en cualquier otro momento -dijo Saint James.
– Puede. Cierto. Conozco la historia. Brouard les dijo qué lugares visitar cuando no se los podía enseñar él mismo. Pero lo que no hizo fue enganchar un cabello de ella en la cremallera de la chaqueta del chándal que llevaba puesto cuando murió. Y tampoco apostaría a que se secó la cabeza con su abrigo.
– ¿Qué clase de abrigo?
– Uno negro, con un botón en el cuello y sin mangas.
– ¿Una capa?
– Con cabellos de Brouard, justo donde cabría esperar si uno lo rodeara con el brazo para inmovilizarlo. La muy estúpida no pensó en utilizar un cepillo para la ropa para limpiarla.
– El modo del asesinato… Es un poco insólito, ¿no le parece a usted? -dijo Saint James-. ¿La piedra? ¿Que se ahogara? Si no se la tragó por accidente…
– No es probable, maldita sea -dijo Le Gallez.
– … entonces alguien debió de metérsela en la garganta. Pero ¿cómo? ¿Cuándo? ¿En medio de un forcejeo? ¿Había indicios de lucha? ¿En la playa? ¿En su cuerpo? ¿En la señorita River cuando la detuvieron?
El inspector negó con la cabeza.
– No hubo lucha. Pero no fue necesaria. Por eso buscamos a una mujer desde el principio. -Se dirigió a una de las mesas y cogió un recipiente de plástico cuyo contenido echó en la palma de su mano. Lo tocó con el dedo y dijo-: Sí. Esto servirá. -Y cogió un paquete medio abierto de cigarrillos Polo. Sacó uno con el pulgar, lo levantó para que Saint James lo viera y dijo-: La piedra en cuestión es un poco más grande que esto. Tiene un agujero en el centro para introducirla en la anilla de un llavero. También tiene unos grabados en los lados. Observe. -Se metió el cigarrillo en la boca, lo colocó con la lengua contra la mejilla y dijo-: Se pueden pasar algo más que gérmenes con un beso en la boca, amigo.